Tarde de matadores

-Alberico Lecchini-

Sol, gente alegre cargada de canastos con comida y bebida; niños, ancianos, madres y hermosas jóvenes y atildados caballeros con trajes típicos. Música, que parte de una banda de 40 entusiastas que recorren la plaza con pasodobles y marchas; y una arena dorada donde se destacan dos círculos blancos y concéntricos, esa arena donde el público espera impaciente que se manche pronto con la sangre roja del toro. Es una tarde de toros y matadores donde fueron invitados Carmen y Elías por un amigo. Quería agasajarlos con la fiesta más popular de España.

– Esto es una fiesta de la muerte- comentó Carmen horrorizada antes de que comience la lidia.
– Pensar que leyendo la novela Fiesta de Ernest Hemingway uno creía que esto sería maravilloso- respondió Elías, entre impresionado y confundido.
– Lo dudo, para mí creo que va a ser hasta medio traumático… – dijo temerosa Carmen.
– Bueno, tal vez no sea para tanto. Como nos dijo César, debemos admirar la destreza de los hombres y especialmente del torero, y no del sufrimiento del toro. Por eso nos regaló los billetes- reflexionó no muy convencido Elías.
– Si, pero la única corrida que vimos por la TV en alguna ocasión no nos agradó nada.
– La verdad es que toda esta historia de las lidias me terminan dejando un sabor amargo en la boca. Creía que podía llegar a ver al torero como en Fiesta, pero cada vez lo dudo más – agregó Elías tratando de ver todo aquello con los ojos de Hemingway sin resultado.

“Una tradición que lleva milenios se desplazará por primera vez ante nuestros ojos, piensa Carmen, a pesar de haber jurado que nunca iríamos a una Plaza de Toros para ver morir a un animal torturado durante una media hora por un grupo de peones, banderilleros y piqueteros, y finalmente liquidado por el matador. Creo que me arrepiento de haber venido”, reflexionó para sí misma. Pero no quería influir más en Elías porque fue él quien con más entusiasmo quería concurrir a la Plaza de Toros.

Esa tarde, allí frente a los ojos de la pareja, se daban cita unas 5 000 personas. Por encima de los altos muros de la Plaza podía divisarse la fortaleza de Santa Bárbara y los techos de tejas rojas que bajaban por la falda del cerro. El calor era atemperado por la brisa fresca proveniente del Mediterráneo que entraba por las numerosas y anchas troneras emplazadas a lo largo de la estructura circular.

Entre la muchedumbre, Carmen y Elías descubren que muchos hombres fuman gruesos puros que perfuman el aire confundiéndose con los fuertes olores de orín y estiércol que provienen de los establos donde caballos y toros están resguardados, esperando el gran momento, junto a los tres jóvenes matadores que hoy harán su debut en esta Plaza. Según les dijo César, eran principiantes pero con mucho talento y que hacen su primera lidia en serio, es decir que por primera vez tenían que matar al toro frente al numeroso público.

Sin embargo antes del comienzo las botas de cuero cargadas de vino pasaban de mano en mano entre los grupos de amigos que venían a divertirse, y el ejemplo más exótico era un pequeño barril de madera de unos cinco litros de capacidad, del cual sobresalía un trozo de caña hueca por donde bebían el vino los numerosos compinches que la compartían.

– Aquí está todo permitido, canilla abierta para el que quiera – comentó ácidamente Carmen.
– Y nosotros que trajimos solo agua – dijo resignado Elías.

Entonces, en ese momento sonaron las trompetas anunciando la entrada de los toreros, precedidos por dos jinetes vestidos de negro con sombreros de fieltro del mismo color, adornados con dos largas plumas con los colores de las banderas de España, el rojo y el amarillo.

La gente aplaude, y desde el palco de honor el presidente de esta lidia, saluda y da su aprobación para que comience la corrida.

– Cuánta tradición y cuánto teatro hay en esa parada. Y mirá como el público se enloquece. Lo mismo que si fuera un partido entre el Barcelona y el Real Madrid -señaló Elías sardónicamente al oído de Carmen que apenas si llegó a escuchar lo que decía

– ¡Eh chavales! Vosotros no sois españoles, ¿verdad? – dijo efusivamente un hombre cincuentón, de prominente vientre y que lucía una gorra vasca que tapaba probablemente una extensa calva. De su grueso cuello colgaba una pañuelo rojo y las mejillas las tenía encendidas y coloreadas por el vino.
– Usted ha acertado, amigo – contestó Elías temeroso de que el hombre a su lado hubiese escuchado la conversación entre ellos.
– Me llamo Antonio – dijo el tipo.¿Y saben? Siete toros dejarán de respirar esta tarde, afirmó con convicción. Sus vidas hubieran sido apagadas de todas formas, aún cuando el matador hubiese fracasado en su intento de clavarles la espada en el corazón. Una vez que pisaron la arena no hay retorno, pobrecillos – dijo con un tono de aparente lástima. Y prosiguió – Si por algún milagro el toro saliese con vida, por ejemplo en caso que hiera o mate al torero, lo cual como se podrán imaginar no es muy frecuente, ¡ja ja ja!, los peones se encargarán en el establo de dispararle una descarga con una pistola eléctrica, y lo dejarán seco, ¡ja ja ja! – se reía Antonio como si fuera la broma más divertida de la tarde.

En ese momento un toro negro salió con paso raudo y desafiante a la arena, bajo los gritos ensordecedores de los espectadores y la música de las trompetas.

– Ese toro debe pesar media tonelada, sin dudas – siguió indicando Antonio muy seguro de sus cálculos y previsiones. – Les puedo asegurar chavales de que tiene los minutos contados, cada lidia no lleva más de media hora, se los prometo…

«Durante ese período intentará con sus cuernos reivindicar su fama de toro bravo atacando a todos los que se les ponen enfrente, los peones con sus trajes ajustados de diversos colores, algunos de mayor rango en camino de ser toreros, llevan lentejuelas de plata; o finalmente a su futuro verdugo, que viste traje de lentejuelas doradas y medias de seda rosadas”, pensó Elías.

– La pose y el traje ajustado me parecen muy femeninos – comentó Carmen al observar la coreografía de aquellos machos entre los machos, más parecida un grupo de ballet por sus trajes ajustados, la montera negra que adornaba sus cabezas, que un grupo de verdugos. Luego ambos descubrirían que en algunos momentos de la lidia el matador se movería con pasos de baile y poses estudiadas, que dependiendo de la habilidad de cada uno, encantaban al público, por ejemplo cuando le daban la espalda al toro.

«Pero ese toro no se va a dejar matar muy fácil”, pensó Elías. Al trote, el burel, como lo llamaban también al bravo animal, recorrió la arena buscando enemigos. Entonces los peones hicieron la primera y menos dramática parte de la lidia, desafiaron al toro con sus capotes de color rosado, y tan pronto este los atacaba se escondían detrás de la barreras de protección. Otros, más duchos hacían algunos pases de principiantes, pero suficientes para que el toro comenzara a levantar presión y agresividad.

Luego, las trompetas hicieron el anuncio de la entrada de los dos piqueteros a caballo, vestidos con trajes dorados y sombrero de ala negra, y los equinos protegidos por un pesado peto que los salvaguardaba de las afiladas astas del toro cuando lograba atacarlos con certeza.

– Les cuento que esta es la primera parte de la lidia a la que se expone el toro, ya que es atraído a atacar al caballo, que con los ojos vendados como pueden ver, no puede esquivar la violenta carga del toro. Entonces el piquetero aprovecha la oportunidad para herir en el lomo al toro con su lanza – señala Antonio con la mirada alucinada por el entusiasmo de lo que se avecina, y el vino de su bota.

Y los toros y los toreros fueron desfilando en un escenario manchado de rojo ante un público exigente que quería las orejas cortadas de los toros fueran más rápido. El sol comenzaba a ocultarse detrás de los muros de la Plaza. Y los toros salían a arrastrados de la arena por un tractor rumbo a los establos donde lo descuartizarían para vender la carne.

– ¡Vean, vean!- gesticulaba Antonio cuando el último toro a matar derribó de una cornada al caballo en una embestida rápida. La gente se levantó de sus asientos, las mujeres dejaron de abanicarse temblando de emoción ante la posibilidad de que el toro clavara sus cuernos en la parte desprotegida del vientre del pobre caballo, que debido al peso del peto, debió ser ayudado a pararse sobre sus cuatro patas por varios peones, mientras otros distraían al toro con las muletas rosadas y gritos de desafío.

¡Toro! ¡Toro! gritaban mientras el público aullaba. Ni Carmen ni Elías entendían si los aplausos iban para el toro o para los hombres en la arena que habían logrado apartar el peligro.

– Miren, ahora entran en acción los banderilleros. Esos son los más valientes para mí – expresó sin dudar Antonio mientras remachaba su afirmación con una largo trago de vino.

Los banderilleros, a los que había que reconocerles su habilidad y valentía -pensó Elías- , corrían al encuentro del toro que los esperaba y reaccionaba atacándolos, pero los habilidosos y ágiles jóvenes esquivaban el ataque y clavaban en el lomo las banderillas y huían rápidamente al mismo tiempo hacia las vallas de protección. La sangre comenzaba a emerger del cuerpo del animal a medida que las seis banderillas clavadas hacían su trabajo sobre el lomo.

– Esto es horrible. No me lo puedo creer.¿ Es que no se dan cuenta de como sufre ese pobre animal? le decía Carmen a Elías al oído mientras se abrazaban con fuerza.

Antonio percibió el estado de ánimo de la pareja y para animarlos dijo:

– Es ahora cuando el matador comienza su faena, la última fase con el toro enardecido pero ya algo cansado y confundido. Lo hará girar detrás de su muleta rosada durante varios pases, ven ese es una Verónica, ese otro un Molinete, más o menos arriesgados, más o menos vistosos, contaba Antonio entusiasmado.

– Olé! Olé! – gritaba el público enardecido.

El toro cansado y con la lengua colgando ya no responde con la misma agresividad.

“Ese toro quiere la muerte” comenta alguien del público.

– Bendita sea la cultura taurina que el toro sabe cuando es hora de morir, dice Elías sin dirigirse a nadie y a todos a su alrededor. Pero nadie le da importancia a su comentario. Esperan expectantes que el matador con la espada escondida esta vez debajo de la muleta roja, clave el acero hasta la cruz en el sitio preciso detrás de la nuca del toro y este comience a flaquear mientras los peones con sus capotes lo confunden aún más. Finalmente cae de costado, con sus cuatro patas convulsionadas por los estertores de la muerte.

– Joder! esta lidia sí que estuvo buena. Una oreja para el matador, sin dudas. La única, porque debo decirles chavales que en las otras seis lidias los toreros estuvieron bastante flojos. Claro, eran principiantes. Pero este último chaval promete. Bueno, ¿qué les pareció? – preguntó Antonio con cierta esperanza que aquellos extranjeros salieran conformes luego que finalizara el espectáculo.
– Muy emocionante por momentos, pero muy cruel e injusto con el toro – respondió Elías diplomáticamente.
– A mí me ha dejado pasmada tanta sangre y regocijo del público a la vez. Una porquería de fiesta – dijo Carmen intentando sacarse la bronca que tenía dentro y le oprimía el pecho
– ¡Ah!, entiendo -respondió Antonio sin ofenderse- ¡Eso es porque no han nacido en España, chavales! ¡Ja, ja! –fue su jocosa respuesta mientras se dibujaba en su cara una ancha sonrisa y agitaba la bota de vino ya vacía de contenido. Solo la sangre del toro permanecía en la arena cuando la plaza quedó vacía y las sombras se adueñaron del espectáculo.

Alberico Lecchini

Escritor y periodista sueco-uruguayo reside en Suecia desde 1977. Trabajó como reportero y productor en español para Radio Suecia, la emisora pública del país; freelance para algunos medios latinoamericanos y canales de TV intenacionales como CNN y Deutche Welle (español). Autor de cuatro libros de cuentos: Una luz en la noche ; Taxi Driver ; Prófugos en el pantano y El regreso de Emma Zunz , publicados en Amazon Digital.

0 Commentarios

Dejar un comentario