Edgar Rosales | Política y sociedad / DEMOCRACIA VERTEBRAL
Si hay un pueblo rebelde y aguerrido en Centroamérica, ese es el pueblo nicaragüense. Y en Nicaragua, si una gente es rebelde y aguerrida, esta es la gente de Monimbó, un barrio indígena de Masaya, ubicado a unos 26 kilómetros de Managua y famoso por haberse convertido en el epicentro de la revuelta sandinista que derrocó a Somoza Debayle, en 1979.
Casi cuarenta años después, Daniel Ortega, el revolucionario que muchas veces luchó en Monimbó, ha vuelto al lugar donde era recibido como héroe, como un paisano más. La diferencia es que ahora vuelve convertido en un sátrapa prepotente. Así lo demostró el martes pasado, cuando ordenó atacar este barrio, actitud temeraria, sabiendo mejor que nadie que la resistencia de esta población es una referencia histórica de lucha.
En ese lugar fue donde Camilo Ortega Saavedra, el hermano menor de Daniel, cayó asesinado en 1978, durante un enfrentamiento con la tristemente recordada Guardia Nacional somocista. Fue una acción criminal orquestada como respuesta a un acto público organizado en Monimbó en repudio al asesinato del periodista Pedro Joaquín Chamorro. Ambas muertes, se dice, fueron determinantes para encender la chispa de la ofensiva final sandinista y que se prolongaría hasta el 19 de julio del año siguiente.
Es difícil que el dictador no recuerde esa valiente actitud de los monimboseños, un pueblo aguerrido que se lanzó a las calles a combatir con bombas de mecate y de contacto fabricadas con sus manos artesanales, con pistolitas de madera de un solo tiro o con morteros hechizos, detonados por candiles, porque pasaría algún tiempo antes de que el Frente Sandinista les proveyera de armamento formal.
En Guatemala y otros países, muchos supimos de Monimbó y su coraje gracias a las canciones de los Mejía Godoy. Por lo visto, el espíritu de lucha de los monimboseños va incrustado en su sangre desde siempre: “Los rubios conquistadores que vinieron de otras tierras/ supieron de tu bravura, de tu heroica resistencia,/ chocó la espada invasora con la macana de piedra/ y de esa chispa rebelde, Nicaragua despertó”, nos recuerda uno de los épicos himnos de la insurrección.
Pese a tales antecedentes, ese martes 17 de julio, justo en el 39 aniversario del Día de la Alegría, denominado así tras conocerse la dimisión de Somoza y que precedió en dos días al triunfo final del FSLN, a Ortega se le ocurrió enviar a más de dos mil hombres armados y encapuchados -señalados como paramilitares- acabando por colmar de lágrimas, dolor, sangre y muerte el suelo de Monimbó.
La trágica operación se prolongó por más de siete horas. Elementos leales al gobierno, presumiblemente fuerzas paramilitares, llegaron encapuchados y movilizados en camionetas de doble cabina al barrio indígena. Con el auxilio de tanques, fusiles AK-47 y Dragunov, lanzagranadas y otras armas ofensivas, lograron sofocar la resistencia.
Al día siguiente, mientras los féretros desfilaban rumbo al cementerio, las innumerables barricadas de adoquines, los cristales esparcidos por las calles y las consignas contra Ortega pintadas en las paredes, le daban a Monimbó la imagen de un pueblo tétrico y desolado. Sin embargo, Ortega tendrá que darse cuenta que tocó una de las fibras más sensibles del pueblo de Nicaragua y del mundo, y deberá prepararse para afrontar las consecuencias.
Y mientras el pueblo nicaragüense era sometido a un baño de sangre, entre el 15 y el 17 de julio, los partidos de izquierda latinoamericanos –incluidos URNG, Winaq y Convergencia de Guatemala– se reunían en el Foro de Sao Paulo celebrado en La Habana, para producir una terrible declaración en apoyo al criminal Ortega.
Resulta increíble que un encuentro convocado para denunciar una “ofensiva de la derecha con sus políticas neoliberales y el recrudecimiento de las posturas hegemónicas de Estados Unidos…”, como reza el encabezado de la Declaración, acuerde respaldar al Gobierno sandinista, precisamente uno de los principales aliados del neoliberalismo durante este siglo y, para colmo, un declarado violador de los derechos humanos.
Esa muestra inaceptable de desvinculación de la realidad imperante en el mundo actual, según lo manifiesta la izquierda latinoamericana por enésima vez, representa no solo una afrenta contra el pueblo nicaragüense y el verdadero socialismo; el que persigue y defiende los más altos ideales de paz y solidaridad. Se trata de una afrenta contra la humanidad.
Afortunadamente, el mundo ha reaccionado, incluso con más fuerza que cuando fue derrocada la dictadura somocista. Los organismos internacionales han activado todo tipo de alarmas y se aprestan a ejercer las presiones legítimas que en estos casos corresponden.
Es cierto, en Nicaragua no existe ahora una oposición armada organizada, pero hay algo mucho mejor que eso: la gallardía de un pueblo inspirado en el ejemplo de Monimbó, que no se va a detener hasta ver el derrumbe de la satrapía orteguista.
Por ello, no importa mayor cosa si nuestro aletargado Gobierno ha sido incapaz de emitir una condena. Nada importa, tampoco, si el Congreso ha sido incapaz de entender el momento político y por ello se resistió a emitir un punto resolutivo, aunque fuese para reiterar el conocido –y hasta ahora infructuoso– llamado al diálogo entre las partes.
Y no importa porque hay muchas más voluntades y de mayor peso, cuya atención sobre Nicaragua será total, de ahora en adelante.
Y por lo mismo, nunca como ahora fueron más valiosas las estrofas de Mejía Godoy: “América está mirando tu coraje y tu hidalguía./ Tu corazón de obsidiana aterró al a tiranía. Ni tanques ni batallones demolerán tu conciencia, tu milenaria presencia, mi querido Monimbó”.
Fotografía principal tomada de Euskal Irrati Telebista.
Edgar Rosales

Periodista retirado y escritor más o menos activo. Con estudios en Economía y en Gestión Pública. Sobreviviente de la etapa fundacional del socialismo democrático en Guatemala, aficionado a la polémica, la música, el buen vino y la obra de Hesse. Respetuoso de la diversidad ideológica pero convencido de que se puede coincidir en dos temas: combate a la pobreza y marginación de la oligarquía.
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