Camilo García Giraldo | Arte/cultura / REFLEXIONES
Hasta bien entrados los tiempos modernos una gran mayoría de hombres y un buen número de mujeres seguían creyendo que estas tenían menores capacidades cognitivas-racionales y creativas-artísticas que los hombres. Creencia profundamente interiorizada en sus mentes que heredaron y aprendieron de sus antepasados históricos, y que sirvió de base para establecer una relación desigual entre los dos: los hombres poseedores por excelencia de estas dos capacidades fundamentales tenían el derecho de formarlas, cultivarlas, desplegarlas y usarlas tanto en el ámbito privado como en el académico-universitario y público de sus vidas; mientras que las mujeres al carecer de ellas, o al poseerlas en pequeña escala y dimensión, adolecían, en consecuencia, del derecho de usarlas en el terreno público de la sociedad.
Hecho que las revelaba y situaba como seres inferiores a los hombres, y que muchas de ellas aceptaron y asumieron como un hecho natural e inmodificable de sus existencias debido entre otras cosas a que poseían la capacidad casi exclusiva y de gran valor de procrear los hijos, criarlos y cuidarlos durante su infancia; capacidad que las diferenciaban radicalmente de los hombres en tanto ellas y ellos creían erróneamente que estos carecían de ella en tanto no los habían forjado en sus vientres. Capacidad natural única que les compensaba el inferior potencial cognitivo y creativo que tenían.
Esta es una de las razones que explica que esta percepción de las mujeres se haya mantenido durante tanto tiempo en la historia. Las mujeres al sentir y saber que tenían una capacidad vital que los hombres no tenían se sentían compensadas, y en cierto modo conformes, así carecieran de las capacidades cognitivas y creativas de las que hacían gala los hombres y que les daba superioridad en la sociedad. Y los hombres a su turno reconocían con agrado y sin dificultad esta capacidad natural de las mujeres porque así quedaban libres para usar sus capacidades cognitivas y creativas en el ámbito público de la sociedad; y al usarlas confirmaban de nuevo ser sus dueños exclusivos que los colocaba por encima de las mujeres.
Sin embargo, a partir del momento en que los revolucionarios franceses guiados por los pensadores ilustrados declararon en la Constitución del nuevo Estado republicano que los hombres son por naturaleza libres e iguales se abrió la posibilidad real para que las mujeres comprendieran, como miembros del género humano, que también lo son. Y son iguales a ellos no solo porque poseen como ellos las capacidades casi naturales de acción y de lenguaje sino también las cognitivas y creativas que hasta ese momento los hombres no les reconocían y muchas ellas tampoco. Algunas de ellas, entonces, aprovechando la libertad que se les reconocía comenzaron a exigir el derecho de formar estas capacidades en la esfera académica-universitaria aprendiendo los conocimientos científicos y técnicos, y ejerciéndolas en los diversos ámbitos laborales tanto privados como públicos.
Ejercicio de estas capacidades cognitivas y creativas que presupone la existencia y posesión de las de acción y lenguaje, y que les permitiría, como de hecho ocurrió, probar la igualdad que las une de modo casi natural con los hombres. Pues si eran iguales a los hombres en tanto que poseían como ellos las capacidades de acción y lenguaje lo eran con mayor razón porque tenían estas facultades adicionales o complementarias cognitivas y creativas. Y como en efecto, comenzaron a comprender que las tenían se dieron una razón más no solo para sentirse iguales a los hombres sino también para serlo.
Comenzó así un proceso en el que poco a poco las mujeres decidieron hacer valer su libertad usando estas dos capacidades fundamentales que comenzaban a reconocer en sí mismas. Un proceso que estuvo rodeado de muchos obstáculos que interpusieron principalmente muchos hombres o algunas de ellas presas todavía de esa imagen tradicional de sí mismas. Obstáculos que tuvieron que enfrentar y superar pidiendo y exigiendo a los hombres –padres, hermanos, esposos- y en general a toda la sociedad, el derecho de poder formarlas, cultivarlas y usarlas libremente como seres libres que eran, por lo menos, que eran reconocidas como tales por las normas jurídicas del Estado.
El extenso y exhaustivo libro que Simone de Beauvoir publicó en 1949 El segundo sexo fue sin lugar a dudas una obra que contribuyó mucho a que las mujeres no solo aprendieran a criticar y liberarse de la imagen tradicional que tenían de sí mismas como seres centradas única y exclusivamente en la capacidad de procrear y criar los niños sino también en que son iguales a los hombres porque pueden y debe usar activamente todas las demás capacidades que poseen. En la medida que se miren y comprendan a sí mismas no como el «Otro» de los hombres -seres no solo diferentes sino también inferiores- sino como sujetos libres y autónomos que actúan en la sociedad ejerciendo las diversas capacidades que tienen se harán realmente iguales a ellos. Y al ejercerlas libremente los hombres, que aún no las reconocen como iguales, se verán empujados a reconocerlas como tales. En otras palabras, fue un libro que contribuyó de manera significativa, en especial en los siguientes años de su publicación a que las mujeres, se tornaran conscientes de sí mismas, de sus capacidades que son también las de los hombres cuyo ejercicio no solo las hace libros sino también iguales.
Pero, además, para de Beauvoir las mujeres al ejercer libremente sus capacidades y aptitudes logran algo más igualmente esencial: se hacen o se forman a sí mismas como auténticas mujeres. Por eso «La mujer no nace mujer: llega serlo». En la medida que las mujeres usen sus capacidades se forman a sí mismas como sujetos con identidad propia; el ejercicio libre de sus capacidades les da la posibilidad de forjarse su identidad real y auténtica, la fisonomía y rasgos de su ser, así como lo han hecho los hombres desde siempre. Ser lo que cada mujer quiere libremente ser es, entonces, la prueba y expresión de su libertad que le abrió y le abre continuamente el camino para conquistar y afirmar la igualdad con los hombres.
Ciertamente hoy la percepción o comprensión de esta condición fundamental que iguala a las mujeres y los hombres es una comprensión evidente e incuestionable para la inmensa mayoría de los miembros de las sociedades modernas, y que se consagra cada vez más de manera también clara y expresa en las normas constitucionales de los Estados. Pero es una comprensión que se forjó en un largo recorrido de más de 200 años en el que los hombres y las mujeres aprendieron no sin atravesar primero muchas dificultades.
Ahora bien, el hecho de que las mujeres tengan y ejerzan estas capacidades que tienen en común con los hombres y que las iguala a ellos no implica de ningún modo desconocer las diversas diferencias que los separan como las naturales-biológicas de género, de fuerzas, aspecto y fisonomía físicas, de rasgos psicológicos, etcétera; diferencias que hacen parte de lo que son, que constituyen parte de su identidad femenina, y que tendrían siempre que mantenerse y cultivarse para el bien de todo el género humano, para el bien de la diversidad de lo humano en donde se encuentra una de las razones más profundas que justifican su existencia en este planeta.
Camilo García Giraldo

Estudió Filosofía en la Universidad Nacional de Bogotá en Colombia. Fue profesor universitario en varias universidades de Bogotá. En Suecia ha trabajado en varios proyectos de investigación sobre cultura latinoamericana en la Universidad de Estocolmo. Además ha sido profesor de Literatura y Español en la Universidad Popular. Ha sido asesor del Instituto Sueco de Cooperación Internacional (SIDA) en asuntos colombianos. Es colaborador habitual de varias revistas culturales y académicas colombianas y españolas, y de las páginas culturales de varios periódicos colombianos. Ha escrito 7 libros de ensayos y reflexiones sobre temas filosóficos y culturales y sobre ética y religión. Es miembro de la Asociación de Escritores Suecos.
Correo: camilobok@hotmail.com
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