Mauricio José Chaulón Vélez | Política y sociedad / PENSAR CRÍTICO, SIEMPRE
Cuando el neoliberalismo se erigió triunfalista luego de la desestructuración del bloque socialista en el Este de Europa, a principios de la década de 1990, se vino una oleada de paradigmas que incidieron en el plano simbólico a nivel global. Uno de ellos, fue la nueva semántica del poder. Como parte de “la nueva era”, resultaba incómodo hablar de ideologías y de identificaciones con los movimientos sociales. El capitalismo neoliberal, pregonando con Fukuyama y otros “el fin de la historia”, ampliaba sus horizontes colonizadores a través de cantos de sirena traducidos a préstamos, cooperación, políticas de ajuste estructural, ortodoxia del mercado libre, agudización de bloqueos como el de Cuba y Palestina, tratados de libre comercio, proteccionismo y nuevas intervenciones militares. Con el supuesto “fin de la historia” se hablaba también del “fin de las ideologías”, y del “fracaso del socialismo” para, aparentemente, sepultarlo de una vez por todas.
Pero los triunfalismos siempre resultan haciendo más daño. En este caso, agudizaron las contradicciones de una realidad provocada por el mismo sistema capitalista, y las manifestaciones sociales aumentaron. Y también aumentó la represión. A lo interno, los regímenes neoliberales aplicaron medidas para anular las demandas legítimas, utilizando la estrategia de la violencia y al mismo tiempo conceder espacios a los derechos culturales, pero no a los económicos, políticos y sociales. En lo geopolítico, Estados Unidos y sus aliados europeos invadieron el denominado Medio Oriente, con las distintas guerras en el Golfo Pérsico, Iraq, Sudán y Afganistán. Apoyaron a Israel con los avances colonizadores en Gaza y Cisjordania, y empezaron a gestar junto a ellos y los regímenes árabes sunnitas la desestabilización en Libia y Siria.
Cuando surgieron en América del Sur formas de gobierno para constituir Estados autónomos, a lo que se le denominó “Socialismo del Siglo XXI”, la retórica neoliberal empezó a perder espacios, porque en la praxis nos dimos cuenta de que había posibilidades de resurgir. El otro respiro lo daban, por un lado, la resistencia cubana, porque se decía que después de la desaparición de la Unión Soviética sería cuestión de poco tiempo para que la isla comunista se viniese abajo, lo cual nunca sucedió; y el nacimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, EZLN, en Chiapas, México.
La lucha revolucionaria volvió a trasladarse al campo de la semántica, que es donde lo ideológico se concreta a través de la estructura lingüística, lo cual es muy importante ya que nos brinda la oportunidad de recrear los símbolos de la lucha para apropiárnoslos y reproducirlos. Por medio del lenguaje, los hacemos colectivos, y los podemos trasladar a la praxis y de nuevo al lenguaje, volviéndolos concretos. Pero todo esto pasa por una serie de batallas para recuperar la semántica revolucionaria frente a la semántica del poder.
Por supuesto que debemos contextualizar y saber utilizar el lenguaje más adecuado. De lo contrario, podríamos perder más que ganar. Esa característica revolucionaria es fundamental, ya que el manejo del lenguaje es un arma y una herramienta de acción política que incide en la lucha de clases. Si no veamos la importancia que tiene el manejo de la opinión pública para el poder, y cómo las y los grandes pensadores revolucionarios han insistido en la necesaria toma de los medios de comunicación o en la creación de los propios desde las bases populares.
En esta guerra del lenguaje, el capitalismo neoliberal triunfalista ha querido desvirtuar el uso de ciertos términos y expresiones, aduciendo que ya no se debe hablar de ideologías en el barco de la globalización. Para el sistema hegemónico, resulta muy importante negar las identificaciones revolucionarias o representarlas como anacrónicas, “pasadas de moda”, negativas y hasta criminales. Y les resulta imposible, en esa vía, pensar que alguien no indígena se identifique con las luchas de los pueblos originarios, por ejemplo. Para el poder, mientras más separados y divorciados se encuentren el campo y la ciudad, mejor.
Por ello, en Guatemala afirmar hoy que apoyamos abiertamente al Comité de Desarrollo Campesino –Codeca- es ilógico para muchas personas que han sido enajenadas de la realidad social por los mecanismos de poder. Constituye, entonces, un planteamiento revolucionario decir “Yo soy Codeca”. Primero, porque me sitúa en una posición de lucha frente al poder instituido, ya que son varios los flancos por donde se ataca y criminaliza a esta organización histórica, de base social campesina pero que se ha ampliado a los distintos sectores populares. Desde el mismo presidente de la República hasta diputados e ideólogos de las derechas, se agrede a Codeca, lo cual sólo demuestra el peligro que significa para el estatus quo.
Segundo,constituye un posicionamiento en la lucha de clases, porque precisamente Codeca es un movimiento de clase, que no responde a ninguna agenda de cooperación ni de otras formas de poder. Tercero, me hace reconocer a Codeca como un sujeto social histórico y revolucionario, dejando de lado las atomizaciones que pretende fomentar la hegemonía.
En mi semántica, digo con firmeza ¡Yo soy Codeca!
Porque creo en su proyecto político y porque me identifico con sus luchas, a las cuales me adhiero en una praxis de unidad popular que trasciende los límites culturalistas que el poder ha delineado. Y lo reafirmo todos los días, entre lenguaje y praxis.
Mauricio José Chaulón Vélez

Historiador, antropólogo social, pensador crítico, comunista de pura cepa y caminante en la cultura popular.
0 Commentarios
Dejar un comentario