Vivir en la basuraleza

Leonardo Rossiello Ramírez | Política y sociedad / LA NUEVA MAR EN COCHE

Mi hija y un amigo imaginaron una sociedad creada (asistemáticamente) para hacerle la vida difícil a la gente. En ese lugar de la imaginación, los grifos marcados con rojo proporcionan agua casi helada; los azules, también, pero no siempre. Las líneas de flotación de los barcos a menudo están marcadas de modo que quedan sumergidas las de babor y muy altas las de estribor. En las instrucciones de los motores diseñados para gasolina puede leerse, en el 65 % de los casos, que no deben cargarse sino con dísel. En los dispensarios de salud a veces te inoculan ébola o lepra (porque las señales y etiquetas de los tubos de ensayo de los laboratorios no pocas veces están cambiadas) y el precio de las sandías es el de las berenjenas los martes, jueves y sábados.

Y así con casi todo. Las escaleras mecánicas, marcadas solo para subir, casi siempre descienden, y si suben, se detienen a mitad de camino, para que cuando trabajosamente -los escalones son de diferentes alturas- el usuario termine de subir los restantes por cuenta propia y esté por llegar a la cima, la escalera empieza a descender.

Los payasos cuentan historias tristes a los niños, cuando no son trágicas, y los horarios de trabajo se deciden por un algoritmo ignoto, de manera que un trabajador puede viajar una hora por carreteras absurdas hasta el lugar de trabajo solo para enterarse que justo entonces empieza un día libre. Todos ganan lo mismo, pero el precio de los servicios es gratuito o insignificante para algunos y mucho o muchísimo para la mayoría. Los juguetes para niños a veces sueltan pequeñas descargas eléctricas. Las computadoras pueden comprarse, en el 72 por ciento de los casos, programadas en swahili o en thailandés…

Un mundo así realmente lograría hacer la vida difícil a las personas. El rasgo de la asistematicidad, como por ejemplo que no siempre los grifos den agua casi helada (uno puede quemarse con un imprevisible chorro de agua hirviendo), haría que la desesperanza acechara a la vuelta de la esquina. En la realidad las cosas suceden de modo semejante, pero con una diferencia decisiva: en el mundo real, el de la basuraleza, hay un margen para la esperanza de mejoría: lo que hace la vida difícil a la gente es sistemático y omnipresente.

Y no hay modo de escapar. Incluso en las playas más limpias del Mediterráneo, esas que (vistas de lejos) son de arenas blancas y finas y el mar se presenta con tonalidades verde esmeralda, uno sigue estando en contacto con la basuraleza. Si resuelves alejarte del ruido urbano y descansar en una playa, comprobarás que entre las diez de la mañana y las seis de la tarde las arenas queman (porque la temperatura global sigue aumentando) y que están sucias. Desde luego, que también hay polución acústica: oirás indefectiblemente ruidos de aviones, de helicópteros, de vendedores ambulantes y de los llamados scooters o motos de agua.

Si optas por refrescarte, comprobarás que el agua está llena de mugre. La que no flota está constituida por microplásticos que tarde o temprano terminarán en los peces, muchos de los cuales serán pescados que vas a ingerir. Y por otros elementos que más vale no mencionar acá. La que flota se compone -principalmente- de trozos de bolsas de plástico de diferentes colores, y muchísimos transparentes, como para que sea difícil detectarlos. Puedes dedicar tu baño completo a recoger esos plásticos, pero en el agua del siguiente baño no notarás ningún cambio.

La mugre flotante se concentra en la franja nauseabunda de las playas más limpias: los cinco o diez metros donde rompen las olas, donde se baña lo más preciado que tenemos los humanos: nuestros niños. Y en las playas menos limpias, en los mares y en los océanos, uno nunca podrá evadir los plásticos, que a veces se juntan en islas flotantes, algunas tan extensas como países. Y no se hable de esos grandes plásticos flotantes con motor que arrojan a las costas europeas los seres humanos que algunos han llamado «basura negra» subsahariana. El propio Monte Everest, a siete y ocho kilómetros de altitud, está lleno de basura. Parece ser que todo el planeta es basuraleza. Hay basura humana en la atmósfera, en la estratósfera, en la Luna, y muy pronto en Marte y otros planetas…

Pero tengamos ánimo. Mientras el planeta no colapse, hay esperanzas de que no colapse. La sistematicidad de los datos de la realidad es la mejor razón para tener esperanzas. No es seguro que este año se logre batir el récord anterior (el del año pasado, desde luego) de emisión de gases de efecto invernadero. No es seguro que el deshielo en el Ártico, que ahora alcanzó su nivel más alto, continúe. Porque fue justamente el año pasado que el POTUS anunció que la economía que más energía consume, la suya, se retiraba del nefasto acuerdo de París sobre el clima. Que 190 países lo hayan firmado no es un argumento válido para retirarse del mismo: todos pueden estar equivocados.

Tampoco es convincente el hecho de que la Agencia Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) y la Sociedad Estadounidense de Meteorología hayan publicado un informe donde alertan sobre la anormalidad de las altas temperaturas, la frecuencia y violencia de las tormentas y el deshielo. Que el lugar más caliente del mundo, el Parque del Valle de la Muerte, en los EE. UU., haya batido un nuevo récord de temperatura (el anterior, de 2012, era de 56.7 grados celsius), tampoco. De hecho, en el cráter de cualquier volcán activo hay muchos más grados que en ese famoso valle. Es imposible saber cuál es, en determinado momento, el lugar más caliente del mundo.

Cómo fastidian los sabios. Que récord aquí, que récord allá: el caso es que el año pasado pertenece, según la opinión de la mayoría de los observadores, al pasado. De acuerdo con los filósofos, no existe. Y el futuro tampoco existe, solo existe el presente. Por eso, que el informe ponga que la concentración de óxido nitroso, metano y dióxido de carbono, los más nocivos que hay para el efecto invernadero, sea «la más alta en el registro de medición moderna de la atmósfera», y que «el calor anormal de las temperaturas del aire ártico de hoy y de la superficie del mar no se habían observado en los últimos 2 000 años», carece de importancia.

No doy mucho por eso de que el 1 de agosto de este año de 2018 el planeta llegó a su overshoot day, o «día del exceso». Es decir, el día en que empezaríamos a consumir por encima de los recursos existentes. «El planeta»: no hay tal. Hay países, y dentro de los países, gente. Es cierto que Qatar alcanzó su día del exceso el 9 de febrero y los EE. UU. el 15 de marzo, pero por otra parte hay países que lo van a alcanzar mucho más tarde. Vietnam, por ejemplo, solo lo hará el 21 de diciembre. Eso compensa.

Lo único por lo que que merece la pena preocuparse es que la superficie de los glaciares de todo el mundo se haya reducido por trigésimo octavo año consecutivo. Eso sí que es un problema para algunos del Primer Mundo. ¡Si seguimos así no van a tener buenos lugares para ir a esquiar en las vacaciones de invierno!

¿Qué hacer, entonces? Lo mejor es no hacer nada. Lo mejor es no confiar en la supuesta relación entre basuraleza y emisión de gases. Lo mejor es tener confianza en la biocapacidad, es decir, en la capacidad de la biósfera de autoregenerarse.

Me tranquiliza que mis nietos, si no sucumben a las tentanciones del lucro, dicen estar interesados por las Ciencias Basurales. Incluso quizá sigan la carrera de Tecnología de la Basuraleza. Ahí hay un gran potencial de desarrollo.


Leonardo Rossiello Ramírez

Nací en Montevideo, Uruguay en 1953. Soy escritor y he sido académico en Suecia, país en el que resido desde 1978.

La nueva mar en coche

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