Traficante de sombras

Marco Vinicio Mejía | Arte/cultura / TRINCHERA DE FLORES

La pequeña campana fue preñada de repiques cuando anticipó el grito del hombre con apariencia de ropavejero, especializado en mudanzas profundas:

–¡Cambio sombras viejas por nuevas!

El anuncio resucitó las raíces en ese lugar saturado de almas marchitas. La gente estaba cansada de arrastrar sus siluetas. Para algunos ya no era posible seguir encadenados a la proyección de antiguas tristezas; por eso anhelaban la compañía de un color que no fuera doliente. Otros eran menos exigentes; sabían que no se puede negar la oscuridad personal y deseaban rebajar la intensidad apagada que llevaban adherida a los talones: la parte más débil de sus existencias. Pocos prefirieron modificar su apariencia y canjear las tinieblas propias por el ajeno gris cenizo de quienes renunciaron a la esperanza.

El mercader de penumbras agitaba con la mano izquierda el cencerro. No mostraba esfuerzo para sostener con el otro brazo una canasta grande pero ligera de peso, pues allí guardaba la levedad crepuscular de los seres ocultos.

La tarde en que llegó a ofrecer el trueque no hubo nubes, ni viento, ni motivo para que los árboles desmayaran. La realidad polvorienta de aquel sitio empezó, gradualmente, a perder su soledad, cuando, una a una, las ventanas se abrieron para dejar al descubierto las miradas curiosas de los pobladores, quienes, hasta ese momento, comprendieron que había llegado la hora de cerrar el paso a su negro anonimato.

El vendedor ofrecía sus mercancías con una seguridad que chocaba con las certezas más modestas:

–Aproveche esta oferta; no es de todos los días. Deje a un lado su apariencia deslucida y recibirá una gracia completamente distinta.

Tilín… tilín…

–Deje de pensar en el mañana porque del ayer traigo estas sombras recientes que le darán distinción. ¡Vamos, acérquese! yo no ofrezco las oscuridades de siempre…

Una mujer desaliñada no disimuló su impaciencia al aferrarse con fuerza ahogadora a uno de los barrotes del balcón, desde el cual se asomó para preguntar:

–¿De casualidad no lleva una sombra anaranjada? Con una de ese color podré sentirme cubierta del celaje con que siempre he soñado.
–No hay casualidad alguna en su gusto señora. Si adquiere ese tono, la noche no podrá evitar que usted sea acompañada por un refrescante complemento.

Seguro de sus ofrecimientos, el buhonero se acercó a mostrar los delicados productos. La interesada se apresuró a salir de su casa para examinar con más cuidado las siluetas, dobladas como si fueran finos pliegos de papel de China. Cuando estas eran extendidas sobre el suelo, se tornasolaron en materia nebulosa que se unió a quienes las querían como extensiones. El traficante poseía el don de la anticipación; sabía encontrar el matiz más apropiado para las personas ansiosas que requerían nuevos contornos. Pronto lo rodearon, entre exclamaciones de asombro y risas nerviosas.

Unos y otras empezaron a disputarse la mercadería… presas de un contagioso frenesí, circunstancia que el vendedor quiso limitar cuando advirtió:

–Tomen lo que más les guste, que yo no quiero su dinero a cambio. Páguenme con una prenda que solo merezca su olvido. Ustedes le quitan peso a la memoria y yo me gano aprecios pasados.

Cada uno se apresuró a buscar los objetos más desprendibles que todavía conservaban. Cartas de amores idos, argollas de compromisos pulverizados, diplomas de oficios desprestigiados, fotografías de sucesos agriados; todo aquello que el tiempo degrada repentinamente trastrocó su perdido valor usual por un flamante valor de cambio.

Aterido y ajeno al tumulto, el barbero presenció el agitado intercambio. Temblaba detrás de la ventana, resignado a quedarse con su silueta que no podía alargarse durante el crepúsculo ni reducir su tamaño frente al éxtasis del sol. En ese momento pensó que era el único del pueblo que podía sobrevivir de sus recuerdos. Los años habían transcurrido al influjo de la amalgama tricolor del cilindro giratorio que anunciaba su oficio blancamente pulcro, azulado de perfumes y con la precisión escarlata de los afeites. La higiene, los aromas y el filo eran logros siempre efímeros, aciertos con los que coleccionó mechones capilares de amigos, familiares y desconocidos agradecidos por sus atenciones. Su patrimonio era de desechos, reunido con la convicción de que solo una vez podía sacrificarse el pelo.

El sol se ocultaba. Al fondo de la calle principal se disipó la presencia del negociante que cargaba con la amnesia completa del pueblo. Su figura codiciosa fue seguida por la mirada del fígaro, quien parecía una estatua de sal. La gente se aprestó a estrenar el colorido radiante de sus sombras, en un claro desafío a la penumbra que llegaría para inundar un escenario remozado. La intuición social fue unánime para no apagar luces ni fuegos y así disfrutar del goloso desfile de las recién adquiridas fosforescencias.

Era una noche de desenfreno cromático, como si se reunieran las luciérnagas del mundo. Nadie se preocupó por el amanecer. Solo el rapabarbas se apartó del inesperado carnaval cuando sintió la necesidad de descansar, arropado por las tinieblas de la soledad. No tenía familia ni perro que le obsequiara un ladrido.

El festejo se volvió interminable. Los pavoneos de los lugareños eran incesantes, despreocupados gracias al combustible de la lozanía que los pobló de fantasmas risueños y visiones desarmadas. En ese pequeño universo en expansión nada debía ser recortado: ni vello, ni plumón, ni cerda. El peluquero era el único despreciado por la absurda fidelidad a su sombra. Poco a poco se volvió un desempleado que se negó a andar por la calle para evitar comparaciones o contrastes con su apego. La situación se volvió tan desesperante que deseó el regreso del comerciante.

Pero, un día de tantos, las sombras comenzaron a despintarse. La localidad multicolor sufrió desvaídos, ahogada por los sollozos y toda clase de expresiones de descontento. Hombres y mujeres se entregaron en plenitud a la mudanza vital. No pusieron en duda la calidad de las mercancías ni exigieron certificados de garantía. Nadie ensayó la firmeza de los pigmentos ni se preocupó en indagar la procedencia de los componentes. Al final, quedó en evidencia que las células también destiñen y los átomos están condenados a las apariencias.

Al principio no hubo alguien que admitiera las dimensiones de la estafa, pero terminó por ser inevitable reconocer la falsificación de los anhelos. No faltó el incapaz de soportar el engaño y su mente se extravió. Otro se desmoronó ante la humillación y se ahorcó con su sombra. Cada cual debía remolcar su figura descolorida. Fue así como se generalizó la epidemia de palideces.

El barbero no ocultaba su altanería, después de soportar desprecios y odio en silencio. Pintó su negocio con el blanco de las nubes, el rojo de la sangre y el azul del firmamento.

Damas y caballeros al borde de ataques de nervios se organizaron en comandos de indignación para salir a la caza del mercader. La mujer del celaje lucía malaventurada y desvalida. La ebullición pueblerina era indescriptible en una concentración de puños amenazantes y manos crispadas que clamaron venganza. La indumentaria de persecución se dermatizó de luto y ansia de tinieblas. Antes de partir, juraron descorrer las negruras, conjurar los eclipses y disolver las nieblas.

Era una pobre tropa de espectros raídos, al rescate de su memoria.


Marco Vinicio Mejía

Profesor universitario en doctorados y maestrías; amante de la filosofía, aspirante a jurista; sobreviviente del grupo literario La rial academia; lo mejor, padre de familia.

Trinchera de flores

Correo: tzolkin1984@gmail.com

Un Commentario

Julio Floresache 07/07/2019

Me gusta su estilo narrativo. Muy buena pieza. Lo recuerdo cuando con Quiroa y Canel escribían desde LaRial. Felicitaciones.

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