Jorge Solares | Política y sociedad / PIDO LA PALABRA …
Al Ejercicio Profesional Supervisado de Odontología, USAC, en su cincuentenario.
En estos días resonó una noticia en titulares: debido a efectos patológicos secundarios altamente nocivos para la salud, el Ministerio de Salud ha prohibido la venta de antibióticos sin receta médica. Sin pretender juzgar el ángulo científico de esta decisión, nos surgieron dos interrogantes fundamentales para el país y desde la antropología de la salud: para obtener una receta, desde ahora ¿toda la gente tendrá el dinero para pagar consultas médicas? ¿Y toda la gente tendrá el recurso médico a su alcance? Conociendo de alguna manera la realidad de nuestro país, las respuestas no son positivas.
Respecto de la primera interrogante, las condiciones socioeconómicas determinantes de las afecciones de salud en Guatemala son deplorables: escandalosa desigualdad económica, pobreza, miseria, desnutrición aguda infantil, desnutrición crónica, desempleo, subempleo, extenuantes jornadas de trabajo, contaminación de alimentos (agua), embasuramiento, carencia de prestaciones sociales, maltrato infantil y materno, violencia contra la mujer, hogares desintegrados, promiscuidad, disnomia social, precaria educación, carencia de esparcimiento, criminalidad, violencia social, pandillas, mínimo o nulo acceso a servicios de salud, escape masivo a Estados Unidos.
Para la segunda interrogante (disponibilidad del recurso en salud), miro el escenario del sistema: un país de 109 mil km2 profusamente multiétnico y lingüístico, de cerca de 20 mil aldeas, 25 idiomas (22 mayas; garífuna, xinka, español) y 200 dialectos. O sea, el sistema de salud tiene frente a sí: distancia socioeconómica, distancia geográfica y distancia etnocultural. Este es el primer acercamiento a nuestro escenario de la salud. ¿Apto para políticas y medidas totales?
Las culturas deben verse como un aspecto ineludible en el manejo de la salud pública. Todas las sociedades hacen esencialmente lo mismo pero de diferentes maneras. Cada cultura se distingue en su visión del mundo, la salud, la enfermedad, la vida, la muerte. Nuestro sistema étnico-cultural es sumamente complejo, mucho mayor que en cualquier otra nación centroamericana y así son nuestros heterogéneos modos para captar, clasificar, explicar y reaccionar ante el mundo. Los antropólogos nadan en ejemplos como esta vieja historia del Día de los Muertos en un cementerio: un ladino adornando su tumba ve pasar a un indígena con comida para sus difuntos. El ladino, con burla: «¿A qué horas va a salir tu muerto a comerse la comida que le estás llevando?». El indígena: «A la misma hora que va a salir el tuyo a ver las flores que le estás poniendo». Otro choque cultural se ve en tabúes alimenticios, por ejemplo, frente a carne de perro, gato, gusano. Otros casos se dan también respecto de la salud-enfermedad, comportamientos sociales de embarazadas ante un eclipse total de sol; embrujamiento y «susto» que a unos divierten mientras a otros enferman; el rechazo a vacunas, a ciertos medicamentos, al hospital (y esto desde la Colonia). Es cotidiana la práctica de la automedicación, el acudir a farmacias locales, el atender propagandas por radio. Esto debería merecer la atención del Ministerio en su normativa reciente, pero los profesionales en salud suelen mostrarse indiferentes ante lo popular, algo así como «a la gente pero sin ella»: Ministerio y Universidad versus el sistema popular.
Se establece entonces un juego ideológico de relaciones antagónicas de prestigio: la academia asume que solamente el médico sabe; para el ideario popular el médico es tan solo una de varias opciones. Para la academia, el curandero es superchería porque solamente los universitarios manejan la verdad y desdeñan sin análisis previo las creencias ajenas a su esquema; para los otros, el curador es certero porque está cerca de los problemas de la gente y la conoce. Las profesiones en salud no se han preocupado por conocer a fondo qué piensan los sectores populares acerca de la salud–enfermedad, vida y muerte, cuando ello constituye un primer requisito para la comunicación, esta para la educación y esta para la prevención.
Ante dicho desdén por las creencias no académicas, toda posibilidad de diálogo intercultural está muerto de antemano y se perpetúa la relación: subordinante contra subordinado, inferior contra superior, error contra verdad (la cual es vista como la mejor o la única). Esto es prejuicio, no ciencia, pues desvaloriza sin previo juicio analítico otros raciocinios como el mesoamericano, el cual nutre a un gran segmento de la población guatemalteca. Así, resultan frecuentes las «soluciones» para los indígenas pero sin hacerles participar en el diseño de la propuesta. Metamensaje: su cultura es inferior a la nuestra. Se nos presenta un cuadro de cultura y lógicas: ¿Quién tiene la razón? ¿Hay vacíos mentales? ¿Hay sociedades ilógicas, tontas, ignorantes? ¿Hay una sola lógica universal? ¿Una sola concepción de la salud y la muerte? No. No existen verdades universales en la salud ni en la medicina. Cada cultura piensa diferente y eso incide en el proceso salud–enfermedad.
Esta heterogeneidad invalida la creencia de que los problemas de salud son de exclusiva competencia de las ciencias de la salud. Porque si la problemática en salud es polifacética, también debe serlo un programa de salud, basándose en la convergencia de otras ciencias que coadyuven a comprender tanto las enfermedades como lo que la gente considera de las mismas. Como no puede darse una prevención sin comunicación, procede actuar con tolerancia, mente abierta y en transdisciplinariedad, combinando diversas disciplinas enlazadas con la salud y operadas por equipos competentes.
Para admitir e incorporar estos criterios es necesaria «una firme decisión política del Poder Ejecutivo y Legislativo, y una profunda mística por parte de los responsables del sector salud a nivel estatal, a nivel regional y a nivel local» (Dr. Gehlert Mata) y para ello, sensibilizar en el respeto hacia las creencias ajenas a todo el personal de salud, no solamente a cuadros intermedios sino hasta los más altos niveles de dirección y decisión: ministro y viceministros. Paralelamente a ello, la participación comunitaria en la solución de sus problemas, para constituirse en «sujetos protagónicos de su propio destino» (id.). Pues toda persona, sea quien sea, viva donde viva, debería contar en todo momento y a su alcance con el recurso sanitario necesario para prevenir, preservar y fomentar su salud, o para recuperarla y poder reintegrarse a la sociedad.
Y es entonces cuando procede preguntarse: en esta problemática, ¿dónde están los científicos sociales y relacionados, universitarios o no? ¿Dónde están quienes ayuden a ver no la enfermedad que ataca a la persona humana sino a la persona que es atacada por la enfermedad? En las instituciones formadoras de recurso humano, ¿dónde está este modelo de aprendizaje, del aprender haciendo, del conocer saliendo a conocer, no imaginarse al país, del sumergirse en ese mundo de aldeas e idiomas haciéndose uno con los pacientes? ¿Dónde están a quienes esto es aplicable, pues hacen salud pública y su paciente no es un individuo sino una comunidad y un país?
Dicha perspectiva es algo de lo que se propuso en el programa extramuros comunitario docencia-servicio, el Ejercicio Profesional Supervisado –EPS–, inaugurado en la USAC por la Facultad de Odontología, hace 50 años (1969), el cual, luego de expandirse a otras facultades como Medicina, logró repercusión latinoamericana y al que mencionamos hoy como homenaje.
Preocupa, por lo tanto, leer declaraciones vacuas de altas autoridades en salud pública, quienes parecen desconocer respuestas exactas desde lo que aparenta ser reducto ideológico, cultural, estratocéntrico. Ante la posible imposibilidad de comprar anibióticos si no es con recetas médicas, el médico asesor de la OPS/OMS respondió en una entrevista con evasivas que no dijeron nada. Y preguntaron al ministro, si se trata de prevenir al consumidor e antibióticos: ¿cómo se hará, a quién, con quién, en qué lenguaje? «Es cuestión de educar a la gente», textualmente dijo el ministro de Salud. Y a los médicos, decimos nosotros, cuando pensamos en este país de sociedades locales agobiadas por pobreza creciente, con recursos de salud lejanos, insuficientes y deplorables, este enorme mosaico de culturas, idiomas, formas de ver la salud, la enfermedad, la vida, la muerte, aquella enorme distancia socioeconómica, distancia geográfica y distancia etnocultural. ¿A quién y cómo corresponde «educarlos»? El Ministro dijo: «Aunque no tenemos capacidad completa, tenemos que atender a la población… lo que la gente tiene que tener es paciencia… si tienen paciencia, tenemos suficiente capacidad… si no actuamos, nunca vamos a pasar de zope a gavilán… los que no puedan pagar una consulta van a tener que ir a hospitales… si pueden pagar que paguen un médico privado… pero no estoy beneficiando a los médicos… no puedo como papá estar dando cincho y cerrando farmacias…».
El ministro puede tener razón en el «qué», pero equivocarse en el «cómo». Tal desconocimiento del país y de la educación en salud nos parece absoluto. ¡Qué distante de la realidad nacional, de la presunta eficiencia gubernamental, de la historia, de la academia que se supone debió haberle enseñado! El conocido médico salubrista argentino Juan César García, indignado exclamó: «El médico que solo medicina sabe, ni medicina sabe». Qué coincidencia con la poética verdad de un anciano indígena kanjobal: «Nosotros los kanjobal hablamos castellano pero entendemos el mundo en kanjobal».
Jorge Solares

Evocando un desarrollo humano integral con justicia social dentro de una democracia culta, participativa, equitativa, en esta sociedad étnicamente plural, económicamente desigual, políticamente golpeada. El camino, una Ciencia con Conciencia como docente, investigador y editor, integrando Humanidades, Ciencias Sociales y Ciencias de la Salud.
Correo: jorgesolario@gmail.com
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