Te odio, Leopoldo

Alejandra Colom | Arte/cultura / PRODUCTOS CULTURALES

Viví casi cuatro años en el Congo. En ese Congo que antes fue Zaire, antes fue Congo y antes fue un «estado libre», propiedad de un rey. Antes no fue país porque en ese espacio inmenso hubo reinos, clanes y grupos que no se entendían entre sí, o que se conquistaban o no sabían que existían. Después de que mercenarios y empresarios, o mercenarios empresarios, se apropiaran de grandes espacios y mucha gente, después de la independencia, de que mataran a Lumumba, reinara y cayera Mobutu, de la guerra que engendró a Kabila padre y a Kabila hijo, después de que nacieran los bisnietos de quienes perdieron una mano por no llegar a la cuota de hule cosechado, llegué yo. Estos «antes y después» los aprendí a posteriori. Tal vez los menciono para motivar, a quien me lea, a hacer una búsqueda en Google. Si buscan, por ejemplo, «Leopoldo Congo», las primeras imágenes que verán son de africanos sin manos, de pie junto a hombres blancos con sombreros como los que ahora portan los policías metropolitanos de tránsito en Guatemala. Si buscan «Congo Mobutu», verán fotos de un señor con un quepí de leopardo, muchas veces acompañado de otros dictadores o de Ronald Reagan. Si escriben «Lumumba», se encontrarán con el rostro de un señor con anteojos con la mirada de alguien que se sabe mártir. Me provoca la misma tristeza que siento cada vez que veo las fotos de los desaparecidos políticos en las paredes de la zona uno de Guatemala. Por su parte, el rey Leopoldo II tuvo siempre la pinta de ser un hijueputa. Lo digo sin pena porque todos los belgas que conozco piensan lo mismo.

Acepté ir al Congo basándome únicamente en los conocimientos adquiridos de la Geografía Visualizada de sexto grado, cuando el currículo de Estudios Sociales presentaba África como un mapa para memorizar, pegarle cebras y jirafas, trazar el río Zaire, ubicar el Nilo, dibujar pirámides en Egipto y pasar la página. No sabía lo suficiente como para avergonzarme de conocer tan poco. Me preparé para el viaje en un vacío literario. Ahora, a quien quiera ir al Congo, obligaría a leer Un recodo en el río de V.S. Naipul y La biblia envenenada de B. Kingsolver. De hecho, aunque no vayan a ir al Congo, trato de convencer a quien me escuche de leer esas dos obras. Yo, sin embargo, llegué a Kinshasa sin saber de esos tesoros que me hubieran ayudado a sobrellevar el choque cultural. El libro que moldeó mi imaginación un par de meses antes de aterrizar en el aeropuerto de Ndjili fue Los fantasmas del rey Leopoldo y por eso llegué odiando a ese maldito rey.

El libro de Adam Hochschild detalla los crímenes y abusos cometidos durante la macabra conquista del Congo. Me aferré al enojo que leer a Hochschild provoca en cualquiera con una pizca de corazón. Tantos datos contundentes sobre las atrocidades opacaban la ansiedad personal del viaje. La obra me dio una causa más allá de la frívola razón de mi mudanza, que era simplemente mudarme con mi pareja, que estaba por comenzar un trabajo allá. No me apenaba explicar eso a las personas que creían que me inspiraba alguna causa altruista. Tenía treinta años, una maestría, y después de tres años fuera del país, no lograba ubicarme en Guatemala, ¿por qué no el Congo? Sonaba convencida cuando lo decía en recio. Sonaba valiente, un poco insensata. Me gustaba escucharme. A nadie le contaba de las dudas porque ya sabía que preguntarían «¿por qué te vas entonces?» No tenía respuesta, así que no le hablé de estas dudas a nadie.

Leí Los fantasmas y me percaté de que sería más fácil adaptarme si llegaba a Kinshasa con alguna misión, aunque fuera imaginaria. Iba dispuesta a encontrar a otra gente enojada. Usaría la antropología para luchar junto con esos compañeros que, en la historia que ya tejía en mi mente, se extrañarían al principio de mi interés, pero luego me harían una de los suyos. Todos odiando a Leopoldo y a las consecuencias de su nefasta avaricia.

Viví casi cuatro años en el Congo y nunca conocí a gente enojada como yo. Lo que encontré fueron personas preocupadas por pagar las cuentas, por tener qué comer o por estirar un salario para mantener a la familia nuclear, a la extensa y a los ahijados. Hice amigos que se avergonzaban de la corrupción de los funcionarios y «pagué rescate» para recuperar mi tarjeta de identificación o mi pasaporte en los retenes ilegales. Aprendí a negociarlos y a convivir con la añoranza de muchos congoleños de volver a la época colonial. Entendí que indignarme por la historia de un país era un lujo. Escudriñar las notas históricas del libro era precisamente el tipo de privilegios de los que había soñado escapar con esos amigos imaginarios que hice antes de llegar a Kinshasa. Mi indignación ni siquiera tenía banda sonora. La música en mi cabeza era tan blanca como las tareas de África de sexto grado.

«Te odio, Leopoldo, por lo que desataste aquí», pensé muchas veces, pero nunca lo pude compartir con nadie, ni siquiera con mi pareja. No podría decir si ese desatar tenía que ver tanto con mis propios despertares como con los estragos coloniales y poscoloniales que siguen provocando tanto dolor en un país que amo. No sé si es porque en Congo dejé de negar la inevitabilidad de mi blancura y sus privilegios y ahora convivo con esa contradicción todos los días.


Alejandra Colom

Soy antropóloga cultural y aplicada (UVG, U Maryland, KU Leuven) convencida de que la ciencia debe estar al servicio de la humanidad. Siempre consciente de mis privilegios. Respetuosamente irreverente del statu quo. Amo dar clases, hacer etnografía, escribir, encontrar consensos entre grupos heterogéneos, cuestionar el poder. Amo a mi país, aunque me duela cada día. Extraño el Congo. Lo que digo y escribo no representa a nadie más que a mí.

Productos culturales

Correo: alecolom@yahoo.com

Un Commentario

Marisa 14/06/2019

Qué relato tan íntimo. Gracias. Leerte me hace entenderme y entender e interpretar mi realidad, ahorita, aquí.

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