A decir de Cortázar, cada libro implica adentrarse en un camino de cronopios y fantasmas. En la cultura tsotsil se habla de ch’ulel, es decir, un libro también es un territorio de naguales. La palabra que cura también puede hacer daño, porque el lenguaje también es ch’ulel.
En esta ocasión vengo a compartirles mi lectura de la novela El precio del consuelo , obra reciente y finalista del Certamen BAM letras 2015, del escritor guatemalteco Arturo Arias, quien en 2008 obtuvo el Premio Nacional de Literatura «Miguel Ángel Asturias», por el conjunto de su obra.
En general la novela de Arias está estructurada en seis partes. Si en una novela del siglo XIX, aún en el XX, seguimos la historia de un personaje en especial, a quien comúnmente denominamos protagonista, la de Arias no es de esas. Cada capítulo es un fragmento colocado en distintos personajes, mas no se trata de una historia lineal. Desde la aparición de Después de las bombas (1979), primera novela de Arias, el crítico norteamericano Seymour Menton ha reconocido al autor entre los escritores que han cultivado la nueva novela histórica en América Latina, como del argentino Martín Caparrós y del cubano Reynaldo Arenas, por mencionar a algunos.
Volviendo al libro de Arias, la primera parte, subtitulada Rabinal, está narrada por un periodista, quien ha dedicado gran parte de su vida como corresponsal de guerra. A modo de reportaje-novela, el personaje viaja desde Estados Unidos a Guatemala, de donde es originalmente, para entrevistar a sobrevivientes de una masacre de familias mayas. ¿Pero quién ejecuta esta violencia y para quién? El mismo ejército guatemalteco y autodefensas hacen el trabajo sucio para favorecer a una empresa hidroeléctrica para construir una represa. ¿Acaso esto no es también el pan de cada día en México, y actualmente en Chiapas, en especial del pueblo zoque?
Por un lado, pues, vemos al periodista que, al igual que el lector, se entromete en un espacio lleno de traumas y heridas aún no curadas. Muertes, desapariciones, torturas. A través del narrador viajamos a distintas partes del norte de Huehuetenango y Quiché, con descripciones precisas, subimos cerros, olemos puestos de comidas locales y sentimos el vértigo en las montañas.
Aparte de la voz del narrador que recuerda a Amandine, la mujer que dejó en California, mediante extractos de un artículo escuchamos a los afectados por la hidroeléctrica en Chixoy, la forma en que dicha empresa agrede el territorio y a sus habitantes mediante engaños y, al final, el uso de la fuerza armada. Voces múltiples, incluso algunas a punto de ser desaparecidas que, narrado con un lenguaje bien medido, frases cortas, sin sobrecargar en datos duros, es inevitable que el lector se le erice la piel, que el pulso de la sangre se le acelere, con ganas de salir huyendo de uno mismo, del monstruo que llamamos sistema, como al final el narrador sí lo hace.
En la segunda parte de la novela hay un cambio radical en el tono narrativo, además del enfoque. Esta vez ya no escuchamos a un hombre sino a una mujer llamada Natasha, quien trabaja en un proyecto desarrollista de abono orgánico con los reubicados de las familias mayas por la represa. Natasha cuenta la historia de Amandine, nacida también en Guatemala, con quien vivió su niñez siendo compañeras de escuela, junto a Marisela y Anabel. La narradora también conoce al periodista, y le toca leer el artículo en que trabaja. Y por medio de él se entera de Amandine, quien en realidad se llamaba María, la transformación que la amiga ha sufrido en California y su afición por la pintura, mediante la cual perece expresar un pasado no conocido.
Con Natasha, sin embargo, obtenemos una interpretación de lo ocurrido con la represa, en especial cuando retoma a Zygmunt Bauman para hablar de la destrucción de las viviendas como un efecto de proyectos modernistas, diluir lo sólido en líquido. «Licuar», dice el personaje. Y agrega que, «desde un punto de vista sociológico, la modernidad líquida, además, hace precarios los vínculos humanos y podría llegar a “licuar” incluso a las religiones». Esta intertextualidad cabe justo en el texto si vemos que el territorio antes habitado por las familias mayas se ha convertido en agua, pero ya no es el líquido que se bebe, que da vida a las plantas. Ahora es una sustancia que contamina el espacio, el cuerpo, y la tierra misma.
Mediante la narradora sabremos que el periodista se ha ido a la capital para quedarse en el apartamento de su madre, una mujer también divorciada. Aparte del desastre ocurrido con las familias mayas, como de la separación de sus amigas al irse al extranjero, con Natasha entramos en la vida de mujeres violadas por soldados y autodefensas, y que no todas encuentran la manera de superar, como cuestiona el personaje: «¿Quién decide un día cualquiera dejarte sin memorias?, ¿dejarte sin tus seres queridos, sin pasado, sin anécdotas, sin historias familiares que contar?». Como a la mayoría de sus amigas, Natasha tiene a sus hermanos desaparecidos. Lo que va uniendo a los personajes es que cada uno ha sufrido algún tipo de violencia, unos más y otros menos graves, pero cuando se habla de muertes y torturas ¿qué es más o qué es menos?
La tercera parte del libro retoma al periodista como narrador. Mediante este personaje conocemos a Feliciana, una poeta y curandera maya. A través de ritos y ceremonias, el periodista entabla una relación más íntima con la mujer. Pero lo crucial en esta parte es la muerte de una de las mujeres que el reportero conoce cuando hacía la investigación. El cuerpo mutilado, repartido en pedazos en diferentes puntos de la ciudad. Mientras recorremos las páginas de libro, las partes del cuerpo se van uniendo como un rompecabezas, aunque la cabeza es precisamente la que no aparece. ¿No es acaso este acto una señal de la destrucción misma de la sociedad, de la cultura, de la vida? Este acto brutal no nos es indiferente ya que en nuestro contexto también nos toca, nos sumerge en una realidad que cada día se vuelve una distopía. Un acto que desmorona la estructura de nuestra sociedad y de nuestro ser, acostumbrarnos a la violencia, volverla parte de la cultura.
Con lo anterior, la historia de la mujer mutilada, la cuarta parte de la novela cambia de foco narrativo con Anabel y, nuevamente, de tono en el lenguaje. Entramos a un nuevo mundo. Anabel es pintora, radicada en Guatemala y una de las amigas de Natasha, de Amandine y de Marisela, quien nos sumerge en una crítica mucho más profunda de la sociedad guatemalteca: sobre la mutilación de la memoria, de la sociedad y de la cultura. Pero ella tiene un problema en particular, padece de la vista: «Soy la que soy. […] Pude haber sido alguien mucho menos feliz por mi condición, cuando me cayó encima la piedra de mi enfermedad degenerativa afectando lo que más atesoraba para expresarme. Pero no dejé que se me perdieran los colores». Con Anabel nos enteramos de datos muy vagos del periodista, a quien conoce fugazmente por una de sus amigas. El periodista es un accidente que conecta a las cuatro mujeres, quien con su presencia removerá el pasado de cada una.
Con Anabel es quizá una parte del libro que se lee con mayor crudeza, pese a las constantes descripciones metafóricas que hace la narradora sobre el arte de pintar. Con ella sabremos de la cabeza desaparecida de Marisela, desfigurada. Pero ahora atacan a Feliciana, la poeta y curandera maya con quien estuvo el periodista. Pasamos así al tema del feminicidio. La violencia especialmente hacia la mujer. Y una sentencia que me parece brutal pero acertada que hace la narradora, califica la situación del país: «Una sociedad que no cuidaba y protegía a sus mujeres era a puro huevo una sociedad degenerada». Por ello Anabel, para ver lo que con sus propios ojos no puede vislumbrar, se desquita en la pintura. Desgarra con violencia la tela, mezcla los colores con tonos salvajes. La pintura como lenguaje para volver a la memoria desdibujada. Anabel visualiza lo que no ve a través de los cuadros, como en esta descripción: «Puse en el centro un cuerpo desangrándose en la playa, flotando sobre la arena, a su vez rodeada de mar, suspendida por encima del cuerpo una granada aún sin estallar». Con Anabel sabremos que el periodista se ha ido a Níger, en África, para un nuevo trabajo. El periodista, como conocemos mediante las narradoras, y por correos electrónicos que se intercambian, se ha ido degradando moral y físicamente, y termina en crisis limpiando piscinas con otro nombre.
De las dos últimas partes de la novela, basta mencionar que Amandine ocupa una para presentar con su propia voz quién es ella. Quién fue el periodista para ella. El sentido del arte de pintar un mundo roto. Personas que han salido huyendo de su país con heridas en la piel y en la memoria. El país que puede ser cualquiera de nuestra América Latina, convertida en una farsa.
Quizá sea Feliciana quien, al final, intenta buscar una salida a toda esta crisis social. Una indígena quien ha pasado por todos los niveles de violencia, y pese a que también ha salido de su país, es la que decide volver y enfrentar las consecuencias con una nueva fuerza, interpretando de otra manera el sentido del horror que violenta el cuerpo femenino. Con ella podemos conocer esa otra dimensión de la realidad, el cosmos del mundo maya. La descolonización del poder y del saber, retomando al brasileño Boaventura de Sousa Santos. O, como ha dicho el propio Arias en otros de sus trabajos, «modernidades alternativas que articulan ontologías indígenas diferentes de las occidentales». Feliciana decide no huir más para ignorar el desastre como muchos de los mismos personajes lo han hecho. Casarse con extranjeros para salir de su país, de su vida pasada. En cambio, la mujer maya usa el don que se la ha otorgado a través del sueño para convertirse en guía espiritual y defender de esa manera la esencia del sujeto, la verdadera sustancia del ser ante la aniquilación del cuerpo y del territorio.
Para cerrar mi comentario, con las características descritas El precio del consuelo es una novela con un logro estético extraordinario. Cada frase es un disparo. El ritmo equilibrado y ágil de la narración aligera la lectura, y uno no descansa sino hasta llegar a la última página con la sensación de que algo ha cambiado. Arias logra trastocar nuestra sensibilidad, removernos las entrañas para sacarnos de los medios sin contenidos que a diario nos instrumentalizan e intentan borrar de nuestra memoria lo que somos. Leer, parafraseando a uno de los personajes del libro, es un acto para volver a la memoria.
Por Mikel Ruiz.
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