Un ensayo que terminó en lección de vida

-Fabio Díaz / RUTA74

La imagen no dice gran cosa. La tomé con la cámara de un celular made in China y a escondidas. Pero el niño de la foto –un niño de la calle– me dejó una huella perdurable.

Un martes de septiembre, 6:30 de la tarde.

Regresando de un ensayo, me detengo en el McDonald’s que esta sobre el bulevar de entrada a la calle Martí. Entre la revisión de unos libretos, el café y un pastelillo, transcurre al menos media hora, y justo cuando me dispongo a levantarme de la mesa, aparece uno de los que acá conocemos como “niños de la calle” porque literalmente viven en ella. Pertenecen al grupo de los desposeídos que no tienen un lugar al cual regresar cuando termina su día. Su mayor prioridad es sobrevivir y, en muchos casos, conseguir dinero para comprar más pegamento industrial y aspirar sus vapores hasta que las pupilas se les dilatan como platos y se desconectan un rato de su abrumadora realidad.

El caso es que este chico hace su aparición en el umbral del Mac y enseguida camina entre algunas mesas buscando los desperdicios de alimentos que usualmente dejan algunas personas, quienes –dicho sea de paso– parecen encontrar cierto placer caché en mordisquear algo de la comida que han pagado y desechar todo lo demás.
 
Lo siguiente que recuerdo es verlo emerger por entre el mar de cabezas de los comensales con una flamante sonrisa y una bandeja cargada con un menú completo del día: hamburguesa, papas y gaseosa. Se para en el centro de la estancia, bandeja en mano, y recorre con una mirada de emoción cada una de las mesas ocupadas. Todos podemos observar sus zapatos deslenguados y amarrados con tiras de plástico en lugar de correas, sus pantalones raídos y llenos de agujeros, un sudadero de un color indescriptible que en otro tiempo quizá fue azul, el cabello cortado a la rústica (probablemente con navaja o cuchillo) y dos grandes ojos marrones enmarcados en la tristeza de la miserable cotidianidad pero que en ese momento brillaban felices.

Lo vemos –decía– y él nos ve. Lentamente, su mirada se pasea por las mesas, hasta que se decide por una a la que se dirige caminando con cierta timidez. 

Mala elección.

Los que allí comían no le dan chance de hablar siquiera y empiezan a decir NO, NO, NO, al tiempo que agitan brazos y manos en un gesto por demás elocuente.

El niño se detiene, pero la humillación del rechazo le pesa demasiado y lo ralentiza. No se mueve ni se voltea. En este punto, creo que todos esperábamos verlo salir e irse a comer a otra parte. No es que estuviera bien, es que dada la incomodidad de la situación, parecía lo más “apropiado”. Pero el niño no se va, y la escena se repite en dos mesas más.

A mi derecha escucho decir a una señora “encima de que le pagaron el almuerzo, todavía quiere dinero”, y del otro lado, alguien más susurra “¡aguas con sus bolsas y carteras muchá!” e instintivamente tomo mi celular y busco guardarlo dentro de la presilla de mi camisa mientras pienso que es una lata que ya en ningún lugar se pueda estar tranquilo. Y cuando levanto la cabeza, ¡juas! Esos ojos marrones están sobre mí. Alarmado, no acierto a decir nada, pero todo mi lenguaje corporal grita “no vengas para acá”. La mirada de júbilo ha desaparecido, y en su lugar hay una especie de ansiedad contenida. Entonces él empieza a caminar en otra dirección. Suspiro con alivio y al mismo tiempo me siento muy mal, el muchacho parece un leproso buscando acomodo entre gente sana que le huye o lo rechaza.

Así las cosas, veo que se acerca a una pareja que buscando cierta intimidad ha ido a ubicarse en una de las últimas mesas del recinto –para este momento la mayoría hemos callado y observamos con ojos expectantes lo que ha de suceder– y luego de que la jovencita le hiciera un gesto de desprecio y el novio le aclarara que no tenía dinero para darle, el niño finalmente habla pero no se le entiende muy bien.
 
– ¿Cómo? No te escucho – dice el novio, visiblemente molesto.
El niño repite más fuerte:
– No, no quiero dinero
– ¿Entonces?
…(Silencio, solo la vista clavada en el piso)
– ¿Qué querés? 
– …Es que me regalaron este menú y…
– ¿Y…?
– No me gusta comer solo.
Escucho esto y algo se fractura dentro de mí. Luego añade con un tono de súplica que me aplasta:
– ¿Me puedo sentar con ustedes?

Y se sentó. 

Excepto por la música ambiental que resuena de fondo en las bocinas, el silencio ahora es absoluto, al tiempo que una ola de vergüenza parece recorrer la colectividad dejando una huella enrojecida en las caras de todos, hasta elevarse en el aire enrarecido del local.

El niño de la calle solamente quería comer en compañía, sentir el calor humano de una mesa, hambriento sobre todo de cariño. Nadie dice nada, y poco a poco, se van retomando las charlas y las risas de un rato antes.

Yo siento odio.

Odio por la vieja que dijo que el niño quería dinero, odio al tipo que dio el aviso de guardar bolsas y carteras, odio a los que dijeron NO, NO, NO, pero sobre todo, me odio a mí, por haberme comportado al tenor de los demás. Los malditos prejuicios me acaban de privar de aportar un eslabón a esta maravillosa cadena de favores que comenzó con un desconocido –Dios lo bendiga– comprándole un menú de comida rápida a un niño de la calle. 

Y mientras guardo mi pila de libretos pienso que ya es bastante triste ver a un muchachito mendigar por dinero o comida. Pero verlo mendigar un poco de charla y cariño, ciertamente te parte el corazón.

Disimuladamente agarro mi móvil y le tomo una foto –esta que ahora acompaña la publicación– y huyo hacia mi carro. 

No quiero que nadie me vea llorar.


Fotografía por Fabio Díaz.

Fabio Díaz

17 años trabajando como administrador y contador, hasta que un día decidí – irresponsablemente – abandonar la seguridad de un trabajo estable, predecible y confiable, para embarcarme en la aventura de trabajar como actor, locutor comercial y voz en off para documentales, y tratar de vivir de ello. Una cosa fue llevando a la otra y así se fue abriendo en mi horizonte otra serie de actividades que nunca preví, como las participaciones en anuncios para la televisión, algunos rodajes para el cine, las labores de facilitador y otra serie de felices consecuencias que me alimentan el corazón. Desde entonces, he sido irresponsablemente muy feliz. Las finanzas y la contabilidad siguen formando parte de mi vida, pero ya no la limitan, solamente le dan un marcado contraste y la enriquecen un poco más. Este ha resultado ser un camino de descubrimientos que me ha permitido confirmar, a cada paso, el potencial del arte para influenciar a las personas de manera positiva y su innegable impacto en la concepción de un mundo más empático y generoso. No es en absoluto un camino fácil, pero es un camino intenso, vivo, alentador, desafiante y, a la vez, lleno de esperanza. No puedo terminar con nada concluyente, el camino continúa.

Ruta74

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