Matheus Kar | Arte/cultura / BARTLEBY Y COMPAÑÍA
La primera vez que vi 12 monkeys no dudé ni por un segundo en compararla con Brazil, tanto en la trama como en la estructura. A media película ya sabía el final. La verdad, me sentí estafado. Lo peor fue cuando leí que 12 monkeys estaba arbitrariamente «inspirada» en una película francesa no tan popular.
Respecto a las primeras dos, no faltará quien diga «¡Pero si se trata del mismo director!». Sí, pero no de los mismos guionistas. Lo cual es peor; comúnmente, no se toleran los plagios, las sospechosas similitudes, el préstamo de tramas entre autores, las pésimas adaptaciones y los remakes, pero sí que un autor (o director) se plagie a sí mismo, o se repita, casi con obsesión, excusándose bajo aquella máxima de que «dos o tres temas, al final, son los que persiguen de por vida al autor». Es creíble. Lo inaceptable es que dos o tres guionistas persigan a un director con el mismo guion y que este se engañe en pensar que hay considerables diferencias. Lo cual estimo una propuesta sin riesgo, cobarde.
Pero lo que, en realidad, me llamó la atención, en 12 monkeys por supuesto, es el «síndrome de Casandra». En la mitología griega, Casandra («la que enreda a los hombres») es hija de Hécuba y Príamo, reyes de Troya. Casandra fue sacerdotisa de Apolo, con quien pactó, a cambio de un encuentro carnal, la concesión del don de la profecía. En 12 monkeys, la doctora Kathryn Railly investiga este síndrome y a quienes lo sufren. Por supuesto, el síndrome de Casandra es un concepto ficticio, usado para describir a quien cree que puede ver el futuro pero que no puede hacer nada para evitarlo. Sin embargo, es muy buen concepto para definir a ciertos intelectuales que creen prever el futuro pero no pueden hacer nada para evitarlo.
Estos son los intelectuales que se ocupan o se oficializan en el terreno de las causas perdidas; son los que viven, idílicamente, golpeando puertas y portones que jamás se abrirán, porque, contrario a lo que piensan, resultan siendo murallas, paredes o diques enormes. De modo que sus propuestas siempre serán brillantes porque nunca fueron ni serán sometidas a la realidad. Este es, ya desenmascarado, el intelectual cobarde, porque cuando pudo ofrecer soluciones prácticas y sencillas a los problemas prácticos y sencillos, pero irresueltos, se inclinó por las propuestas utópicas, inalcanzables y, de todos modos, serviles, ya que también contribuyen a la no resolución del problema.
Así que, como Terry Gilliam (el director de 12 monkeys), estos intelectuales son perseguidos, pero nunca alcanzados, por uno o dos temas. Quizá porque son demasiado cobardes o demasiado tímidos para buscar otros.
Imagen principal tomada de Psicoactiva.
Matheus Kar

(Guatemala, 1994). Promotor de la democracia y la memoria histórica. Estudió la Licenciatura en Psicología en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Entre los reconocimientos que ha recibido destacan el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía «Canto de Golondrinas» 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), el Premio Editorial Universitaria «Manuel José Arce» (2016), el Premio Nacional de Poesía “Luz Méndez de la Vega” y Accésit del Premio Ipso Facto 2017. Su trabajo se dispersa en antologías, revistas, fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (Editorial Universitaria, 2016).
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