-Héctor J. Álvarez-
2 del corriente.
¿Lo vas a hacer? pregunta él y me agarra de un brazo, y reclama mi atención como si el cuarto estuviera lleno de extraños. Claro que lo vas a escribir, se autoconvence, si te conoceré esa mirada, me dice, seguro que ya estás tomando notas mentales para armar una de esas ficciones que hacen llorar a tu madre. Pienso que debería aclararle que no es por las ficciones que llora mamá pero es un asunto complejo y mejor lo dejo pasar: le digo que seguramente; cómo que seguramente,nada de ficciones, me oís, y me aprieta más el brazo; me paro y su mano me tironea hacia abajo, le digo que me suelte, que solo voy a abrir la ventana para que entre aire fresco; me dice que no, que no abra la ventana; no se puede respirar aquí adentro; que no abras te digo, que me vienen ganas de tirarme; no jodás, estamos en planta baja; y eso qué importa, no te das cuenta que lo que más lastima son las ganas de tirarse. Yo de pie, no me animo a mirarlo desde arriba; él, sentado, seguramente me mira desde abajo. Me suelta pero yo todavía siento su mano en mi brazo, me alejo y es como si él se hubiera quedado con mi brazo en la mano. No abro la ventana, más que por no afligirlo a él, para no tentarlo a tirar mi brazo a la calle.
2 del corriente, a la noche.
Como si hiciera falta, él me confiesa que ha bebido. Me confiesa que ha bebido para achacarle al alcohol una coartada imprescindible. Admite, también, la urgencia de esa coartada (imprescindible) para decir lo que si no es dicho no es, ¡viejo! (¿Él tiene que decir quién es para no ser el que todos creen que es?). Trata de recordar. Él no sabe pero intuye que todo intento de la memoria tiene el fin, confeso o no, de probar a ver las cosas desde la perspectiva de un muerto (¿imaginarse muerto?), que es quizás la manera de verlas más vivas. Él trata de recordar (¡cómo si fuera posible!), y se olvida el cigarrillo encendido en el cenicero. Entre un acceso de tos y un nuevo cigarrillo, me pregunta si me imagino la muerte definitiva. No espera mi respuesta.No le interesa (o quizás no tenga importancia, aunque debería, no sé). Viene un silencio espeso y se queda. (¿Qué es lo absoluto?, me pregunto yo pero no se lo pregunto a él). La muerte será el sueño que no puedas recordar.
2 a la noche, tarde.
Ella lo deja. Él sospecha que hace tiempo que se han dejado pero hoy (o ayer) ella le ha dicho que lo deja. A él, sin embargo, le resulta curioso que a pesar de ser ella la que quiere dejarlo le haya pedido a él, que a lo mejor la dejó hace tiempo pero no se lo ha dicho, que se vaya. Es decir, que ella lo deja pero quiere quedarse (¿dónde?) y él, que no ha dicho que quiera quedarse pero quien calla ya se sabe, debe marcharse. Ahora bien, si él se marcha (¿de dónde?) solo porque ella se lo ha pedido no va a terminar de irse nunca (¿hacia dónde?) y por otro lado, si él no la conoce mal, ella al dejarlo partir cuando es ella quien anuncia que lo deja, va a malgastar el resto de su vida cavilando sobre quién realmente dejó a quién. (¿Cabría preguntarse si dos personas con semejantes preocupaciones deberían separarse?) Pero él alega que ella siempre ha sido una mujer apasionada (¿por lo tanto impulsiva?) por lo que no sería nada exagerado deducir no solo su incapacidad para formulaciones teóricas, en especial si atañen a los sentimientos, sino también el profundo desprecio que le inspira la retorica de los conflictos. En suma; ella es una mujer con la que hay que comunicarse de otra manera. Y él, aquí donde me ves, me dice, con ciertas torpezas que no puede ocultarse a sí mismo, ni a vos, aclara, prefiere el funambulismo intelectual pero se extingue con el efecto del malabarismo, es decir, escribo y si no me aplauden no sigo. Me pregunta, distraídamente, si a mí no me pasa. Sin darme tiempo a contestar, (¿por qué extravió el interlocutor?) dice (¿a quién?) que qué otro destino merecen las preguntas esencialmente dramáticas en las que no se buscan respuestas, ya sea porque no hay quién pueda darlas o porque son demasiado obvias. Y así, como comprenderás, vuelve, me dice; es muy difícil. ( Hace diecisiete años que están juntos, más o menos)
Madrugada del 3, creo.
Vos, me dice él a mí, siempre sintonizaste con la banda trágica de la felicidad, no por nada te llamábamos «Dramático», te acordás, sonríe al recordar; yo recuerdo sin sonreír aunque debería, creo. Vos no solo podrías sino que tenés que ponerle un orden a estas cosas, arropar con palabras (¿intenta ponerse lírico?) este frío de médula, esta vida desarbolada que ya ni para leña, mirá…; me paro y voy hasta la ventana como si pudiera ponerle distancia al patetismo ajeno. (¿Ajeno? pero ¿es que puede serme ajeno este hombre? Quizás sea eso lo que incomoda: las complicidades de juventud imponen obligaciones morales a la decadencia inevitable). No hay vergüenzas ajenas, me responde la ventana a falta de tercera persona. Pienso en la historia del náufrago que en la inmensa soledad del agua, cuando el bote salvavidas también se hunde, grita: no sé nadar; ¿a quién le grita? y ¿para qué?
3 del actual.
Él dice que durante un corto período de su vida, mi juventud, ¿te acordás? (Sí, cómo no me voy a acordar), a las mujeres de las que se enamoraba las entusiasmaba con sus planes de futuro, las electrizaba (sic) de optimismo, literalmente las subyugaba con la pasión que segregaban sus poros, su mirada febril, una energía que, si bien salía de su interior, ya no puede recordar qué la generaba (¿lo supo alguna vez?); hace mucho tiempo que a las mujeres a las que intenta seducir con regular suerte sólo les habla de su pasado, de sus raspones (que no cicatrices, me pide que anote), de sus estrategias fallidas, de sus fracasos, en fin, maquillados con el estudiado registro de un perdedor descafeinado, simpático a fin de cuentas. O eso cree él por ahora, me dice, ya que la duración de sus no digamos convicciones sino simples (¿aparentes?) creencias, afirmaciones, esos juicios de valor que a veces se largan al descuido para apuntalar una conversación, me explica, son más efímeras cada vez.
3, a media mañana.
No es el sonido de la puerta que se abre o se cierra, no es el golpe firme de sus pasos sobre las tablas del piso lo que anuncia su llegada, cuando ella entra en la habitación ya se sabe (o ya sabíamos ) que nadie más que ella podía entrar así, resueltamente, y dirigirse al sofá donde él se deja morir y sin preámbulos, sin una hilacha de gesto que la delate (¿pero sabíamos o no?) golpearlo en la cara con la mano abierta, un cachetazo sonoro, en fin, que aletea por el cielorraso y desaparece en las inmediaciones de la lámpara del techo (apagada o encendida, es lo mismo) y allí su mirada, toda ella son dos ojos (¿o sus dos ojos son la mirada?) que yo intento sostener todo lo que puedo agarrado a un vaso vacío, inmóvil, para aguardar a que pestañee, a que se espante una lágrima y me otorgue una excusa para acercarme a la ventana y abrirla y no perderme, en el balcón de enfrente, a la vecina que después de poner a secar la ropa, como de costumbre, se quedará un rato más para poder mirar arrobada al viejo de su marido cuando pase por la vereda con ese perro diminuto que cada vez que se pone a ladrar con ese hilito de voz histérico no me deja escribir tranquilo.
Héctor J. Álvarez

(Buenos Aires, Argentina; 1950). Está radicado en Suecia desde 1978 donde se desempeña como técnico de multimedia en la Real Universidad Tecnológica de Estocolmo. Es miembro de la Asociación de escritores suecos. Ha publicado Cuentos prófugos (1993, Suecia, Ed. Saltomortal), El faquir (2002, Suecia) y Silbo solo (2006, Argentina, Ed. Libros de tierra firme. Segunda edición 2007, Argentina, Ed. La voz del espejo). Ha sido también traducido al sueco, Askar (2004, Suecia) y además está representado en la Antología del cuento latinoamericano en Suecia (1995 Suecia, Ed. Invandrarförlag) . Su poesía puede encontrarse, además, en revistas y periódicos de Europa y en la Antología de poesía latinoamericana (México, 2005)
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