Una noche en la ópera: reseña de Bohemian Rhapsody

Matheus Kar | Arte/cultura / BARTLEBY Y COMPAÑÍA

Si Marty McFly viajara en su DeLorean de nuevo al 2018, se sorprendería al ver que las películas (o filmes, para los esnobs) no son promocionados con hologramas interactivos. No hay, entonces, tiburones gigantes para promocionar Jaws. Ni siquiera existiría Jaws 19. Por lo que, al momento de promocionar Bohemian Rhapsody, no habrá Freddies Mercurys flotantes en el lobby de los cines, no habrá bigotes y coronas yendo de un lado a otro mientras se escucha la versión acelerada de We will rock you. No, las formas de promoción de hoy consisten en publicar los millones de dólares recaudados en taquillas. Pareciera que el número se ha sobrepuesto a la letra. Que el número ha ganado. Pero ¿qué es, exactamente, lo que los números ganan? ¿Más números?

Hacer una película, hacer arte, escribir en clave cinematográfica (para ser precisos) no debería consistir en multiplicar cifras, sino, y eso es para lo que el arte existe, para emocionarnos. En pocas palabras, descuantificar la realidad. Una época asfixiada por los dígitos no deja espacio a los sentimientos. Es el arte quien, bíblicamente, con cayado en mano, abre ese mar numérico para que la humanidad transite a salvo hacia la otra orilla. Hacia su propia humanidad.

Brian Singer, el director, está lejos de lo que pudo haber sido la biopic definitiva de Freddie Mercury. Esta, claro está, no es una película de superhéroes, que le salen muy bien al director norteamericano. Se abusa demasiado del desconocimiento musical del espectador. Por ejemplo, la cronología discográfica no coincide con la biografía. El desfase a veces es enorme, como cuando en un supuesto concierto de 1974 interpretan canciones del álbum Jazz, compuesto en 1979. También sucede con la vestimenta y los cambios de look de Mercury. También se obvian o se dejan pasar por alto encuentros fundamentales, como el que sostuvo la banda con David Bowie o el enfrentamiento entre Sid Vicious y Mercury. Un episodio importante, a mi manera de ver, es la estafa que sufre la banda a manos de su primer representante, la fragilidad económica por la que pasaron como consecuencia. Incluso, en ese tiempo, Roger Taylor tenía prohibido «golpear con fuerza» las baquetas porque no había dinero para comprar unas nuevas. A pesar de las ventas de sus primeros álbumes, no veían ni un solo billete. ¡El representante se lo estaba llevando todo! Supongo que Brian Singer no cree que sea políticamente correcto hablar de estos gajes a las grandes audiencias. Es un poco molesto, siendo sinceros. Espero que las audiencias que desconocen la vida de Freddie puedan acercarse a otros registros, como el documental Days of our lives, que, a mi criterio, es bastante completo y fiable. No intenta, como en la cinta, moralizar la vida de Freddie.

Claro que no todo es maldad e ignominia. Me parece una película justa. Rami Malek ofrece una actuación calcada y precisa, sincronizada con las excentricidades del original. Transmite esa jocosa y atractiva sorna al público. Tan así que la audiencia, por momentos, se olvida de que está encerrado con otros en la sala y se lanza a corear las canciones. La fotografía, claro, es nítida y elocuente. El punto de hacer un blockbuster, como es el caso, no es simular profundidad, eso hay que dejárselo a Scorsese o Ridley Scott.

Como alpinista del cine, la cumbre más alta que encontré es la escena donde Freddie y Mary rompen su «matrimonio». En la vida real no creo que haya sucedido de esa manera. Es más, hasta pudo ser más liviano el rompimiento. Pero la secuencia y el diálogo de la escena son geniales. Cuando Freddie, muy conmovido, le dice que en Brasil corearon Love of my life, que un país lusohablante se ha tomado la molestia de aprender la canción que él compuso para ella y que cuando la cantan es como si se la estuvieran cantando a ella, es poesía pura.

Por otro lado, cuando Mercury le entrega el sencillo de Bohemian Rhapsody al DJ Kenny Everett dentro de la cabina de radio es conmovedor. Lo es porque Mary Austin es testigo de cómo Mercury flirtea con el DJ para que programe la mítica canción. Ella los observa desde fuera de la cabina, incapaz de escuchar lo que hablan, pero intuyendo que su hombre no es precisamente quien cree. Luego, la canción es reproducida, Mercury y Everett son risas y guiños. El volumen sube y la imagen de Mary Austin oscurece, mostrando un cuadro opaco y conmovedor. Se puede percibir el alejamiento paulatino entre la pareja, no solo sentimental sino también profesionalmente. La cinta es un carrusel musical a veces; otras, una montaña rusa llena de bipolaridades. Ah, y también hay gatos, muchos gatos.

¿Hay que verla? Sí. Pero hay que dejar la rigidez emocional en el parqueo del cine o aventarla por la calle antes de llegar. Posiblemente, McFly viaje al 2018 solo para verla.

¡Larga vida a la Reina!


Fotografía tomada de Pinterest.

Matheus Kar

(Guatemala, 1994). Promotor de la democracia y la memoria histórica. Estudió la Licenciatura en Psicología en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Entre los reconocimientos que ha recibido destacan el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía «Canto de Golondrinas» 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), el Premio Editorial Universitaria «Manuel José Arce» (2016), el Premio Nacional de Poesía “Luz Méndez de la Vega” y Accésit del Premio Ipso Facto 2017. Su trabajo se dispersa en antologías, revistas, fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (Editorial Universitaria, 2016).

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