-Mario Cardona | NARRATIVA–
Ya era tarde, y había caminado a paso ligero una gran distancia, por el serpenteante y oscuro sendero de pavimento. Me rodeaban viandantes de todo tipo; a mi derecha una hilera de carros enfilaba inconmensurable por todo mi camino. Sus luces, como halos de colores, difuminaban lánguidamente el contorno de la nocturnidad. Sentí que se humedeció mi nariz, entonces me di cuenta de que unos goterones intermitentes comenzaron a caer, con cierta distancia unos de otros, que sin duda, anticipaban que caería un chaparrón; entonces aligeré aún más mis pasos.
Me conducía hacia la estación del metro, recuerdo haber echado un vistazo a mi móvil: estaba pronto el cierre de la estación. Además, el camino era largo hacia la otra estación, donde debía tomar otro metro y esto agobiaba mi espíritu; me envolvía un sudor frío, y unas minúsculas perlas de sudor, rodaban por mis sienes. Resoplaba con cierto agobio, pero era fuerte para tolerarlo, así que me conduje ágilmente hacia un resquicio entre la puerta y el área de discapacitados que se hallaba desocupada. Poco a poco se comenzó a llenar de personas. El ambiente que se respiraba adentro estaba viciado: el nauseabundo hedor de algunos, volvió mi viaje inaguantable.
El vehículo, por otro lado, estaba harto deteriorado; todo en él rechinaba como un mueble viejo, en sacudidas espasmódicas y se movía por las vías tan livianamente, con una agilidad felina; estaba parcialmente mal iluminado por una mortecina luz blancuzca que titilaba sin cesar. Aunque su suciedad era perfectamente perceptible, otras veces se podía confundir con los claroscuros, por la falta de nitidez y luminosidad.
Cogí uno de los tubos de arriba y otro donde reposé mi cadera, ambos eran color negro: además que eran pegajosos al tacto. Miré hacia la ventanilla y advertí la pared gris y sin encanto. El murmullo monótono se acompasaba con las carcajadas que se proferían de aquí allá, con un ritmo imprevisible. Advertí a gente indiferente estar pegada a sus aparatos móviles, como hipnotizada; y otros tantos, que veían a la nada con audífonos en sus orejas. El viaje hizo que me perdiera en mis pensamientos más nimios y en cavilaciones indignas de ser mencionadas.
En breve llegamos a la estación. La muchedumbre se reagrupó y se apresuró a hacer una fila para salir del vagón. Yo permanecí quieto ante tal panorama. Veía desfilar a los pasajeros uno tras otro, esperando mi propia oportunidad. De repente, sentí un frío metálico en los nudillos de mi mano izquierda, y acto seguido un pinchazo; fue leve y agudo, casi indoloro –por extraño que pueda parecer al lector, así maniobran estos «aparatos»– de no ser por ese primer pellizco que duró como mucho, un segundo. De pronto, sentí que algo me faltaba… rápidamente levanté mi mano y lo advertí: ¡me habían robado mis dedos meñique y anular! Ante tal agonía, el sopor me aisló por cosa de un instante, mientras la gente intentaba abandonar el metro. Mis ojos estaban como platos, y una lágrima rodó por mi mejilla. Sin embargo, la furia me haría reaccionar: pegué mis labios a mis dientes, se me partió el ceño en dos y comencé a gritar a todo pulmón:
– ¡Me han robado! ¡Me han robado!
La vehemencia y los gritos sobrecogieron a muchos que iban, cual zombis, caminando hacia la salida. Levanté mi mano mutilada (pero, cauterizada en una cicatriz tan límpida y, hasta cierto punto «estética», que bien aparentaba no ser reciente) y la agité mostrando mis tres dedos a la audiencia. Muchos reaccionaron inmediatamente; pude distinguir entre sus caras un legítimo interés, que se aunaba a la indignación y rabia. El ánimo monótono se trastocó; una rebelión se había alzado sobre nosotros; los murmullos fueron más prominentes, todos volteaban a ver hacia su diestra y siniestra: trataban de encontrar la mueca que delatara al culpable. Un par de gritos ininteligibles vinieron desde un vagón más allá.
– ¡Revisen los bolsillos de todos!
Una señora, que estaba a punto de salir, se volvió cuando yo expuse mi mano. Era menuda, morena y con el pelo corto pero ensortijado. Rondaba los sesenta años y lucía genuinamente preocupada por mi pérdida. Me cogió la mano, y cuando, con sus manos pequeñas la examinó –pude ver, incluso que a ella le hacían falta: el anular y el índice de la mano izquierda–; me acarició la herida cauterizada.
– Esto tuvo que haber sido con un aparato médico especializado –apenas me dirigió una mirada, y siguió examinando mi mano–. Lo sé porque un hijo mío estudia medicina –el tono con el que me lo dijo, desbordaba satisfacción paterna.
Me tocó la herida. Me preguntó si me dolía y yo le respondí que no; incluso, a pesar de lo convulso del asunto yo solo quería salir y capturar al ladrón… al que fuera… a alguien…
– ¡Hay un aparato de sustracción de dedos abordo!– gritó ella, de pronto.
Las mujeres eran las que tenían las muecas más desgarradoras de terror. Las reacciones eran, naturalmente, variadas. Pues también muchos comenzaron a revisarse las manos, para ver si les faltaba alguno. Yo, en medio de mi aflicción, intentaba la forma de salir; sin embargo, algunos seguían abandonando la unidad con premura. Sin darme cuenta, había atraído la atención de la masa curiosa y por lo tanto, inútil. Busqué la salida, pero ellos, con sus ojos escrutadores no me permitían la salida y tampoco se movilizaron para dar con el autor material del crimen.
—Estás intacto, jovencillo —me dijo un anciano con voz ronca—. ¿Seguro que no los has perdido ya?
No respondí, pero mi angustia crecía; la señora me examinaba y tocaba mis cicatrices como si fuera alguna especie de descubrimiento. Entretanto, me rodeaba una media luna diluida de curiosos, y al mismo tiempo desabordaban personas que solo se tomaban la molestia de negar con la cabeza, con unas muecas de coraje insustancial. Al fin mi paciencia se acabó y le saqué mi mano a la señora, les franqueé apartándoles con mis manos y di la vuelta para salir. Ellos no querían tocarme, y cuando me dirigí hacia ellos, no se interpusieron en mi camino.
—¡Alguien ayúdeme! —grité—. ¡Alguien me ha robado mis dedos, no los dejen salir! ¡Me han robado mis dedos! ¡Mis dedos! ¡Mis de…!
Pero salían.
Le cogí el brazo a un hombre de mediana edad, que caminaba fortuitamente por esa zona. Ya en aquel lamentable estado, recuerdo cómo le comencé a gritar y a acusar de manera irracional. «¡Devuélveme mis dedos, devuélvemelos, mezquino hijo de puta!», lo sacudí y él solo me miró asustado. Palidecía y me miraba quedamente, mientras yo le lanzaba muchas maldiciones; en aquel ínterin, una mujer policía y dos usuarios me separaron de mi víctima.
Conturbado como estaba, me eché a llorar y repetí varias veces con gritos histéricos e infantiles que me habían robado mis dedos, mientras me cubría la cara con mis manos. La mujer se quedó sola conmigo, para consolarme, pero lo cierto es que solo me observaba distante; después de unos minutos, cuando ya había calmado mis ánimos soliviantados, hablamos brevemente.
—Le recomiendo interponer una denuncia cuanto antes —me dijo—; lo lamento pero es la única solución que le puedo proponer ahora mismo…
—¿Por qué nadie quiso ayudarme a recuperarlos?
La mujer suspiró. Era de pelo negro, rasgos finos y atractivos. Era rechoncha y quizá pocos años mayor que yo. Se sacó la gorra de plato, y se la reacomodó.
—Sé cómo se siente —y me señaló con la mirada, su mano; a ella le faltaba el dedo corazón—, yo misma sufrí un incidente similar. Yo tenía el mismo criterio que muchos: creí que las instituciones no le darían solución a mi problema —pausa—, tal vez, si yo hubiera tenido un poco más de confianza habrían recuperado mi dedo, o tal vez, la asistencia social me hubiera proveído de uno natural. Ahora tengo que decidir entre uno robótico o uno meramente ornamental. ¿Se ve a usted en esa condición?
Sinceramente, con aquel discurso y la premura para abordar el siguiente metro, tuvo suficiente como para que yo abandonara mis tentativas de buscar al ladrón. Pensé, que mi conflicto sería resuelto (ya que, yo mismo estudiaba leyes) por la autoridad competente.
Pues bien, al siguiente día me apersoné para emitir mi denuncia. Aquel recinto, estaba ubicado en un área donde el paralelismo entre miseria y justicia esbozaba una mueca burlona. Rodeado por tugurios laminados, casas en abandono con grafitos amenazadores, mensajes callejeros cifrados sobre todo tipo de tráfico ilegal que era conocido a vox populi, bodegones convertidos en improvisados departamentos de azulejos de tierra, y niños enjutos de vientres abultados y cabezas infladas con pululantes moscas; allí, se alzaba orgulloso el sitio donde yo debía interponer mi queja. Entré en el imponente e inmaculado edificio burocrático. En el vestíbulo había un guardia y un arco que detectaba metales indeseados. Él me haría pasar sin demora. Enfilé mis pasos hacia uno de los cubículos donde una burócrata se hallaba echando risas con un colega suyo. Al advertirme, con el rabillo del ojo, siguió su cuchicheo pero con menos desparpajo. La mujer en cuestión, era gorda, alta de estatura, morena con el pelo negro y en trenza, que le caía con descuido sobre la nuca y su ancha espalda. Llevaba una blusa blanca y un desabrido pantalón de tela azul marino. En sus manos, sostenía una taza azulada con un líquido humeante; tenía uñas ridículamente largas y angulares pintadas cada una de distinto color. Pero, lo que más robó mi atención, fue el collar de dedo que tenía en el cuello. No era una baratija, puesto que la cadena que rodeaba el cuello era de oro, mientras que el adorno (es decir, el dedo), se veía de carne y hueso, y no una imitación de carne de cerdo o algún material sintético, propio de la bisutería. Era un auténtico dedo humano.
Después de un par de minutos se volvió hacia mí con una mueca de fastidio. Caminó hacia donde yo estaba sentado, y colocó su taza de café en la encimera. A continuación sin decirme nada, comenzó a escribir en su ordenador.
—Buenas tardes —dijo, cuando yo menos me lo esperaba; ella seguía viendo hacia el monitor—, ¿qué puedo hacer por usted?
—He venido a hacer una denuncia —dije sin pensar.
—Ajá… —seguía escribiendo en el ordenador. El teclado sonaba y sonaba.
—Pues, verá, ayer en el metro me robaron un par de dedos…
La mujer continuó sin inmutarse. Sin embargo, continuó escribiendo en el maldito ordenador, pero ya no dijo nada. Así que cuando ya había juntado el valor necesario para preguntarle qué hacía, ella dijo:
—Antes de proseguir con su denuncia, necesito que le hagan un examen de rutina y que le tomen las respectivas fotografías —me hablaba como si yo estuviera al tanto del proceso, con voz maquinal, como si hubiera perdido todo rastro de espontaneidad; ahora sí retiró su indiferente mirada de la pantalla y me miró, mientras decía las últimas tres palabras.
Asentí y le pregunté con la mirada. Ella respondió sin dilación, levantándose y me señaló una puerta que se hallaba a escasos diez metros de donde estaba.
—Entre —continuó—, localice la recepción de nuestro médico de cabecera y cuando le indiquen, se somete a los exámenes que él le hará. Yo le daré la petición escrita —escuché entonces el ruido de una impresora, acto seguido me tendió una hoja en mi mano—; este documento dará validez a su denuncia. Así que cuando termine con el procedimiento viene de nuevo conmigo, para concluir todo el proceso.
Obedecí a la mujer y atravesé las grises puertas batientes, entonces se abrió ante mí una especie de antecámara increíblemente blancuzca. Podría resaltar que se iluminaba por sí sola, algo extraordinario. Allí, se hallaba ubicado un escritorio blanco como revestido por azulejos brillantes. Todo estaba inmaculado y desinfectado. El olor artificial a detergente era penetrante, pero no me molestaba. Un letrero colgaba sobre las cabezas de unas enfermeras, más o menos atractivas y delgadas, estaba escrito con letras gruesas y rojas. Me acerqué a la recepción y después de unos instantes me hicieron pasar.
Resultaba que a un costado de ese escritorio alargado que las rodeaba había una puerta de madera, nada fuera de lo corriente. Una de ellas, muy amablemente me llevó hacia la puerta y con el nudillo del dedo índice tocó la puerta. Una voz simplemente emergió de la habitación cerrada: «pase», dijo.
Entré. Era como un típico consultorio médico; había un escritorio de madera, con dos sillas sencillas frente a él. El tono albo era persistente. Era un espacio confinado, que carecía de luminosidad natural, empero, una poderosa luz y ese tono hacía olvidar un poco lo recóndito de aquel agujero. Había un cuadro con un dibujo del aparato reproductor femenino; lo coronaba un reloj de pared con extravagantes agujas de dedos humanos, totalmente auténticos. A los lados del cuadro del dibujo, había un par de garabateados dedos entre un margen de arabescos. En una estantería también pude apreciar una especie de esculturas: eran dedos humanos con caras y con trajecitos de diversas profesiones. Destacaban: la de médico, la de músico, cantante y escultor. Eran diseños escalofriantes, de un humor irónico y grotesco. Sobre un archivo negro brillante, había un par de esculturas de manos en escayola, con los diseños finísimos de dedos reales que coronaban las obras. Pude apreciar los diseños atípicos y contorsionados de las manos, como si pasaran por una aflicción muy grande. Por supuesto, que los dedos reales imprimían esas gotas invaluables de realismo que el yeso y la mano más hábil no pueden dar… era verdaderamente bello e impresionante.
En esta parte de mi relato, debo admitirle al lector, que yo no me mantenía al día en las tendencias del arte moderno, empero, era casi imposible que el más vulgar de los hombres —que residiera en la ciudad y que tuviera un mínimo entendimiento de la cultura y del arte, como lo somos los universitarios—, tuviera conocimiento de las extravagancias modernas y la demanda y la valía que estos objetos tenían. Por lo que puedo asegurarle, es que cuando entré y advertí todo el lugar que tenía una apariencia modesta, supe contrastar lo que esas piezas significaban. Así que, en cuanto a las piezas de arte, hechas con dedos humanos, no sólo eran los objetos más preciados por las élites, sino que daban a los que lo poseyeran, un estatus tanto económico como cultural.
—Siéntese —era una voz ronca, pero afable.
La silla del médico me daba la espalda. Era una silla grande de cuero negro, como las que usan los altos ejecutivos. Se escuchó el rechinido de la silla inclinándose para algún lado. No me había terminado de sentar en la silla, cuando el hombre se dio media vuelta, y lo advertí: tenía una cabeza desproporcionadamente pequeña, en triángulo, con una frente reducida y una nariz aguileña enorme: era más nariz que rostro. De piel satinada, con un cuello ridículamente largo cual avestruz. A esto, se le sumaba unas orejas protuberantes enormes y de apariencia simpática. Era un hombre que sufría de una alopecia, que lo había dejado casi sin un pelo en la coronilla, donde crecían repulsivamente uno que otro cabello rubio mal cuidado, que se elevaban como las antenas de los insectos. Este hombre se levantó en un gesto amable, y se irguió cuan alto era: quizá mediría cerca de los dos metros, y era en extremo famélico de sus extremidades. No obstante, tenía una barriga prominente de glotonería. Su altura lo jorobaba, pero, me sonrió con su rostro surcado en arrugas, mientras me tendía la mano para saludarme.
Se dio media vuelta y cogió un expediente que estaba colocado sobre una mesita, por debajo de los magníficos cuadros.
—Me han dicho que sufrió de un robo —dijo con acento atropellado y anglosajón, mientras se ponía sus anteojos de monturas pequeñas y leía. A continuación puso el expediente en su escritorio y se sentó.
—Sí —dije—, me robaron un par de dedos en el metro.
El hombre gruñó con aprobación y echó su cuerpo hacia atrás, la silla respondió con un rechinido mientras daba de sí y se flexionaba lentamente. Se rascó la punta de la nariz y dijo:
—¿Puedo ver la mano afectada?
Yo accedí inmediatamente y le tendí mi mano izquierda, y el hombre me cogió el dedo corazón, con sus dedos nudosos. Pronto me di cuenta, que tenía siete dedos en cada mano, algo impropio de los médicos me medio pelo, por lo que seguramente estaba frente a uno de los mejores médicos del país; me hizo sentir más seguro. Posó su mirada en las cicatrices y lo examinó una y otra vez, en silencio.
—¿Y sangró mucho?
—No, pues verá…
—¿…dolor?
—No.
Gruñó. Asintió con la cabeza mientras apretaba los labios. Cierto era que el hombre parecía no haberse desembarazado de su acento, propio de las personas que no dominan un idioma que no es el suyo, empero, este hombre hablaba con propiedad, sin hacer ningún cambio en las palabras que evidenciara un desconocimiento morfológico.
—La herida —continuó el hombre con su torpe acento—, es demasiado limpia, justo como pensé.
—¿Le trasladaron mi denuncia?
Sus ojos encontraron los míos.
—Sí. Pero no solo podemos aceptar a pie juntillas todo lo que dice la gente —hizo una pausa—. No creí que fuera cierto lo que decía, pues solo vemos ese tipo de cicatrización con aparatos especializados a los que únicamente los médicos tenemos acceso. Además de caro, la ley castiga con penas muy duras la posesión de cualquier individuo que no sea un especialista en la medicina.
—¿Quiere decir que me ha robado un doctor? —dije con el entrecejo partido.
—Nada de eso niño. Yo no puedo asegurarte nada, solo te digo que tu caso es inusual…
El médico se echó para atrás y rodó su silla hacia la hilera de cajones que era un archivo negro. Abrió uno y sacó algo que no pude ver a simple vista. Cerró su mano y apretó los labios en forma de aprobación. A continuación volvió a rodar hacia mí; entonces abrió su palma y advertí un anillo plateado, muy brillante. No poseía ningún adorno, era delgado como una hoja y era más ancho que los anillos comunes.
— ¿Sabes qué es esto?
No dije nada, simplemente lo examiné a punto de tocarlo, pero cuando estuve a nada de hacerlo, pensé que se molestaría. Quise evitar cualquier disgusto y solo le devolví una mirada que sugería que no.
—Este es un sustractor de dedos—afirmó con una media luna en sus labios—; bueno, los médicos tenemos un nombre distinto y más oficial, pero ese es el nombre que le damos de cara al público. ¿Se imagina algo como esto?
Permanecí callado, creo que lo miraba con sorpresa y sopor.
—¡Lo más sofisticado! —cogió el anillo con sus dedos índice y pulgar y lo levantó a la altura de su ganchuda nariz y sonrió. Sus dientes eran separados, desgastados y amarillos, tan brillantes como el oro—. ¿Cuántos dedos crees que caben en una lámina tan delgada como esta?
Moví levemente la cabeza. Estaba absorto.
—Solo te diré que caben más de diez manos completas, ¡se imagina! Cuando yo vi por primera vez algo como esto, no me lo podía creer, era simplemente maravilloso.
A continuación el médico oprimió casi imperceptiblemente el anillo; de inmediato, se asomó de la superficie argentina y lisa, una diminuta aguja.
— ¿Ves esto?
Asentí con la cabeza.
—Esto, fue lo que removió tus dos dedos —su voz de entusiasta, se había vuelto más sobria y seria—, lo que sentiste, o lo que creíste sentir, no fue ni más ni menos que el mecanismo de este asombroso aparato. Y, aunque es muy novedoso o casi milagroso, es tan «nuevo», que no tenemos registros de cómo identificar cada uno de ellos.
—¿Qué quiere decir? —mi voz estaba desvanecida, tuve que carraspear para luego preguntarle de nuevo.
—Que tu herida… —colocó el anillo en la encimera, al mismo tiempo me cogió mi mano izquierda e hizo como si examinara mis nudillos nuevamente—…es tan limpia, que no podría identificar qué aparato hizo esa «remoción». De todos los robos de dedos que procesamos a diario, estos son los casos que aún los especialistas no podemos resolver.
—No estoy entendiendo —pero sí lo hacía, al menos la respuesta figuraba en mi mente. Mis latidos se aceleraban, comenzaba a sentirme un poco mareado.
—Es casi imposible dar con el delincuente— sentenció. Te lo digo, porque la investigación se abrirá. Has venido a abrir un proceso y, naturalmente recurrirán a mí para tratar de que yo les diga algo —comenzó a menear la cabeza—. No, me temo que no servirá de nada, todo esto es muy nuevo… ¿cuánto tendrá, cinco años?
—¿P-por qué me dice esto?
—Para que no te crees falsas expectativas, niño. La mayoría de la gente viene con problemas símiles y nunca llega la resolución. Simplemente se archivan los casos porque estamos de manos atadas. Y ellos siguen sus vidas, con sus extremidades cercenadas.
Cogió el anillo y se arrastró nuevamente hacia el archivero.
—Para mí, ver a jóvenes como tú, pasando por estas desgracias, me conmueve. Ustedes son los pilares de nuestra sociedad venidera, y no quiero que frustre sus caminos por una nimiedad como esta.
Yo estaba confundido, a pesar de las palabras del médico, me seguía sintiendo como ajeno al mundo. Pensaba solamente en si había perdido mis dedos definitivamente. ¡Ni siquiera en la estación del metro lo acepté, ni cuando me tumbé en mi cama y no pude dormir a causa del vacío que me agobiaba, y mucho menos cuando llegué al edificio burocrático, donde creí que mis problemas se resolverían, pero ahora…! Recuerdo haberme perdido, solamente miraba hacia la nada con aire ausente, mientras un sinnúmero de imágenes, todas caóticas me pasaban en la mente… y repetía ese instante, tratando de recordar la sensación que había tenido en el instante. Como iba pensando en mis asuntos, y el tumulto era como todo los días, no pude identificar una cara en mi memoria.
—¿Tiene alguna profesión? —le oí decir al hombre del acento anglosajón.
—Sí —dije al cabo. Pero luego, me compuse y dije—: no, soy estudiante.
—¿Qué estudias?
—Leyes.
Gruñó nuevamente.
—Veo más viable una reimplantación, que una reinserción de los dedos faltantes. Incluso por el tiempo, es probable que ya no tengan la misma utilidad… claro, en el caso de que fueran encontrados.
Yo lo miré con interés.
—Por razones evidentes, y lamento decirlo de esta forma: es muy poco probable, por no decir imposible, que tus dedos aparezcan. No obstante, podríamos encontrar un par de dedos que se adapten a tus necesidades, y que sean de tu misma tonalidad de piel y casi iguales.
Sentí una alegría esperanzadora de golpe, muy parecida a la desazón que había experimentado momentos antes. No quise manifestar mucha alegría, pero el médico la percibió.
—Yo podría hacerte ese trabajo —continuó—. Pero creo… —cogió el expediente, y se puso sus anteojos nuevamente— que el problema estaría que el Estado no cubre ninguno de los gastos de esta naturaleza.
Siguió leyendo en silencio, pasaba las hojas y las regresaba, luego arrastró su silla hacia el expediente y allí se detuvo unos instantes, mientras inspeccionaba algunos papeles. Luego regresaría sin ningún documento en sus manos.
—No hay nada que ampare en casos así a una víctima de este tipo de robos —se rascó la barbilla con la sombra de una barba—, creo que es un caso muy novedoso para ser tipificado —hizo un ruido con la boca y prosiguió—: así que los gastos si requieres de mis servicios serán por cuenta propia. Yo te sugeriría que fuera lo más pronto posible, debido a que la herida no ha cicatrizado del todo. Además, las readaptaciones siempre son más engorrosas cuando ha pasado mucho tiempo, esto sin mencionar que los ejemplares no serían tuyos originalmente. En este caso siempre hay una adaptación dificultosa, pero no imposible.
El hombre hablaba como un autómata, o como un vendedor que recita sin pensar lo que debe decir sobre un producto que ni siquiera ha usado.
—¿Cuál sería el coste?
El médico cogió una hoja y escribió una cifra. Luego, me la mostró. ¡Para mí, era impagable! Yo solamente abrí los ojos como platos y lo miré.
—¿Ese es el valor?
—Sí, pero ya está todo incluido. También se asegura usted, que yo soy un médico especializado y tengo mucho prestigio; estudié en las mejores universidades de Estados Unidos, y poseo muchos años de experiencia, eso sin mencionar que soy un especialista en la materia. He hecho implantaciones a muchas personalidades tanto nacionales como internacionales: reinserciones, remodelaciones de manos completas, para los que sufre de osteoporosis, colocación de dedos por malformaciones de nacimiento y otros que son de una manufactura más sencilla, como la tuya.
Este hombre, sonaba muy seguro de sí mismo, lo que me daba una sensación de seguridad. Quise decirle que sí, que aceptaba su intervención en mi caso. Luego recordé que no tenía ni siquiera la mitad de lo que pedía, para hacer posible la operación.
—Me ha convencido usted —dije con abatimiento—, pero no tengo ni por asomo una cantidad como esa.
Me miró y apretó los labios.
—Yo también te entiendo. Pero ¿qué no estudias leyes, niño?
Asentí.
—Verás, en nuestras profesiones, debemos tener cierta presentación digna de nuestro estatus —se inclinó hacia delante, con los dedos entrelazados—; ¿me confiarías tu vida si vieras que a mi mano le hacen falta dedos?
No respondí, su pregunta me había tomado por sorpresa.
—Responde, ¿lo harías?
—Tal vez no… —farfullé—. Pero, ¿eso qué tiene que ve…?
—…pero yo poseo dos más en cada mano. ¡Cuatro más! ¿Dime si no te he puesto a pensar siquiera, cuando me has visto la mano?
—Sí.
—¿Ha sido, medianamente positivo algún pensamiento en relación con mi mano? A pesar, de que te pudo haber resultado extraordinario… ¡y lo es!
—Ha sido positivo.
El médico, se levantó de su silla, excitado por el rumbo que había tomado la conversación, con un semblante ufano. Se abrió la bata blanca e inmaculada y se la quitó. Tenía una elegante camisa a cuadros color azul, pero lo que yo advertí cuando se la quitó, ha sido la extravagancia más impresionante que había visto hasta entonces: en los hombros, poseía unos agujeros hechos por un sastre, donde sobresalieron tres pares de dedos (índice, todos) en cada hombro. Estos se irguieron, y se comenzaron a mover. Inmediatamente, noté los dedos que salían de agujeros símiles a lo largo de sus brazos. Aquí había, sobre todo, dedos corazón, anular y lo coronaba un pulgar en el codo, de cada lado. A continuación, los comenzó a mover; tuve la impresión de contemplar un arácnido mostrando satisfecho cada una de sus extremidades.
—¿Ves esto? ¡Yo hice posible cada uno de los implantes! Los cirujanos siguieron mis instrucciones al pie de la letra, y bastó con la adhesión de nuevas terminaciones nerviosas, para que pudieran tener movilidad.
Su voz, ahora absorbida por ese estado de éxtasis y autocomplacencia, me espantaron un poco. De repente, ya no estaba tan seguro de mi decisión.
—Si esto hice con mi cuerpo, con fines estéticos, ¿sabes cómo te podría tratar? ¡No quedaría ni recuerdo material de este incidente!
—Pero no es que no quiera —mi acento se volvió un poco nervioso, traté de evitar a como pude la evidencia de eso—, es que simplemente no puedo pagarlo.
—¿Qué pensarías si un médico, en el que tú estás depositando tu vida, de una u otra manera, te percatas que tiene menos de cinco dedos?
No contesté, ya no quería seguir allí.
—¿Le confiarías tu vida a ese hombre?
—Posiblemente no —respondí dubitativo.
—En nuestras profesiones, necesitamos de estatus, de prestigio, y tú bien sabes que mientras más dedos tienes, las personas notan o pueden adivinar tu nivel socioeconómico y por lo tanto, la confianza será más fácil de ganar. Aunque sólo sea fachada, necesitamos de estos métodos para crearnos esa confianza que, de otra manera se consigue por vías que llevan más tiempo.
Cuando dijo esa última palabra, se calló. El silencio nos invadió unos interminables segundos.
—Lo pensaré —rompí el silencio, y me levanté de mi asiento—, ¿tiene alguna tarjeta con la que me pueda comunicar con usted?
Pero mentía, no tenía ni la menor intención de llamarlo, solo quería que me dejara salir. Sin embargo, me dijo que me la daría en cuanto terminara el procedimiento. Cogió una cámara y me sacó unas fotografías; llenó unos formularios y me hizo diversas preguntas. Ya no me tuteó o me dio otro discurso como el anterior. Se colocó su bata e hizo como si nada hubiese pasado. Cuando terminó de atender lo que nos era competente, me dio una hoja que era para terminar de hacer la denuncia formal. Me dio la tarjeta que le había pedido y ya me disponía a salir cuando me dijo:
—Me has agradado. Consigue los dedos que necesitas y yo te haré la cirugía, cobrando lo menos que pueda y como sé que serás un buen abogado, podrás pagarme cuando puedas —yo, que ya había cogido el picaporte, me volví hacia él; lo miré y me miraba arqueando el entrecejo.
—¿Cómo puedo conseguir los dedos?
—Hay quienes se dedican a vender dedos en contrabando. Y, aunque yo no apruebo esas prácticas, no puedo evitar pensar que tu caso es especial. Me parece inaudito que te los hurtaran en el metro, pero puedes conseguirlos incluso al salir de aquí. Una vez los tengas comunícate conmigo.
Seguí con el trámite, pero sabiendo de antemano, que era un despropósito. Al salir del edificio, pensé en lo que me había dicho el médico. Estuve dos semanas pensando y repensando en la proposición del médico. En la universidad nadie me había preguntado qué había pasado con mis dedos, todo parecía que se movía exactamente igual que siempre. Pero yo ya no era el mismo. Los días que siguieron tenía solamente un pensamiento: la ineficacia y la injusticia ¿debían hacer que yo me quedara sin mis dos dedos? ¿Por qué debía yo soportar la falta de mis dos dedos? ¿Había hecho algún mal? ¿Era yo el culpable? Y siempre veía con melancolía el vacío que me habían dejado. Muchas veces me enfurecí, y hasta llegué a abandonar el salón en mitad de la clase; me encerré en un baño y lloré con amargura.
Después de aquel incidente, al mediodía después del segundo día de la denuncia, ya había tomado una decisión. El médico tenía razón. Me comparaba con mis compañeros de salón: todos tenían sus manos íntegras… ¿aún ellos? ¡Sí, ellos mismos! También, los que se decían que caminaban los mismos tortuosos pasos de los menesterosos y los infelices. Todos ellos lucían sus cinco dedos en cada mano. Tuve que comprarme un par de guantes negros con dos prótesis para no sentir tanta vergüenza.
Ahora, me había vuelto receloso: observaba atentamente a todos y todo. Cuando alguien se me acercaba más de la cuenta, yo procuraba apartarme con agilidad. No siempre lo lograba, sobre todo, en los tumultos, empero, procuraba mantener mis manos vigiladas. Y así, en aquella precaución, pude advertir cosas que yo, embebido en mis asuntos, nunca observé. La mayoría de los hombres que vivían de un trabajo realizado con el esfuerzo físico, rara vez llegaban a tener más de tres dedos. Los desarrapados, los que se sentaban al lado mío, e incluso los que se veían más como yo, a todos les hacía falta algún dedo. Observando con detenimiento, incluso vi que algunos estudiantes, jugaban a la prestidigitación con prótesis robóticas baratas.
Pero eso no fue el motivo más grande de mi asombro. Mientras caminaba, y observaba atentamente las manos de las personas —que ya se me había vuelto una obsesión—, casi siempre, a los viandantes les hacía falta siquiera un dedo. Un día, que caminaba por las sucias y agrietadas calles de la ciudad, advertí a un niño de unos cinco años de edad, con dos bolsas de frutas que le colgaban de su zona palmar desnuda. ¡Las palmas de sus manos estaban vacías! Ni un solo dedo había en ellas, solo los despojados nudillos habían quedado. Entonces, a mi cabeza saltó la idea de que se murmuraba en las calles (y cuando hablo de que el vulgo murmuraba, me refiero a que no era una verdad expresamente confirmada por la oficialidad, pero que sí era una práctica ilegal del conocimiento popular), que los dedos de niños eran muy codiciados por los traficantes de dedos. Con ellos, se fabricaban las mejores piezas de arte, las mejores y más exquisitas joyas, se hacían los implantes de mayor adaptación e incluso se había comenzado a esparcir el rumor, que algunos riquillos gustaban de prepararse platillos de recetas extranjeras afrodisiacas. Por supuesto, que siempre existía el latente mercado ilegal donde se exportaban estas extremidades.
Una vez, en el metro, iban hablando dos hombres sobre temas diversos, que le competían al vulgo. Eran jornaleros cincuentones, no muy altos, robustos, cabezas anchas y frentes amplias, de mirada estúpida y ojos inyectados en sangre, con pelo blanquecino y barbas tupidas y envejecidas. Vestían al desgaire con camisas amarillentas, con manchas de suciedad percudida, pantalones holgados de colores oscuros manchados con aceite, con cinturones de piel de serpiente y zapatos de punta cuadrada. Su olor era un añejo a sudor acumulado por incontables horas de trabajo bajo el calor intratable del Sol. Tenían una piel tiznada y unas manos duras como el cuero. Estos hombres groseros, se echaban a reír con estruendosas carcajadas mientras intercambiaban ideas sobre política, que apenas entendían. Pero eso sí, calcaban sus «opiniones», de lo que leían en los periódicos o veían en los noticiarios. Yo los escuchaba desde mi espacio, en el tullido apiñamiento que se había formado con el pasar de algunas estaciones. Así que como solía hacer, me conformé con entablar un diálogo conmigo mismo; varias veces fue interrumpido por las carcajadas, que cual hienas, corroían mis pensamientos. Entonces la conversación progresaba, y los escuchaba aunque tratara de evitarlo. Así pues, que entre tantas cosas que dijeron a la sazón de la idiotez, uno de ellos (el más corto y con las entradas más pronunciadas, de los dos) dijo algo que en base a mi memoria, trataré de condensar y traducir de su original galimatías, sin trastocar la idea original: «una vez, cuando el hambre se había vuelto insoportable, estuve a punto de vender mis dedos. Y, el ricachón me presionaba para que aceptara. En aquellos días tendría veinticuatro años, y el dinero que me ofrecía prometía arreglar todos mis problemas inmediatos; recuerdo que me llevó a una clínica extractora, y ahí vi todos los dedos que tenía el cirujano, y los que tenía el pelirrojo, extra en sus manos. Me quedé viendo mis manos unos minutos, mientras lo preparaban todo en la otra habitación. Y huí… me di cuenta que la solución a mis problemas, sería efímera, y que si vendía mis dedos, vendía mis herramientas de trabajo. Los riquillos amasan por diversión, lo que a nosotros nos sirve para sobrevivir, porque nadie trabaja sin dedos ¿algún trabajo conoce usted, donde no se usen las manos?»
Con la pregunta se rompió el hilo conductor de la reflexión, y la conversación se enfrascó en los mismos asuntos y remordimientos habituales que se dan en chácharas, con desconocidos en el transporte público. Pero, sin saberlo, ese hombre había hecho más por mí, de lo que había hecho yo mismo, cada vez que me ponía pensar en mi disyuntiva. Bastó con una sola noche para que por fin me decidiera.
Caminé por las calles circunvecinas de aquel edificio de justicia, donde, se suministraba la ilegalidad y la abominación. Allí, conseguí hacerme con el número de alguien que me prometía, me vendería los dedos que me hacían falta. Llamé y concerté una cita, al caer la noche, en una calleja específica; allí me entregarían lo que había pedido. El hombre me pidió que me secara una fotografía, para entregarme unos dedos acordes a los míos. Eso hice. Luego, saqué todos mis ahorros de la cuenta de banco, que había tenido por un par de años.
Como ya había comenzado el invierno, me fui bien abrigado, con un sobretodo gris. Llegué al punto de encuentro, pese a algunas dificultades. Inspeccioné un poco, y se trataba de una calleja perdida entre las intrincadas y angostas calles, solas y olvidadas. Había grafitos por todas partes; la luz amarillenta del alumbrado público, era intensa, tanto así, que daba un tono sepia muy vulgar y deprimente a todas las cosas. Me volví hacia una avenida, que hacía las veces de antecámara: era fría, ruinosa y ancha. La atravesaba una línea férrea en desuso. La estación, que me daba la espalda, era pequeña y jaspeada de un amarillo canario pálido consumido por la suciedad y el desgaste. Obscenos grafitos adornaban sus paredes, como el culmen de su decadencia. Al norte, quizá a unos cien metros, había un basurero clandestino, que impregnaba el aire de un crudo hedor a inmundicia, que entre otras cosas, también se distinguía el dulzón aroma de la carne putrefacta. Más allá del tétrico basurero, se alzaba un edificio de siete niveles, también en abandono. Sus ventanas oscuras y algunas rotas, eran como los ojos de un vigía siniestro de esa parte moribunda de la ciudad.
Seguí inspeccionando, esta vez al sur. Observé un automóvil abandonado, que estaba a unos diez metros de mí: tenía los vidrios rotos, la pintura azul opaca y partes completamente descascaradas, le faltaban las llantas y había uno que otro dibujo con leyendas blasfemas en las portezuelas. Un perro vagabundo que estaba en los huesos, me pasó al lado; le costaba trabajo andar, puesto que parecía tener una pata lastimada. Era más o menos menudo, de pelaje blancuzco y sin brillo. Estaba sucio y lleno de moratones, donde las moscas pululaban; ahí también se advertía con facilidad las costras y piel escamosa, donde el pelo ya no le crecía. Su andar era lento y persistente y su mirada lastimera de por sí, evocaba un abandono lacerante. En su hocico llevaba, algo de carroña, que había sacado del basurero. El perro, se alejaba en dirección opuesta de la calleja a la que yo debía de ir, es decir, al sur —tengo que reconocer, que tras esa escena, me vi tentado a salir corriendo de aquel insoportable lugar, pero no pude… necesitaba mis dedos—; tuve la sensación de que el otro extremo de la avenida era inexpugnable.
Regresé a la calleja, donde solo me acompañaban los recipientes de basura olvidados, que ya nadie vaciaba. Estuve esperando allí por un tiempo. El hombre al teléfono me dijo que quería que llegara puntual, porque de lo contrario no habría transacción. Me citó un cuarto de hora después de las siete. Pero ya eran las siete con veinte y no llegaba, muy a pesar de lo enfático que había sido con la hora. Esto me inquietó, cuando ya habían pasado diez minutos le llamé al número que tenía: sonaba apagado. Mi estómago se volvió un conflicto, sentí un poco de incontinencia, así que me hundí en la calleja oscura, y meé detrás de un basurero. Cerca del contenedor de basura, había un palo de hierro oxidado. Inmediatamente un pensamiento subió a mi cabeza: «¿y si sólo he llamado a un estafador, que querrá robarme mi dinero?»; la idea me inquietó aún más. Advertí mi reloj de muñeca. Ya habían pasado veinticinco minutos.
Me incliné y cogí la posible arma. Estaba pesada, muy pesada. Entonces, no lo pensé más y me abrí el sobretodo y la metí de forma que no fuera perceptible y que me quedara con cierta facilidad para desenfundarla. La calleja era solitaria, y la calle a la que salía también. Era un blanco fácil aún con el fierro escondido contra mi pecho.
Ya habían pasado cuarenta y cinco minutos cuando verdaderamente comenzaba a arrepentirme de mi idea. Estaba dispuesto a esperar cinco minutos más, cuando de repente alguien se asomó, vestido todo de negro y con un pasamontañas que le cubría la cabeza.
—¿Has venido por el par de dedos? —me susurró una voz, con un acento que yo ya había escuchado.
—Sí —musité.
Entonces, la figura se acercó con más seguridad hacia mí.
—Perdón por la demora, pero mi mensajero tuvo un inconveniente y tuve que venir yo mismo a hacerte la entrega.
Pero cuando se había acercado, advertí que era un hombre alto, jorobado, enjuto y vestido todo de negro, con ropas de nailon, muy ceñidas a su cuerpo. Sobre estas prendas, llevaba una bata médica. El pasamontañas tenía cinco agujeros en vez de sólo dos: sus orejas protuberantes y de traza caricaturesca, sobresalían de sus agujeros; también su nariz aguileña tan grande como el pico de un tucán, y por último, los dos agujeros de sus ojos. Noté enseguida, ese mismo acento bobalicón propio de los anglosajones. ¡Era el maldito médico, que me había sacado las fotografías!
El hombre me llamaba con las manos. Era evidente que estaba muy nervioso, pero sacó de su bata blanca, una cajita de latón que brillaba a pesar de la lobreguez que nos rodeaba.
—¿Tienes el dinero?
—Sí.
Lo saqué de mi bolsillo y se lo entregué. En el acto, comenzó a contarlo. Una vez seguro de que no lo estafaba con el monto acordado, me entregó la cajita. Me instó a abrirla frente a él, para que verificara que el producto era bueno. Yo obedecí, y cuando lo hice, descubrí que me estaban vendiendo mis propios dedos… estaban depositados con sumo cuidado, y se advertía la cauterización idéntica a la que yo tenía. Incluso, aún tenían las manchas de tinta azul, de mi bolígrafo con el que me había manchado.
—Bueno, ahí tienes lo que acordamos.
Se dio media vuelta y comenzó a caminar por la estrecha calleja. Yo estaba tan furioso, que solté la cajita y saqué del sobretodo el fierro. Lo alcancé ágilmente y lo golpeé sin piedad, en su sien izquierda. Un gemido corto salió de su boca, cuando se desvaneció en el suelo. Cayó como un costal, y no se movía. Pensé en quitarle el dinero y salir con mis dedos para mi casa. En efecto, eso hice. Pero cuando me disponía a desparecer de la escena, se me ocurrió algo más. Saqué de mi bolsillo una navaja, y me acerqué a su cuerpo inerte. Cogí su mano izquierda, y comencé a cortarle los dedos homónimos que me habían robado en el metro; tuve cuidado en mancharme lo menos posible con su sangre, y se los removí con un poco de dificultad, pero lo hice. Cuando terminé, fui por mis dedos. Abandoné al doctor Smith en la calleja vacía; los dedos, se los di a un par de perros macilentos que escarbaban entre la basura. Ambos, devoraron los suyos de un bocado.
Mario Cardona

Nací en Guatemala en 1993. Actualmente estudio Derecho en la Universidad de San Carlos. Soy un apasionado lector, dotado con una curiosidad que me ha conducido a advertir pasiones desbordantes: la poesía, la filosofía, la historia, la sociología y algunos los ensayos científicos. Pero, de todo eso, resaltan dos figuras literarias que cambiaron mi vida: Poe y Kafka. He publicado en algunos relatos como Dalia, Los ojos del único ojo y El turno en revistas electrónicas. Escribo casi desde que tengo uso de razón, tanto así, que la creo un ejercido inherente en mi vida.
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