Rafael Cuevas Molina | Política y sociedad / AL PIE DEL CAÑÓN
Ya mucho se ha dicho, con justicia, del Edelberto científico social, político, funcionario y académico. Yo lo conocí en todas esas facetas, en Guatemala y en el extranjero, en las buenas y en las menos buenas. Pero yo quiero compartir la dimensión personal, la de mi vida intersectándose, a ratos, de vez en cuando, con la de él, el Edelberto joven y el Edelberto viejo, el Edelberto allá y el Edelberto aquí. Es decir, el Edelberto en distintos momentos de mi vida, viéndolo primero como el amigo de mi papá, creo que por primera vez en mi casa, con un trago en la mano, o tal vez en la casa de don Mardoqueo García en La Antigua, en una reunión en la que todos discutían a voz en cuello y al mismo tiempo, en donde también estaba el Piqui Díaz, creo que Nayo Lemús, Mario López Larrave, Carlos Centeno, Lionel Méndez Dávila, Jorge Mario García Laguardia y no sé quiénes más de aquella época lejana, en una tarde luminosa de sábado en esa carretera entonces polvorienta que llevaba a San Juan del Obispo. Todos jóvenes y voluntariosos, no mayores de cuarenta años la mayoría, en medio de un ambiente político hostil que apenas un par de años después llegaría a límites que no sé si alguno ya presentía ese día, y que llevaría a muchos de ellos al exilio o a la muerte violenta.
No sé si invento, no sé si mis recuerdos de cuando yo tenía 12 o 13 años me traicionan, si esa tarde luminosa estaba ahí Edelberto como yo le recuerdo o si no estaba. Pero sí lo veo con esa juventud que hacía que todos parecieran inmortales de tanta vitalidad que emanaban y dispersaban como ondas, hablando y discutiendo con sus congéneres, sus iguales, algunos de ellos compañeros de estudio en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos, los mismos que aparecían en una foto de grupo en el patio central de la Facultad, todos subidos en la fuente que sigue ahí, en el mismo lugar, incólume, ya con saco y corbata, siendo aún tan jóvenes, veinteañeros, y que estaba en la segunda o tercera página del álbum familiar de fotos.
Luego lo recuerdo en su escritorito en el CSUCA, allá por 1974, cuando mi familia y yo llegamos a Costa Rica, un escritorio pequeño, de madera más bien gastada, con una máquina de escribir Olivetti y un rimero de papeles y documentos en una esquina. Una ventana atrás, recuerdo, sin cortinas, que daba a un patiecito de luz sin ninguna gracia, de plantas descuidadas a las que nadie echaba agua, y diciéndole, con esa su voz medio engolada, «Hola vos Rafa» a mi papá, que estaba de pie en la puerta que daba al corredorcito de una casa apenas a 25 metros de la Plaza Roosevelt, en San Pedro de Montes de Oca, muy cerca de donde nosotros y él con su familia vivíamos.
Así son los recuerdos que me van llegando poco a poco, recuerdos de una presencia cercana, familiar, en la que también están Tito e Indiana, estudiantes como yo, comprometidos como yo, hijos como yo de un intelectual de referencia, lejos todos de la patria primigenia, fijos los ojos en ella, atentos, iniciando la vida que nos ha alejado y esporádicamente vuelto a reunir en distintos momentos, algunos buenos, otros tristes. Como cuando murió don Edelberto Torres Espinoza y nos vimos en su velatorio, todos sentados en corro, contándonos lo que estábamos haciendo, lo que nos pasaba, hablando de los amigos y preguntando por aquel o por aquella, y de pronto que llega Edelberto y me dice, «vos Rafa, aquel cuadro que me vendiste se está decolorando», y la Indiana que, en medio de las caras largas de todos, no podía parar de reír.
En fin, así van saliendo en fila los recuerdos, recuerdos que son no solo de Edelberto sino de toda una época, de mucha gente querida, mucha de la cual se ha ido, incluyéndolo ahora a él que fue como un roble enjuto, muy firme físicamente, muy entero, aunque sin ningún empacho me dijera la última vez que lo vi, hace como unos dos años, que ya estaba jodido y viejo.
Adiós, pues, Edelberto, y no le digo «ahí nos vemos» porque yo no creo en eso, pero qué bueno que pude conocerlo, digamos que desde abajo para arriba, pero siempre cercano, familiar, como parte de todos nosotros, los de entonces y los que vamos quedando, aquí y allá, desperdigados por ese destino que nos marca el ser hijos de Guatemala, la bella, la horrenda, la de los muros orinados por los chafas.
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Fotografía por Vivian Guzmán Quiroa.
Rafael Cuevas Molina

Profesor-investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Costa Rica. Escritor y pintor.
2 Commentarios
Me he reido largo, por la anecdota del cuadro. Muchas gracias por el recuerdo. Yo también lo extraño mucho, porque aún le quiero mucho.
hermoso texto.
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