-Camilo García Giraldo / REFLEXIONES–
Como se sabe, Hegel sostuvo en su Estética que el arte moderno ha ”muerto” porque ya no sirve para exponer y conocer el espíritu, para representar la verdad de su ser, que existe y se mueve en el tiempo de la historia tal como lo hizo en el pasado, en especial en la antiguedad griega. En los tiempos modernos, el arte ha perdido esta función que lo caracterizó plenamente en ese período de la historia; es ahora la filosofía, su propia filosofía, la que ha asumido esta labor esencial porque a diferencia del arte o de la religión dispone en su seno de los recursos más apropiados para conocer verdaderamente el espíritu, los conceptos. Dice: ”El pensamiento y la reflexión ha sobrepasado a las bellas artes (…). Los bellos días del arte griego, lo mismo que del medioevo tardío han pasado”. Esto no significa que para él el arte haya desaparecido en la modernidad; siguen sin lugar a dudas creándose infinidad de obras de arte, que ya no tienen, sin embargo, la posibilidad suprema de exponer y mostrar la verdad del espíritu.
Esta concepción de Hegel perdió validez desde el momento en que se puso en entredicho, con buenas razones, la existencia de ese espíritu independiente, impersonal y absoluto que marcha inexorable en el tiempo de la historia manifestándose en diferentes formas y fenómenos, dándole forma y figura a esa historia. Al ser una realidad inexistente, el arte o la filosofía no tienen la posibilidad de conocerla, de convertirla en un objeto de su conocimiento. Sin embargo, esa idea tiene un núcleo racional que es necesario rescatar: la de que toda obra de arte valiosa lo es porque es ”verdadera”, o mejor, porque aparenta serlo, así no lo sea. Una verdadera obra de arte es la que aparente ser ”verdadera” sin necesariamente serla. Esto significa que la obra de arte más que verdadera tiene que ser verosímil, tiene que contener una imagen de algo que parezca real y verdadero, así no lo sea, a quienes la contemplan, la escuchan o la leen. Y cuando esto ocurre, la obra adquiere la cualidad que mejor la define y expresa, la de la belleza: la bella apariencia. Pues una obra de arte hoy en los tiempos modernos es bella no porque responda a los cánones clásicos de composición equilibrada y armónica sino porque hace sentir y creer a todos los que toman contacto con ella que su contenido es verdadero, porque forja en ellos una falsa y poderosa ilusión de verdad. De tal manera que una obra de arte nos parece bella porque nos parece o aparece como si fuera verdadera.
Por esa razón conocer la verdad con formas sensibles no es ya una tarea del arte, así pensadores como Adorno, siguiendo en este punto los pasos de Hegel, ha tratado de demostrarlo en su prolija y extensa obra Teoría estética. En efecto, Adorno pensó que el arte moderno, en especial las vanguardias artísticas de comienzos del siglo pasado en las que centró su atención analítica, tienen la función esencial de mostrar la verdad de algo en el mundo. Pero es una verdad que estas obras no logran por el hecho de representar o reflejar ese algo del mundo como ocurrió en el pasado histórico, en la tradición, sino porque la forma que tienen es adecuada o apropiada al contenido -tema o motivo- que encierran. Para él una obra formalmente bien lograda es una obra verdadera; cuando una obra de arte está bien hecha adquiere para él el valor de la verdad; y al serlo, pone en evidencia algo esencial del mundo que aún no se habia conocido por los hombres.
Pero ¿quién juzga o decide que una obra de arte está bien lograda? En principio todos lo pueden hacer, tanto el artista que la creó como el público que la contempla, la escucha o la lee. Sin embargo, es el crítico especialista el que mejor puede, con razones y argumentos, responder a esta cuestión esencial. En caso de que la respuesta que dé sea afirmativa sustentándola con razones confirmará su valor de verdadera; y al contrario, si es negativa, no tendrá ese valor de verdad, y por lo tanto, no será una verdadera obra de arte. Por eso una verdadera obra de arte se constituye en definitiva en virtud de los comentarios e intepretaciones críticas que se hacen de ella. Son estas las que sostiene ese valor de arte porque son las encargadas de mostrar o poner en evidencia la verdad que contiene. Dice Adorno: ”Pero si primero las obras terminadas se convierten en lo que son, entonces están remitidas a su vez a formas en las que aquel proceso cristaliza: interpretación, comentario, crítica (…). Son el escenario propio del movimiento histórico de las obras en sí, y por lo tanto formas con derecho propio”.
Sin embargo, podemos decir, en desacuerdo con Adorno, que el hecho que una obra está bien lograda no le da el valor o la calidad de verdadera. Es indudable que una forma que logre expresar o poner juego bien y acertadamente el tema o el motivo que la constituye adquiere esplendor, intensidad y profundidad, proporcionándole valor y calidad, pero no el de la verdad sino el de la belleza. Una obra de arte formalmente bien lograda es una obra bella independientemente del tema o motivo que trate. Esta es una condición formal e imprescindible de la belleza de toda obra de arte que, sin embargo, Adorno confunde erróneamente con la verdad.
Por eso la belleza sigue siendo en los tiempos modernos el valor supremo del arte, a pesar del relativo descrédito a que ha sido sometido por algunos artistas, críticos y pensadores. Pero por supuesto no de la belleza concebida por los antiguos griegos que surge del equilibro armónico de todas las partes y elementos de una obra de arte, sino de la que brota siempre luminosa del hecho de estar bien lograda, de mostrar en formas acertada y adecuadamente escogidas y elaboradas por el artista un motivo o tema determinado.
Camilo García Giraldo

Estudió Filosofía en la Universidad Nacional de Bogotá en Colombia. Fue profesor universitario en varias universidades de Bogotá. En Suecia ha trabajado en varios proyectos de investigación sobre cultura latinoamericana en la Universidad de Estocolmo. Además ha sido profesor de de Literatura y Español en la Universidad Popular. Ha sido asesor del Instituto Sueco de Cooperación Internacional (SIDA) en asuntos colombianos. Es colaborador habitual de varias revistas culturales y académicas colombianas y españolas, y de las páginas culturales de varios periódicos colombianos. Ha escrito 7 libros de ensayos y reflexiones sobre temas filosóficos y culturales y sobre ética y religión. Es miembros de la Asociación de Escritores Suecos.
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