-Judith González / BIPOLARIDADES–
De niña Cony era regordeta y corta de estatura con un busto bien desarrollado para su edad, ocho años. Lo que más odiaba en la vida era ir a la escuela, podía inventarse cualquier pretexto para no ir, pero eso nunca funcionó. Su físico sumado al complejo de sentirse despreciada por su madre le afectaba muchísimo en sus relaciones sociales. Pero su inseguridad era real, en la escuela era foco de constantes burlas, los niños cada vez que tenían oportunidad le gritaban en coro –¡tamal de viaje!, –¡timbona!, –¡cebosa!, –¡bola de grasa!, –¡sota de bastos! Sí, es que su pelo negro y liso recortado al estilo sota de bastos sumado a su regordeta figura y piel morena no le ayudaban para nada a suavizar su aspecto, y para colmo le ponían un vestido corto de paletones y le adornaban la cabeza con una gran moña de colores vistosos. Y las tías madrinas, dos viejas maestras rurales de la única escuela del pueblecito a donde su madre la enviaba a vivir por períodos, tampoco se lo ponían fácil. Las dos viejas solteronas eran hermanas e igualmente estrictas, chapadas a la antigua pero ante todo santurronas . De lunes a viernes daban clases en una escuela en un pueblo que quedaba hasta la punta del chorizo, llamado El Guayabo, al que tenían que caminar dos horas de ida y otras dos de vuelta. Esto cuando hacía buen tiempo, pero en invierno esas dos horas se podían convertir en casi tres por los lodazales y por el río que se crecía hasta cubrir el puente de los Aparecidos. Este era un pequeño puente de troncos y tablones de madera que estaba casi a mitad del camino, pasaba por debajo un río al que los lugareños llamaban El pedregalito, por la cantidad de pequeñas piedras que arrastraba en verano. El sonido agradable de su arrastre se podía escuchar con un poco de atención desde antes de llegar a la última curva que asomaba al puente. Pero en invierno infundía miedo, ya que con los torrenciales aguaceros se crecía arrastrando lo que encontraba a su paso, ramas, raíces, piedras grandes y uno que otro animal muerto.
Las dos viejas santurronas incansables dedicaban el último sábado de cada mes a ordenar y preparar la iglesia para la misa de siete del domingo, que era cuando el padre Herlindo llegaba al Guayabo. Eran las primeras en esperar al padre muy tempranito antes de misa para la respectiva confesión del mes. El domingo que tocaba confesión se comportaban especialmente solemnes desde que se levantaban, apenas hablaban, apenas probaban bocado, se levantaban más temprano que de costumbre, se persignaban a cada momento, rezaban en susurros en cada esquina de la casa y durante todo el camino hasta la iglesia caminaban con cuidado sin hacer mucho ruido, como si estuvieran en trance espiritual. Tenían este raro comportamiento hasta después que terminaba la misa y despedían al padre en la parada de buses, entonces regresaban del trance y volvían a ser las de antes.
En fechas especiales eran las encargadas de colocar las flores y cortinas en el altar mayor de la iglesia y por supuesto nadie mas que ellas podía cambiarle el vestido a la virgen y era un sacrilegio si alguien osaba atreverse a peinarle los rulos a la virgen. Las hermanas Clara y Clarisa, como se llamaban, fueron durante años responsables del catecismo, así la preparación espiritual de muchos niños de las aldeas situadas alrededor del Guayabo estuvo completamente en sus manos.
El tiempo que le tocaba vivir a Cony con las tías madrinas era de pesadilla, levantarse de madrugada mucho antes que los gallos cantaran, caminar mucho y cargar como burro, libros, lápices, hojas u otros materiales que no podían quedarse en la escuela por temor a que desaparecieran. Aguantar las burlas diarias de los niños sin que las tías ayudaran mucho para mejorar esta situación, pero lo peor era la limitación en la comida, pequeñas porciones sin derecho a repetición, ya que eso era señal de glotonería y era pecado capital segun la Biblia, así que se acostaba todas las noches con tanta hambre que sentía que las tripas iban a cobrar vida propia y se le saldrían por la boca corriendo hacia la cocina en busca de comida. Bueno, en realidad se la pasaba con hambre todo el día, en nada se comparaban los ricos atracones de comida que se daba en su casa con complicidad de Matilda la sirvienta. Aparte de los tiempos principales de comida, ella le preparaba para la merienda, grandes tarros de leche caliente con canela, unos pirujos rellenos con pollo, ¡riquisímos!, pero los mejores eran los panes con queso de capitas, y también los plátanos asados con mucha crema y azúcar, y ni hablar del arroz con leche. ¡Eso era comer y eso era comida! Eran los únicos momentos en que Cony se sentía feliz, se le llenaba la barriga deliciosamente, pero también se le llenaba ese vacío constante que sentía en el pecho. Se sentía saciada aunque fuera por unas horas.
Desde muy corta edad Cony presintió el rechazo de su madre y lo fue constatado mientras crecía. Matilda, la sirvienta, era quien se hacía cargo de cuidarla, prepararle la comida, llevarla y recogerla de la escuela. Y en los días de asueto, mientras su madre se iba de paseo con su dos hermanos mayores, Alberto y Alicia, la sirvienta recibía una paga extra para que la llevase a dar una vuelta al zoológico o al cine. Pero lo peor eran los periodos en los que la enviaban al interior con las tías madrinas , al principio solo fue por pocos días que luego se fueron alargando a semanas. El pretexto era que como las tías madrinas eran maestras, aprendería más con ellas. Pero sus hermanos nunca pusieron un pie, ni por un día, en casa de las tías madrinas.
Aunque sin sobrepeso Cony era quien físicamente se parecía más a su padre o mejor dicho la única de los tres que se parecía a él, Alberto y Alicia eran muy parecidos a la abuela materna, doña Julia, de piel blanca y pelo castaño, rasgos bien definidos y cuerpo espigado. Un día en una explosión de cólera, su madre le había gritado con rabia, casi con odio, lo mucho que le recordaba a su padre cada vez que la veía y aunque después quiso suavizar la intención de lo dicho, en la mente y en el corazón de Cony quedó grabada para siempre la dolorosa revelación de lo ya sospechado.
Aunque en esa época sus padres aún estaban juntos, desde hacía rato ya no tenían una buena relación. Su padre casi nunca estaba en casa y cuando casualmente estaba era por corto tiempo. Cuando escuchaba discusiones era señal que él había vuelto. Los reclamos de su madre eran siempre los mismos, la gran vida que él se daba con alguna querida o en burdeles gastándose el dinero que ni él mismo se había ganado, sino ella con el negocio de destace de reses que tenía. Él regresaba a casa cuando se quedaba sin un centavo, con una nueva idea para un negocio, entonces las peleas subían de tono hasta que él terminaba convenciéndola de la importancia de su nuevo proyecto y le lograba sacar el dinero que necesitaba, entonces se desaparecía por otro período y la casa quedaba en calma. Su madre con sus hijos preferidos y Cony con Matilda la sirvienta.
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Fue a Zacapa, al barrio del Tamarindal, a donde se fue a esconder del marido vividor Eleonora Cortéz con sus tres hijos, para entonces ya adolescentes. Cansada de su propia necedad de mantener su matrimonio a flote para no dar su brazo a torcer y darle la razón a mamita, como acostumbraba decirle a su madre doña Julia Cortéz. Ella se lo había advertido desde el principio, desde que conoció al pretendiente, entonces doña Julia solo necesitó de una ojeada para dar su veredicto: – ¡Ese es un infeliz, bueno para nada!, ¡vicioso, mujeriego y vividor!, ¡ese hombre no te conviene!, ¡vas a hacer desgracia tu vida!
Doña Julia Cortéz era conocida no porque tuviera una hacienda grande y próspera, porque la de ella era medianamente próspera, sino porque la doña era de un temperamento duro, seco, casi agrio, inflexible pero ante todo orgullosa hasta la médula, tanto con sus trabajadores como con sus propios hijos. Oponerse a sus decisiones era atenerse a muy duras consecuencias.
Así que doña Julia se opuso fieramete desde el principio al noviazgo entre su hija Eleonora Cortéz y el»infeliz don nadie», como ella llamaba a Paulo Contreras, el pretendiente despreciado. Pero Eleonora había heredado la misma soberbia que su mamita y a pesar de la fuerte oposición familiar y amenazas de sus dos hermanos mayores, se casaron. A partir de ese momento su vida dio un vuelco completo. Mamita le cerró las puertas de su casa, textualmente hablando. Cuando un par de veces, recién casada Eleonora había intentado visitar a su familia, los sirvientes avergonzados le negaron la entrada. Lo mismo pasó cuando intentó presentarle a mamita su primogénito.
Durante todos los años de matrimonio, Eleonora intentó a toda costa ocultar los fracasados negocios y mal comportamiento de Paulo para que no llegaran a oídos de doña Julia. Pero eso ya no fue posible en los últimos años, ya que Eleonora había enfermado varias veces de cólicos biliares y durante sus varias hospitalizaciones su negocio quedó descuidado y el dinero comenzó a escasear. Sus hermanos intentaron intermediar para ofrecerle ayuda económica, pero en cada ocasión recibieron un digno y orgulloso rechazo de parte de ella.
La gota que derramó el vaso y que provocó que Eleonora decidiera tirar a la basura su fracasado matrimonio fue cuando Paulo llegó con una nueva idea para un negocio, jurando y perjurando hasta por la vida de sus hijos que esta vez se trataba de un negocio seguro. Eleonora recién había salido del hospital y aún no lograba enderezar el negocio, pero intentando confiar todavía una vez más en la palabra de su esposo sacó los últimos ahorritos que le quedaban. No supo de Paulo sino hasta varios días después, cuando una vecina le llegó con el chisme que lo habían visto carroceando a una mujer joven en el camión que recién había comprado y que formaba parte del tan prometido negocio.
Fue suficiente. En pocos días remató lo que le quedaba de su negocio, vendió la casa por la primera oferta que recibió y sin contarle a nadie sus verdaderos planes , una madrugada tomó a sus hijos y lo que pudieron cargar consigo , y subieron a un bus sin un rumbo fijo, jurando no volver jamás a su tierra amada pero donde había sufrido tanto.
Cumplió su promesa, nunca volvió. Muchos años después Eleonora murió en la nueva tierra que con benevolencia la había acogido cuando más lo necesitaba. Jamás volvió a ver a doña Julia, su mamita, algunas noticias de su familia le llegaron pero por otras vías. Doña Julia tampoco intentó buscar a su hija. Ambas tan igualmente orgullosas y soberbias murieron sin volver a verse jamás.
Continuará.
Judith González

Medico y cirujano por la Universidad de San Carlos de Guatemala, teatrista e investigadora, vive en Suecia desde el 2003. En Suecia ha trabajado como consultora en programas de salud para emigrantes y como médico general en la región de Södermandland.
3 Commentarios
Un relato con ternura e intensidad.Me gustó mucho ,esperamos más entregas.
Ojala que este relato tenga
una continuidad, quisiera leer mas de
los personajes especialmente de Cony.
Que manera tan sencilla y bella de escribir un relato, pero que al mismo tiempo toca temas tan actuales como el builling, el machismo, el maltrato infantil y las relaciones de familia. Ojala la autora nos ofrezca mas de esta interesante y bella historia.
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