Un refugio llamado Filgua

Carlos Juárez | Política y sociedad / CLANDESTINO Y ARTESANAL

La Feria Internacional del Libro en Guatemala –Filgua– ha llegado a su fin después de 10 días plagados de lectura, cultura y diálogo.

Cada año, este evento se convierte en un momento importante para los sedientos de emociones literarias. Sobre todo porque es uno de los espacios mejor posicionado en torno a las letras.

Para los que han tenido la oportunidad de visitarla ha sido una emoción grande; encontrar propuestas literarias variadas siempre es enriquecedor para los que buscan alimentar el espíritu, que es lo que son los libros para la vida de cualquier lector.

Pienso en los miles de niños que visitaron el lugar y es inevitable entusiasmarse. La literatura infantil es, por cierto, una herramienta poderosa para sembrar cambio en las niñas y niños que mañana decidirán el destino de Guatemala.

Es así que Filgua se convierte en un refugio de lo cotidiano, de la ausencia de eventos grandes que impulsen la poesía y el arte, es sin dudas un respiro a todo lo negativo que pasa en el país.

Y no solo eso, también es un momento para regresar a lo básico. Para descansar del bombardeo digital y sumirse en los olores que emanan de la tinta y el papel, un descanso de la preocupación y el estrés que generan el día a día de muchos guatemaltecos.

¡Ojalá estos espacios estuvieran al alcance de todas y todos!

Pienso en los costos que tienen para los organizadores y también los admiro, es muy valiente el atrevimiento de los que creen en la necesidad de promover la lectura en una sociedad como la guatemalteca.

Es un momento importante también para esos soñadores llamados escritores, esos que viven con la marca de que no se puede vivir de las letras, pero que aun así eligen el lado incómodo, el de producir con sus palabras emociones variadas en sus lectores.

Pienso que asistir a estos eventos también es reconocer la audacia de uno de los gremios más olvidados de nuestro país, el de los autores.

También es un refugio de la selva de cemento a la que nos hemos condenado los citadinos, es increíble lo distante que se sienten las bocinas, el smog y sobre todo la hostilidad ciudadana, las cuales vienen en paquetes de dos y cuatro ruedas.

Especial mención para las librerías pequeñas, aquellas cuya especialidad es vender libros antiguos y «usados» –como si el uso desgastara los versos de los poemas–. Esos rincones valen la pena, en primer lugar porque se apoya a un colectivo que aún cree en el poder de los libros, su creencia los lleva a poseer títulos a menores precios que en otros lados. En segundo lugar, porque entre esos libros antiguos se puede encontrar más de alguna historia, alguna dedicatoria o referencia de los primeros tenedores de esos libros.

Con alegría debemos despedir este esfuerzo y contar los días para el próximo. Hago público mi llamado a motivar el fomento de estas iniciativas, ojalá las Filguas no sean más propiedad de la ciudad capital sino que lleguen a todos los rincones del país y lleven su esplendor a toda la República, les aseguro que la colectividad se los agradecerá.


Carlos Juárez

Estudiante de leyes, aprendiz de ciudadano, enamorado de Guatemala y los derechos humanos, fanático del diálogo que busca la memoria de un país con amnesia.

Clandestino y artesanal

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