-Mario Alberto Carrera / DIARIOS DE ALBERTORIO–
(A la busca de una identidad nacional)
Nadie sabe quiénes somos. Qué identidad es la nuestra. ¿Somos indios o ladinos o una nueva marca agringada y digitalizada? Estamos, eso sí, navegando en una balsa inmensa y fracturada, llamada territorio guatemalteco –sin criterios claros de nación, de pueblo (o pueblos) de lugar de pertenencia, de lenguas o idiomas compartidos, de tradiciones y costumbres– mal articuladas en un organismo común y globalmente desarmonizado.
Inmersos en una gran penumbra de mediocre ignorancia altanera. Demagógica y políticamente administrada por partidos-tenderetes. Cada grupo medio amorfo, alimentado de avidez, jala por su lado y maniobra para ver si logra medrar en el Estado y en el erario y mejorar un poco –desesperados– dentro de la gran crisis económica de los países tercermundistas: hambre-mundistas. Gravísima es nuestra situación. Guatemala enrostrada a otros países de este continente ¡y de Centroamérica!, ofrece un espectro tan desolador y caótico, casi como el que presentaba antes de la llamada manera de producción conocida como “reducción de indios”, consolidada a mediados del siglo XVI, que liberó a los nativos de la esclavitud y los convirtió –al ritmo de la caída de la Baja Edad Media europea y sus medios de producción pre renacentistas– en siervos de la gleba, por el eficaz trabajo de la orden dominica y de tres o cuatro de sus grandes predicadores: Las Casas, Vico, Remesal y, más tarde, Ximénez y otros. Conviene decir que el esclavo no contribuye, mientras que el siervo-indígena sí que pagaba impuestos, a la Corona y a la Santa Sede…
Guatemala es, con Haití (qué oprobio para nosotros que fuimos la altiva y arrogante capitanía del reino), el país que presenta la mayor debacle racista, racial, clasista, lingüística y socioeconómica del continente, en el antiguo marco de una guerra civil (victoriosa para el Ejército y la alta burguesía) cuya «paz» se firmó pero sin el planteamiento serio de soluciones proyectos y programas rigurosamente legislados para poderse realizar; y para poder así emerger del frenesí en que nos encontramos. Y acceder –si aquella firma de la paz hubiera sido honesta y de equidad– a una sociedad moderna capitalista (como la que quiso Arbenz) que nos permitiera abandonar los modos de producción semifeudales que arriba describo. ¿Quiénes somos los guatemaltecos en este vértigo que nos cambia de máscara mortuoria en cada vuelta de la rueda de caballitos y de burritos de los imbéciles que dicen dirigirnos, pero que solo nos explotan?
Ante este río atormentado muchos vemos la posibilidad, ahora en 2017, de una guerra étnica o cuando menos de un nuevo estallido social. Una revolución de los vencidos, de los oprimidos de Los condenados de la Tierra, ya no de corte marxista-comunista, realizada por la pequeña burguesía guerrillera de los 60-80, sino por los actores principales del drama: los indígenas y mestizos de la llamada clase baja y lumpen proletariat.
Y en un entre paréntesis (un poco audaz) yo me pregunto si la lucha de clases ¡hoy mismo!, toma la modalidad de maras (18), gavillas, pandillas y crimen organizado. Y de sicarios que, de nuevo, no tienen más que sus cadenas de miseria que perder y que entregan la vida como cualquier bazofia porque en Guatemala la vida no vale nada, como en el camino de Guanajuato. Supurante revolución sería esa por la que me pegunto.
Sin embargo, hay que reconocer que hoy, en 2017, hay un nacer o un renacimiento de la conciencia indígena en el altiplano. Y de lo mismo –y más fuerte y vigorosa– en las zonas cálidas y costeñas. ¡Allí más!, porque hay menos analfabetismo. Pero tal crecimiento «consciencial» es desordenado, resentido, segregado y grupero. Mayero-mayista, a ultranza, en el altiplano, donde además, hay un pensamiento excesivamente romántico por raíces mayas inexistentes. Y mucho más toltecas. En un 90 % cuando menos. Esto ya lo he explicado en otras entregas de esta misma temática aquí en gAZeta.
Mas el espectro que presentamos ahora mismo, en cuanto a identidad, se sincretiza –por todo lo que he dicho arriba– en un ultra barroco (cuasi gótico-flamígero) indescifrable. Por el ingreso viral (entre grupos tanto indígenas como mestizos) de la computación, de los celulares con internet y de las imbecilizadoras redes sociales: nido de mediocridad y de masas que se creen sabias. La ignorancia es atrevida y presumida. Ya lo decía Gracián: «el primer paso de la ignorancia es presumir de saber». Y ello es peste en las redes. He matizado esto de otra manera, en otra entrega, apoyado en Ortega y Gasset y su La rebelión de las masas.
Pero acerquémonos un poco más al tema del encuentro con nuestra identidad, buscando otras definiciones que ofrecen ricas alternativas, para comentarlas más adelante.
Según Severo Martínez, en su comentado opúsculo Racismo y análisis histórico en la definición del indio guatemalteco (del IIES, de la USAC) «(…) el indio (sic.) dejará de ser tal en el momento en el que el modelo socio económico del indígena como casi siervo de la gleba –y del patrón medio encomendero– llegue a su fin. Ese marco fue más válido, naturalmente, desde la mitad del siglo XVI a 1944». En la definición de Martínez, el peso del perfil recae en lo económico. El indio es tal no por color, ni estatura, apellido, por ser «maya» o por las lenguas que usa, sino por el sitio que ocupa en la estructura de la economía nacional. Si lograra salir de ese vasallaje, dejaría de ser «indio», según el autor de la leída La patria del criollo. A ver qué dicen de esto los de la Academia de Lenguas Mayas…
Según Carlos Guzmán Bockler el ladino no existe, porque no se le puede definir. ¿Es amorfo?, me pregunto yo, entonces. Pero el malogrado y genial Joaquín Noval, en su Resumen etnográfico de Guatemala, en cambio sí lo perfila al decir que: «Es todo habitante que nunca ha vivido, o ya no vive, dentro de la cultura indígena». La cosa se complica más a escala de la terminología porque hoy (usando las voces que emplean los sociólogos) los naturales, como los llama Cortés y a veces Alvarado en sus Cartas de relación al emperador de las Indias, ya no quieren ser ni indígenas, ni indios, ni nativos ni aborígenes. ¡Sino mayas!, ¡sea por Gucumatz, Quetzalcóatl o Cuculcán!
En la próxima entrega de este estudio –en progreso o en desarrollo– les comentaré las definiciones –de arriba– de Severo, de Guzmán y de Novales.
Mario Alberto Carrera

Director de la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. Columnista de varios medios durante más de veinticinco años. Exdirector del Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades de la USAC y exembajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Premio Nacional de Literatura 1999.
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