-José Gabriel Zarzosa / UN PENIQUE POR TUS PIENSOS–
Todos los viernes por la tarde desde mi departamento en la Guadalajara mexicana podía escuchar el sonido de un clarinete. Dado que los viernes solía trabajar desde casa, ese timbre, más allá de la melodía que tocara, se conviritó en el banderazo que abría las actividades del fin de semana. Procedía entonces a cruzar la calle para ir al bar de enfrente y escuchar, cerveza en mano, al músico que con su constancia le dio un muy afortunado orden a mi alcoholismo funcional. Más allá de las funciones que yo le atribuía a su sonido, algo que el músico jamás advirtió, pude percibir un aire de añoranza.
Con esta entrada me estreno como columnista en gAZeta. Cada 15 días podrán leer en este espacio algunas experiencias en los cruces entre la música y la cultura, algunos son trabajos de investigación modestos que no gozan de mucha visibilidad académica, pero que he tenido la oportunidad de acompañar –la mayoría de las veces en clave de amistad–, otras observaciones y reflexiones desde el simple ánimo de compartir. En esta ocasión en particular la selección de este tema estuvo orientada y sugerida por la añoranza que esta mañana he sentido por el terruño (ciudad monstruosa, en realidad), que hoy veo sufrir a la distancia.
Ese clarinete solitario que por una razón para mí desconocida llegaba todos los viernes por la tarde a la calle en la que vivía, es una fracción en una historia de migración que no suele estar tan presente en los debates y reflexiones, como sí lo está la de los hermanos centroamericanos que llegan a Guadalajara como estación de paso en su camino al norte. Esta migración suele encontrar en colonias como “La Ferro” de Guadalajara su destino y tiene su origen en el sur del país. Se trata de grupos de mixtecos que han tenido que abandonar sus comunidades en Oaxaca. La extrema pobreza de dicha entidad los ha hecho tomar una decisión forzada. Hay un gran cariño por su tierra, pero también hay ganas de sobrevivir. Si bien muchos van a los Estados Unidos, desde hace décadas algunos decidieron quedarse en distintos estados del país, muchos de ellos en Jalisco, en Guadalajara, en La Ferro.
Victor Ramos Talavera, estudiante de la maestría de filosofía en el ITESO llevó a cabo una investigación a través de la cual se acercó a la práctica musical de los mixtecos en Guadalajara. Sus grupos, los trabajos que desde su identidad mutada –de músico por tradición a músico por trabajo– desempeñan diariamente en un diálogo constante entre la música que los reconecta con su tierra y aquella que los consumos de la región exigen. Victor apunta un atributo particular en la música de los mixtecos, la añoranza por la tierra. “Como hoja al viento”, señala en el título de su trabajo, que hace referencia al verso de una canción. La hoja que se desprende, que pierde el horizonte de sus certezas y encuentra en la música, en el viento, un modo de aliviar la ansiedad de la deriva.
Algunos esfuerzos interesantes de organizaciones no gubernamentales se han realizado para que los mixtecos nacidos en Guadalajara conserven su sonido. Se crean grupos, se imparten clases, se organizan conciertos. Quizás sirva para que, además, otros habitantes de la ciudad se acerquen a sus ¿nuevos? vecinos desde la música que llevan cargando por kilómetros y años. Ojalá –al menos– otros oídos encuentren al clarinete perdido de los viernes y, como a mí, les comparta la añoranza de su tierra.
José Gabriel Zarzosa

Habitante del tercer planeta, oriundo del país llamado México, fundador de los «viernes de José José» en Suecia.
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