Lorena Carrillo | Política y sociedad / DIARIO DE FRONTERA
Aún sigue siendo un misterio para muchos la forma en que llegaban discos de rock o, peor aún, de punk rock a la Unión Soviética. Sin duda habrá sido de forma más o menos encubierta, aprovechando viajes culturales, deportivos o políticos de sendas delegaciones oficiales o vaya uno a saber cómo hacían los más que marginales roqueros soviéticos para alimentar sus roqueras almas con lo producido en Occidente. Talking Heads hacía ruido con Psycho Killer y Sex Pistols con God Save the Queen desde finales de los años 70, al igual que David Bowie, Iggy Pop, Lou Reed y otros; y es un hecho que en los años 80 se escuchaban en Leningrado (San Petersburgo) y sin duda en el estrecho apartamento que ocupaban Natasha y Mike con su pequeño hijo, y del que Viktor sería visitante asiduo. Todos son personajes en la cinta Leto (Verano), del director Kirill Serebrennikov, de 2018. Un musical basado en las memorias de Natasha, la esposa, en la vida real, de Mike Naumenko. Por cierto, Serebrennikov salió libre a principios de abril pasado, después de año y medio en prisión domiciliaria acusado de malversación, aunque algunos opinan que se debió a sus críticas a la Iglesia ortodoxa.
Al salir del cine, el comentario inevitable fue la remota, pero no tanto, relación con Guerra Fría (Cold War) del polaco Pawel Palikowski, también del 2018, que ha circulado recientemente, sin embargo, el blanco y negro de ambas cintas es, en efecto, distinto, pues en Leto es más luminoso y ligero, mientras que en Guerra Fría es mucho más melancólico y triste. Aunque con distinto peso, en ambas películas, la figura del «comisario político», o como quiera que se haya llamado oficialmente ese siniestro y/o cómico personaje, está presente para recordar a los artistas que su talento no les pertenece del todo. En Leto la figura está suavizada en el personaje de una mujer regordeta, afable y comprensiva, que aconseja a los estrafalarios roqueros y convence a su mucho más severo acompañante de comisariado de las bondades que aquel punk rock – extraordinariamente ingenuo en su desafiante propuesta- para el socialismo, la clase obrera y las metas políticas del gobierno y el sistema… Deliberadamente estos dos «comisarios» del orden y los valores morales del arte y los artistas, mueven a risa. Todo lo demás es conmovedor. La fuerza vital de los jóvenes, su desenfado, su alegría que de suyo anuncia, sin mencionarla, la inminente Perestroika que estaba a la vuelta de la esquina.
En Guatemalita, en los años ochenta, muchos de nosotros no admirábamos demasiado a Sid Vicius, ni al propio Bowie. Sí sabíamos quiénes eran y sin duda escuchábamos, como en un plano secundario de nuestra propia película, que más bien era de terror, su música y la de Led Zeppelin y Sex Pistols, los Rolling y demás. A muchos nos gustaba, a otros no tanto; pero para 1981, en que la historia narrada en la cinta tiene lugar, muchos de nosotros estábamos ya en el exilio, en la semiclandestinidad, y otros, simplemente, no estaban más. En Leto, no solo se propone una mirada nostálgica y candorosa de la juventud que enfrentó el último verano antes de la gran transformación, sino una estética impecable que, entre otras, se manifiesta en las secuencias entrañables en espacios abiertos, como la de la playa y los jóvenes roqueros fumando, bebiendo, cantando y quitándose la ropa con gloriosa desinhibición y la semisurrealista de las obesas mujeres en bikini que los invitan a beber; o las de los muy cerrados espacios como las del departamento en que viven los protagonistas, en que una ventana, un cartel en la pared, una cierta iluminación, diluyen la imagen estereotipada de la sordidez, precariedad y hacinamiento socialistas (que los hay y la cinta los aborda sutilmente), para otorgarles a dichos espacios atmósferas más amables de familiaridad y calidez. Lo que no tiene desperdicio son las escenas de musical, en las que la estética del videoclip llena de grafismos la pantalla mientras discurre la banda sonora con temas originales o covers de la época.
El punk rock soviético es un ilustre desconocido en América Latina, no solo para quienes vivíamos nuestra juventud en los años setenta y ochenta esquivando dictaduras y persecuciones políticas; también lo es para muchos de esa misma generación que no vivían así y para la generación siguiente. No es casual que sea el punk el género de Zoopark y Kino, las legendarias bandas rusas biografiadas en la cinta y el que escuchan con devoción sus líderes Mike Naumenko y Víktor Tsoi. Se trata de darle mentadas de madre a las autoridades y al sistema, el capitalista o el socialista, como debe ser. Nosotros, en aquellos años, atribulados como los protagonistas de la cinta, entre amistades, amores y política, dudábamos entre las sirenas vociferantes del rock que «invitaban al escapismo» o los melodiosos y combativos acordes de la canción-protesta y folklórica más afines a nuestra idea de lucha en el terreno. O, finalmente, caíamos rendidos a la absoluta seducción de la salsa, esa «tercera raíz» que combinaba todo cuando la escuchamos de Rubén Blades. Contra la podredumbre, siempre la música. Amén.
Imágenes tomadas de Página 12.
Lorena Carrillo

Doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora-investigadora del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Docente en los posgrados de Historia y Ciencias del Lenguaje del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la BUAP. Una de sus últimas publicaciones es Motines y rebeliones indígenas en Guatemala. Perspectivas historiográficas, como coordinadora.
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