Edgar Rosales | Política y sociedad / DEMOCRACIA VERTEBRAL
Después de conocerse detalles acerca de la forma por demás oscura en la que poderosos empresarios financiaron la campaña embaucadora que en el 2015 llevó a la Presidencia a quien se presentaba como candidato outsider, al mismo tiempo que Juan Carlos Monzón destapaba las igualmente mafiosas operaciones que llevaron al poder al Partido Patriota, la conclusión inevitable para la ciudadanía guatemalteca es que el dinero privado es un estigma para la democracia.
Ya no se trata solo del origen espurio de los recursos (como en el caso de los fondos originados en actividades del crimen organizado). Igualmente, se cuestiona con severidad el dinero de origen legítimo pero que al ser administrado con poca o ninguna transparencia, inexorablemente se convierte en aporte ilícito.
Lo anterior entraña un dilema para la sociedad en general: ¿cuál es, entonces, la vía para construir un sistema político moderno, exento de prácticas oscuras, fortalecido institucionalmente y hasta sin mucho dinero, según lo han planteado diversos sectores ciudadanos? La única respuesta que se me ocurre es que los partidos políticos sean financiados entera y únicamente por el Estado, tal como ocurre en otras latitudes.
¿Dinero de mis tributos para mantener a una caterva de políticos mafiosos e improductivos? Sin duda sería la reacción de algún libertaroide «clásico», de esos que protestan ante cualquier gasto público que no se destine a favorecer a sus compinches de negocios (y también alguno es esos progresistas salpicado de ideología conservadora, tan en boga por estos días, y que se creen el cuento de que los impuestos solo deben servir para «lo esencial»).
Vamos a hablar claro: hacer política es caro, como lo es cualquier actividad –comercial o no– que se pretenda impulsar dentro de un sistema económico capitalista o parecido. Quien diga que se puede mantener un partido político tan solo con la voluntad de sus adherentes, es un perfecto iluso, un ignaro de la política o simplemente, un cretino empedernido.
Tan solo cubrir los gastos del día de las elecciones significa un gasto enorme. Por mucha voluntad que se tenga, a los fiscales que asisten todo el día a cubrir una mesa, hay que darles por lo menos un desayuno y un almuerzo. En 2015 se habilitaron 19 mil mesas en todo el país y si se quiere vigilar el conteo, lo ideal es que cada partido destaque a un representante por mesa, como mínimo, lo cual nunca ocurre. Vuele pluma…
Otro gasto inevitable es el traslado de votantes hacia los centros electorales. No, no confundir con el deplorable «acarreo» empleado por tipos como Arnoldo Medrano o Antonio Coro para asegurar su reelección ad eternum, tal como lo hicieron en cada elección al llevar votantes de otras jurisdicciones y por ello arrasaban con mucho más que la mayoría absoluta.
El traslado de votantes se refiere al legítimo apoyo que se brinda a quienes viven en caseríos y lugares localizados muy lejos de los lugares donde se han instalado mesas de votación y que, de no ser por ese soporte, no podrían ejercer el sufragio. Todo esto, apuntaba, tiene un costo elevado e inevitable en transporte. Una millonada.
Es cierto que en la legislación vigente ya se contempla un pago obligatorio de parte del Estado, a favor de cada partido político que haya obtenido «no menos del cinco por ciento (5 %) del total de sufragios válidos, depositados en las elecciones generales». Se les calcula US$ 2 por cada voto, con base en la cantidad de sufragios válidos recibidos, ya sea para los cargos de presidente y vicepresidente de la República, o para diputados al Congreso de la República por el listado nacional.
En las elecciones generales del 2015 fueron 15 organizaciones políticas las que conquistaron ese derecho en las urnas, por lo que habrán de recibir –en conjunto– un total de Q 89 117 574.40, pero no es una cantidad que se entrega de inmediato como generalmente se cree, sino que se distribuye en los cuatro siguientes períodos fiscales.
Empero, dichos montos tienen ahora destinos específicos: a) 30 % para formación y capacitación; b) 20 % para actividades nacionales y funcionamiento de la sede nacional; c) 50 % para funcionamiento y otras actividades en los departamentos y municipios donde se tenga organización vigente. Y algo más: solo en el año que coincide con las elecciones podrán los partidos destinar el total de la cuota anual del financiamiento público para gastos de campaña electoral, los cuales son deducidos del «techo de campaña».
Cabe señalar que es falso que ese dinero se pueda utilizar sin rendir cuentas de su uso. El artículo 21 de la LEPP prescribe la obligatoriedad, bajo reserva de confidencialidad, de la Contraloría, la SAT, la Superintendencia de Bancos, la SIT y los funcionarios públicos en general, de «hacer las diligencias pertinentes y entregar la información que les sea requerida para la efectiva fiscalización de los aportes públicos y privados que reciban las organizaciones políticas».
Vemos, entonces, que la disyuntiva es complicada: si el financiamiento privado fue satanizado –con el agravante de que algunos de sus propiciadores pueden ser fácilmente exculpados con solo pedir perdón– solo queda la vía de la financiación de toda la actividad político partidaria, incluida la electoral, con fondos públicos.
¿Que esos recursos deberían destinarse a asuntos prioritarios, como educación, salud y seguridad, como suele repetirse cada vez que un gasto público nos parece injustificado? ¡Sin duda! Pero en la otra mano debe considerarse un elemento toral de contrapeso: ¿acaso no es preferible, y menos oneroso, invertir recursos del Estado en un sistema de partidos políticos nuevo, a un Gobierno que recibió US$ 20 millones de cualquier fuente privada, pero llega obligado a restituirlos mediante beneficios fiscales, prebendas sectoriales u obras y bienes sobrevalorados ad infinitum? Por ahí considero que debe ir el debate.
Imagen tomada de El Comercio Perú.
Edgar Rosales

Periodista retirado y escritor más o menos activo. Con estudios en Economía y en Gestión Pública. Sobreviviente de la etapa fundacional del socialismo democrático en Guatemala, aficionado a la polémica, la música, el buen vino y la obra de Hesse. Respetuoso de la diversidad ideológica pero convencido de que se puede coincidir en dos temas: combate a la pobreza y marginación de la oligarquía.
Un Commentario
Me parece que siempre habrá opciones y la otra sería que los políticos no se recetaran sueldo y asignaciones monetaria que su servicio fuera social
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