-Lorena Carrillo / DIARIO DE FRONTERA–
Las cartas de Manuel José Arce, poeta y dramaturgo (1935-1985) escritas desde Marsella y otras ciudades francesas, a donde partió al exilio, son una escritura empecinada en la reconstrucción de un tejido familiar y personal que ha sido roto para siempre. Una tras otra, dirigidas a su esposa, en lo que parece un gesto de rebeldía frente a la inevitable conmoción del mundo privado, el emisor de las cartas escribe obsesivamente, sobre su situación, la soledad y de una casa que repara él mismo para recibir (o recrear) a la familia dejada en Guatemala. La casa en el país de origen, que también remodelaba constantemente es un motivo recurrente: «Mirá la casa: en cada rincón están las huellas de mis manos queriendo hacer lo que más he querido en la vida: un hogar». La casa que debe venderse, que no puede venderse, la casa en el país de exilio que debe comprarse, que no puede comprarse; el subempleo, los hijos; el dinero que no alcanza: «enfermarme es un lujo que está fuera de mis posibilidades; los anteojos me costaron un sacrificio terrible». La crudeza de la vida en el exilio europeo, donde los enseres y las cosas del diario vivir adquieren enorme importancia porque se trata de la sobreviviencia: calefacción, ropa estacional, pero sobre todas las cosas: las cartas mismas, que son el vínculo con el «allá».
En medio de adversidades y de la carencia de todo, llama la atención el cuidado de su imagen personal a través del papel para escribir, modo convencional de comunicación entonces. Algunas de estas cartas familiares están escritas en hojas de papel con un membrete personalizado impreso en el margen superior, un diseño posiblemente de su propia autoría, con la figura de un caballo-dragón rodeado de volutas arbóreas o vegetales y el nombre del remitente; una suerte de lo que hoy sería su «foto de perfil» en redes sociales, diseño inspirado en gráfica antigua, posiblemente medieval. Una suerte de identificador gráfico y escrito del remitente que encabeza sus cartas, que puede «leerse» como paratexto que, de entrada, configura una autorepresentación a modo de apertura de la misiva. Este texto gráfico podría leerse, también, como una especie de autorretrato, algo como la «escena de lectura» que Molloy examina en las autobiografías de intelectuales, aunque aquí sería más bien una «escena de escritura».
El otro asunto digno de atención es el modelo de la letra manuscrita del saludo, de la firma o el texto todo. Manuel José Arce era calígrafo, de hecho en su juventud enseñó en escuelas secundarias de El Salvador, donde creció, esa asignatura. La elegancia del papel y la esmerada caligrafía, alargada, de trazos aristocráticos, contrastan significativamente con la frugalidad y escasez que caracterizaban la vida que llevaba en Francia y de la cual daba cuenta en cada carta. A modo de viejos blasones familiares en los que se asienta una identidad fincada en la herencia hispana [1] ahora precarizada por el exilio, la caligrafía manuscrita y el diseño personalizado del papel son reafirmaciones identitarias del sin patria y sin recursos, en un idealizado territorio de dignidad, «buenas maneras» y cultura escrita; son como tablas de salvación a las cuales asirse en medio de la carencia y la fragilidad. La noción de «ruina», elaborada inicialmente por W. Benjamin, que parece pertinente para la reflexión sobre las relaciones con los objetos, espacios, enseres domésticos, íntimos y familiares que son evocados en las cartas, resulta pertinente también para estas y sus soportes, si se les ve como sobrevivientes que, desde su mismo origen, son concebidos como testimonios, huellas o marcas en primera persona de la experiencia vivida en aquel tiempo y en aquel lugar.
El otro asidero es el lenguaje coloquial, afectivo y plagado de localismos, al modo de una reapropiación identitaria ahora mediante el lenguaje popular. Manuel José Arce murió en septiembre de 1985 en Francia a consecuencia de un cáncer de pulmón. Poeta, cronista, dramaturgo, publicó durante la década de los 70 en un diario guatemalteco la exitosa columna Diario de un escribiente, una crónica periodística en primera persona, también con lenguaje coloquial y localista, cercano al lector común, con una recepción amplia y empática por parte del público de clase media que podría haber sido detonadora de la popularización del gusto por la narrativa autobiográfica moderna en el país. Sus cartas privadas de exilio, dirigidas a su esposa, con saludos tan inestables como su precaria situación, dan cuenta de su faceta más íntima y dolorosa. Su lenguaje y temas desvelan, más allá de dicha condición, un entramado de afectividades que cruzan a través de las cartas, las relaciones con ideas, personas, espacios, objetos y tiempos en una suerte de <>sensibilidad o estructura de sentimiento [2] afectada por la circunstancia de la guerra que lo llevó al exilio junto con al menos con otras 150 000 personas, además de las 200 000 desplazadas dentro del país; cartas que revelan realidades y experiencias compartidas sin duda por un buen número de ellas.
En una interesante publicación-homenaje que algunos amigos de Arce realizaron en 2002, [3] un texto de Jean-Jaques Fleury sugiere que las penalidades de este en su exilio francés parecían ser un calvario personal que revivía de algún modo, a la distancia, el de su pueblo allende el océano. Es un modo de interpretar y decir lo que de colectivo y social tuvo la experiencia individual del exilio guatemalteco del periodo del conflicto armado, del que Arce fue sin duda un caso ejemplar. Otras derivas, más propiamente personales relacionadas con su exilio incidieron significativamente en la intensidad de aquella dura experiencia. Una mirada objetiva tendría que desidealizar la romántica figura del muy querido y admirado poeta en desventura y reconocer en el ser humano las flaquezas que junto a sus enormes talentos y cualidades le permitieron ser lo que fue y es aún hoy en el mapa cultural de Guatemala.
Todas las imágenes de este texto fueron proporcionadas por Lorena Carrillo.
[1] Shlesinger, Biguria, Lo tradicional, p. 6.
[2] Williams Raymond, Marxismo, p. 157. Me parece que la estética criolla-ladina popular de la obra de Manuel José Arce, presente también en sus cartas y su particular combinación de cultura local y cosmopolita daba lugar a una «estructura del sentir» propia de una formación social emergente creada por la guerra.
[3] Mejía, Piedras amargas, p. 19.
Lorena Carrillo

Doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora-investigadora del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Docente en los posgrados de Historia y Ciencias del Lenguaje del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la BUAP. Una de sus últimas publicaciones es Motines y rebeliones indígenas en Guatemala. Perspectivas historiográficas, como coordinadora.
2 Commentarios
Me parece un texto excelente, sobre todo esa muestra de rescatar lo importante que fue para Arce rehacer su vida en el detalle fino y mediante el lenguaje coloquial.
Gracias Vicky. En realidad me parece que MJArce quiso todo el tiempo «arreglar la vida» y lo intentó con todos los recursos que tenía a la mano y esos recursos eran, en general, poéticos, aunque se tratara de hacer un mueble, arreglar una pared o escribir una carta a mano.
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