Marcelo Colussi | Política y sociedad / ALGUNAS PREGUNTAS…
La pobreza genera pobreza. Eso no es ninguna novedad, por cierto. La pobreza funciona como círculo vicioso: no permite el desarrollo integral, y sin él, no hay mejoramiento en la calidad de vida. Si salud y educación son la clave para superarla, los sectores pobres son los que menos acceden a ellas. Por lo tanto, que un niño trabaje y no pueda dedicarse a ser niño, es decir, crecer sanamente, estudiar, capacitarse positivamente para el futuro, es un mal comienzo y un mal augurio de lo que podrá venir.
La Organización Internacional del Trabajo -OIT- señala que actualmente hay más de 350 millones de niños trabajadores en el mundo. El hecho de que un menor trabaje se liga a la pobreza: es siempre una «ayuda» al presupuesto familiar. En áreas urbanas puede aportar hasta 25 % del ingreso hogareño. En áreas rurales, aunque no cobre salario, aporta mano de obra familiar (los varones, colaborando en las tareas agrícolas; las mujeres, con el trabajo hogareño). El Guatemala, ese aporte representa alrededor de 2 % del producto bruto interno –PBI–.
El trabajo infantil llena una necesidad; eliminarlo significa privar a una enorme cantidad de población adulta de una ayuda que, de no tenerla, se vería sumida irremediablemente en la indigencia total. Es por ello que se está ante un complejo círculo vicioso: poblaciones pobres–familias pobres–padres con pesadas cargas familiares-niños que deben trabajar–niños que no acceden a la educación formal–futuros adultos sin capacitación–familias pobres–poblaciones pobres. Círculo, entonces, muy difícil de romper. ¿Por dónde empezar?
Dice la CEPAL: «Desactivar los mecanismos de reproducción de la pobreza precisa de políticas de inversión social que amplíen y potencien el capital humano». De no potenciarse, de no capacitarse para un desarrollo humano integral y sostenible –como sucede con la masa crítica de niños y niñas que a muy corta edad ya están trabajando y no completarán sus estudios, ni siquiera los primarios–, no hay posibilidades reales de poder superar la pobreza. Ahí cobra pleno sentido lo dicho como frase introductoria: la pobreza genera pobreza.
Una niña o un niño trabajando tienen hipotecado su futuro, y por tanto el de su sociedad. La relación es inversamente proporcional: a mayor tiempo trabajado, menor tiempo de estudio. Por tanto, el trabajo infantil puede «salvar» del hambre aquí y ahora –como de hecho sucede, siempre muy relativamente–, pero cercena a futuro las posibilidades de desarrollo. Salvando las distancias, funciona como las remesas de familiares en el extranjero: constituyen un bálsamo, un remiendo a la precariedad de base, pero no pueden modificar una situación estructural. Por el contrario, la reafirman.
En otro sentido, el trabajo infantil es cuestionable por otro cúmulo de razones. Que un niño o niña a cierta edad desarrolle alguna tarea doméstica o aprenda el oficio de sus padres, puede ser un gran aliciente, personal y colectivo. Es una forma de contribuir a la socialización, de ir generando espíritu de responsabilidad, de solidaridad. Pero el trabajo al que nos referimos no es ese precisamente: se trata de algo realizado en un clima de dependencia con todas las cargas que sobrelleva un trabajador –cumplimiento de horarios, exigencias, a veces una gran cuota de peligro–, en una edad en que ningún ser humano está preparado para ello, aunque la urgencia de la vida fuerce a soportarlo («La necesidad tiene cara de perro»). Es eso lo que se denuncia como cuestionable, o mejor aún, como tremendamente alarmante: un menor que trabaja pierde, además de su estudio, la posibilidad de disfrutar su infancia, de jugar, de la magia de ser niño o niña; es decir, sufre. Si queremos expresarlo simplificadamente: la niñez es la preparación para la adultez; por tanto, un niño debe ser niño y no un adulto en pequeño.
Adicionalmente, y reforzando la historia de que el hilo se corta por el lado más delgado, el trabajo infantil se desenvuelve siempre, comparado con el de los adultos, en condiciones de mayor precariedad. Muchas veces está invisibilizado como tal, y en general no goza de prestaciones laborales ni derechos específicos, y aunque haya normativas al respecto, dado que es un grupo mucho más vulnerable por su misma condición de «pequeño» (prejuicio con el que deberíamos terminar alguna vez), resulta más «fácil» para el empleador saltarse las legislaciones. Además, los padres de los menores que trabajan, terminan avalando eso.
Luchar contra el trabajo infantil es luchar contra una grosera forma de explotación. Está claro que la pobreza es un círculo vicioso, y desde la pobreza es más urgente encontrar soluciones puntuales, aquí y ahora, que posibiliten comer todos los días. Pero ahí está la cuestión: un niño trabajador, al igual que un niño callejizado, un niño que mendiga o que se droga, nos muestra que todavía falta muchísimo por trabajar en pro de la justicia.
Fotografía por Oswaldo Páez tomada de S21.
Marcelo Colussi

Psicólogo y Lic. en Filosofía. De origen argentino, hace más de 20 años que radica en Guatemala. Docente universitario, psicoanalista, analista político y escritor.
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