Una canción para Anika

Enrique Castellanos | Política y sociedad / ENTRE LETRAS

Salimos muy temprano de la ciudad de Utrecht ubicada al centro de Holanda. Muchas luces en la autopista, un poco de niebla y ansias por el viaje. Íbamos fascinados por el medioevo que se respira en esa ciudad. Maravillados por las ciclovías, el canal circular y sus puentecitos de piedra. Ver veredas para bicicletas con un orden exacto, semáforos y señalización nos parecía como un inmenso parque de juegos.

Habíamos participado en un festival de música en solidaridad con los pueblos del Tercer Mundo al que llegaron grupos provenientes de África, el Caribe y América Latina. Ese encuentro, realizado en la Universidad de Utrecht, significó para nosotros una especie de expansión de contextos a través de la música, la cultura o la historia detrás de cada persona, cada artista. Más allá de la ideología transmitida por los distintos grupos, había razones más humanas para sentir y vibrar con las letras, la poesía, las armonías y la estética en general. Conocimos ahí, nuevos géneros de música y ratificamos gustos y simpatías sobre otros. El funk, la música celta, el punk, el flamenco, el new age, el lounge, ensambles de jazz-blues. Otros menos conocidos como la trova y música afrocaribeña. De los centroamericanos había cierto estereotipo que nos colocaba como música del exilio, canción política, social, folklórica o canción de protesta. Después del festival, quedaba claro que en el mundo había demasiados problemas que tenían que ver con el armamentismo, deuda externa, concentración de capitales y con un neoliberalismo económico que se acentuaba por regiones. También, que las juventudes podían responder con solidaridad.

Ya en territorio de Alemania, después de Hamburgo pasamos a un lugar de descanso en el camino, a la altura de Lübeck. Nuestro destino era el puerto de Travemünde donde abordaríamos un fly-boat rumbo a Copenhague. Ese enero frío estaríamos en Dinamarca en algunas universidades y centros obreros.

En Guatemala se libraban batallas de todo tipo. Se había generalizado la represión y era recurrente soltar rabia por aquellos días cuando nos alcanzaban noticias de personas queridas que habían desaparecido, secuestrado o asesinado.

En el camino, me fui acomodando recuerdos y almacenando instantes. Me fui pensando en la vida colectiva del grupo y el tiempo que llevábamos juntos en esa tarea de buscar solidaridad. No había palabras escondidas y de una y mil maneras siempre sabíamos lo que cada quien pensaba y sin pretender ser invasivos, llegaban por adelantado palabras justas para momentos precisos.

Los días significaban pequeñas batallas contra el silencio, contra el olvido, contra la distancia, contra las palabras no escuchadas, contra la memoria de las calles y los rincones de patria, contra la hora del café de las tardes; contra el destierro que llora, contra el instante exacto de cruzar la frontera. Cada uno llevaba su casa en el pecho, su país al hombro, su tiempo en la espalda, su historia, su raíz en las manos. Un cúmulo de saudades que a veces era insoportable y que muchas veces solo la música nos ayudó a disminuir. Descubrimos que abriendo y avivando los ojos a lo nuevo era una manera eficaz de sorprendernos entre todos y quizá una forma de canalizar apegos y soledades. En última instancia asumíamos una especie de cruzada por la esperanza. La nostalgia daba media vuelta y se iba.

Por la tarde arribamos al puerto de Travemünde en la bahía de Lübeck. Por primera vez vimos el mar Báltico. Travemünde, un complejo costero repleto de transbordadores, ferris, cruceros y barcos de gran calado. El fly-boat que nos llevaría a Copenhague era como una lancha camaronera, descubierta, descapotable, con asientos impermeables y cinturones de seguridad, recuesta brazos y espacio para colocar bebidas como que fuera una sala de cine. Cuando aceleró casi se despega de la superficie del mar, se desplazaba casi volando. Ese viaje fue ¡realmente rápido!

Cerca de las cinco de la tarde arribamos a Copenhague. Había oscurecido y llovía levemente. Allí conocimos a otro grupo de personas que desbordaba solidaridad y juntos continuamos viaje hacia Hillerod, una pequeña ciudad a treinta kilómetros al norte de Copenhague. A finales de enero la nieve ya había aparecido en Hillerod. Para nosotros hacía un frío terrible, aunque el medidor solo marcaba 2 grados bajo cero. En la cena de esa noche conocimos a Anders, el ingeniero de sonido para el concierto del día siguiente.

Hillerod, ubicado en una región que había tenido tradición agrícola, era ahora un epicentro de tecnificación en informática digital. En las calles de la ciudad se percibía un sector de trabajadores muy productivo, aunque nos dijeron que trabajaban pocas horas y devengaban mucho por la naturaleza del trabajo. No había duda que un buen sistema educativo lanza a sus ciudadanos a alcanzar metas más allá de sus particulares condiciones para lograrlas. Eran los tiempos tempranos de la era del microchip, no se había globalizado el uso de celulares ni computadoras personales y la gente aún se permitía largas charlas.

El teatro municipal de Hillerod era una sala en forma de herradura, sin palcos. Impresionantes vitrales al fondo y altas paredes con espacios para guardar sonido, con escenario giratorio. Con aforo de unas seiscientas personas en confortables butacas. Iluminación ambiental, vestíbulos, gradas desmontables, salitas de descanso. Todo lo que a cualquier persona le gustaría tener para expresar su arte.

Finalmente la prueba de sonido fue espectacular. La relación sonido interno y externo por primera vez se sintió balanceada, escuchábamos el desliz sobre las cuerdas sin que afectara la sonoridad exterior. Quizá no habíamos tenido antes el tratamiento y cuidado de cada sonido, de cada instrumento como lo hizo Anders. Me fui del teatro esperando que la noche llegara pronto para el concierto.

Retornamos al teatro unas horas después y entramos por la calle de atrás. Cuando llegó el momento de salir nos avisaron que no había nadie, literalmente nadie. No había público. La sala estaba vacía. En esas latitudes se suele ser puntual y ya habían pasado quince minutos. Con mucha pena los organizadores, compañeros de la solidaridad en Dinamarca, nos hablaron como quien tiene qué decir lo más importante de su vida. En medio del ceremonial dijeron que no entendían porqué no había público. Molestia y frustración podía verse en sus rostros.

En medio del silencio y como que fuera el acto más ensayado nos dirigimos al escenario y simplemente tocamos. Como muchas noches, fueron sucediendo canciones y canciones. Dadas las condiciones, la sala solo fue iluminada en la parte de adelante. Siete personas ordenadamente sentadas frente a nosotros.

Terminado el programa se encendieron todas las luces y pudimos ver entonces, que en la parte de atrás había una pareja con una niña sentada en medio de ellos. No los vimos entrar pero parecía que habían estado allí todo el tiempo. Nos acercamos mutuamente. Era una pareja de daneses que no vivían en Hillerod solo habían llegado para escuchar «la música de Guatemala» según dijeron. Emma, con acento tipo gringo pero con palabras guatemaltecas agradeció la música e inmediatamente nos presentó a Alfred y Anika, la niña que los acompañaba de unos ocho o nueve años. De entrada nos dijo que Anika era guatemalteca de nacimiento y ellos habían querido llevarla para conocer un poco más de Guatemala. De gran sonrisa, Anika cautivaba con sus mejillas rosadas y sus ojos almendrados que se veían semicerrados cuando sonreía.

Esa noche, en casa de Rafa, el único chileno que vivía en Hillerod, las charlas continuaron hasta la madrugada. Nos enteramos ahí, que a los padres de Anika los habían llegado a traer una noche de junio a su casa de Todos Santos, Huehuetenango. Se los llevaron en medio de una noche lluviosa y nunca más se supo de ellos. Anika, de meses, se salvó porque los perpetradores no la vieron durmiendo entre mazorcas. Esa madrugada con el alma entre nubes de Cuchumatanes, Miguelito, nuestro primera guitarra, agarró su vieja Gibson y comenzó a hilvanar unas notas en un mi menor suave en forma de bossa nova. Danilo, nuestra primera voz, recordó un poema que hablaba de la eterna primavera en Guatemala. Fito, deslizó sus dedos de poeta en el bajo acústico, al tiempo que Tito, lápiz en mano, comenzaba a cifrar acordes y pautar notas. Me sumé al ensamble y fue surgiendo por primera vez el estribillo… florecerás Guatemala….florecerás Guatemaaaaaaaaala…
Cada gota de sangre, cada lágrima…


Enrique Castellanos

Educador popular, promotor del desarrollo. Voluntario de cambios estructurales y utopias.

Entre letras

12 Commentarios

Arturo Ponce 17/04/2018

Emotivo

Tito Medina 06/04/2018

Gracias por compartir este retazo de memoria… por tejer y entretejer mediante la narrativa, la evocación, los sueños. la metáfora y la resilencia…
Gracias por utilizar la pluma y la comunicación digital para ir retomando elementos importantes de nuestra memoria histórica, la utopía del canto mantiene presente los momentos de Kin-Lalat, ahora dispersos en el recuerdo, el olvido, pero seguirán siendo parte de la memoria colectiva de quienes participaron tanto en la creación, como en la ejecución o en la recepción de la esperanza hecha «sonido que agrada», lalat, lalatiq’ como nos dijera la Rigo mientras iniciábamos nuestros arreglos ese momento preciso de la historia chapina.
Gracias por tus lindos y profundos escritos.

Rodrigo Pérez Nieves 22/03/2018

Sublime¡¡¡

Carlos Castro 19/03/2018

Mi querido hermano Mauricio muchas gracias por compartir esas vivencias de exilio, lucha y esperanza; que bueno que sigas escribiendo esas experiencias delascuales ya somos pocos los que nos acordamos y que siguen indeleblesen nuestras almas. Me hicistes retroceder casi cuarenta años enel tiempo, ala casita de Nicaragua en la antigua carretera a León en donde se terminó de consolidar el sonido particular e Kin Lalat y como que si estuvieramos compartiendo un traguito de Flor de Caña entre canción y canción otra vez volvi a abrazar a amigos tan queridos como Miguelito Sisay, Danilo «Medicolito» Cardona, a Tito «Rene» Medina, a Rodolfo «fito» García, a Enrique «Mauricio» Castellanos y al querido Comandante Abel»El Chucho». Un gran abrazo mi querido Quique y por favor seguinos deleitando con tus recuerdos que nos transportana aquella época de caos y esperanza de los años de nuestra primera juventud. Un abrazo fraterno desde la distancia. Tu amigo Carlos Castro Furlán HLVS «Cebolla»

Marina Gómez 17/03/2018

Una genialidad este relato…sobre todo para quienes hemos escuchado y cantado la canción con toda la esperanza de que siempre florece a pesar de tanto!!

    enrique 18/03/2018

    Mary, te agradezco esos bellos comentarios

Danilo 17/03/2018

Tremenda vivencia, memoria elefantesca detalles y contexto expresados que ubican el compromiso, la consecuencia, la participación directa de voces y vidas para ir tocando voluntades. Todo… Hermosamente escrito y descrito

    enrique 18/03/2018

    Si mi hermano Danilo, tantas historias para compartir y que no se pierda el hilo conductor de la esperanza

Fabiola 17/03/2018

Felicitaciones , y gracias x hacernos participes de tus vivencias , un abrazo.

    enrique 18/03/2018

    Gracias a ti Fabiola, por acercarte a estas letras…

Doriss selina 17/03/2018

…cada sollozo apagado por las balas..
Experiencias vividas que impresionan a cualquier lector pero más aún a quienes tenemos el privilegio de estar cerca y admirar a personas como usted Luis Enrique, sin dejar al margen esa tan valuable inspiración de la que surge esa interpretación…sencillamente fabulosa y digna de aplausos.

    enrique 18/03/2018

    Gracias a ti Doriscel por acercarte a este proyecto de arte, cultura y política realista

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