Vanessa Núñez Handal | Arte/cultura / ALGUNA PARTE
En 1933, Salvador Salazar Arrué (Salarrué), el cuentista más importante de El Salvador y uno de los más sobresalientes a nivel latinoamericano, publicó Cuentos de barro, dentro del cual iba contenido «Semos malos». En él, un hombre y su hijo son asesinados en su camino a Honduras. El viejo fonógrafo que llevaban consigo es robado. Al final, sus homicidas lloran mientras escuchan bajo la estrellas la música triste que emite el aparato. Lloran «de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño». «Semos malos» exclama uno de ellos, resumiendo su condición de bandidos desalmados.
Décadas más tarde, el antropólogo y crítico literario salvadoreño, Rafael Lara Martínez, publicó un estudio en el que daba cuenta de que Salarrué, no solo había sido funcionario estatal, sino que también había formado parte del proyecto cultural impulsado por Maximiliano Hernández Martínez (1931-1944), en cuyo mandato se cometió el asesinato de entre 10 mil y 30 mil indígenas, hecho que se conoce como «la matanza de 1932». Ninguno de los intelectuales salvadoreños de la época se pronunció sobre el incidente y, paradójicamente, dicho proyecto cultural exaltaba la figura idealizada del indígena.
Sin embargo, las consecuencias derivadas de dicha matanza serían profundas. A partir de la misma, los indígenas llevarían sobre sí una carga política negativa y serían asociados con el comunismo. Muchos optaron por abandonar sus trajes típicos, su cultura y sus costumbres. Se enarboló la bandera de una nación mestiza, donde la igualdad racial era la consigna, pero nunca se tuvo consciencia de las causas de la aparente desaparición de los indígenas. El mestizaje se valoró, además, como una ventaja a la hora de construir nación y esta mentira se convirtió en verdad incontrovertible.
Como resultado, hoy día en El Salvador no es extraño oír hablar del «gran problema que tiene Guatemala con tanto “indio” y de la gran ventaja al haber resuelto el tema, convirtiendo la nación salvadoreña en un pueblo absolutamente mestizo».
El caso es que el tema está muy lejos de estar resuelto y solo ha sido maquillado.
A El Salvador nunca llegó ni siquiera la corrección política de llamarles «indígenas», «pueblos originarios», «mayas» o «pipiles». En Guatemala, en cambio, donde aún falta mucho por hacer, el reconocimiento de los mismos se dio en los Acuerdos de Paz, firmados entre la guerrilla y el Gobierno guatemalteco en 1996.
Los acuerdos de paz salvadoreños (1992), que ignoraron el tema de la cultura, no tomaron en cuenta a los pueblos indígenas.
En El Salvador la incorrección de utilizar el término «indio» como insulto o denigración aún está presente en la sociedad y el racismo normalizado que existe en el país no es tema en agenda.
No obstante, a finales de junio del 2014, la Asamblea Legislativa de El Salvador aprobó una enmienda a la Constitución de la República, según la cual el Estado deberá crear políticas públicas para el desarrollo y protección de los pueblos indígenas.
Los diputados de Arena, partido de derecha, sin embargo, negaron sus votos, levantándose de sus curules al momento de la votación y alegando que el término «pueblo» podía desembocar en acciones divisionistas.
No es de extrañar lo ocurrido, dado que pasados gobiernos de derecha salvadoreños llegaron incluso a afirmar que la población indígena en El Salvador era inexistente.
Así las cosas, el camino hacia la visibilización de los pueblos originarios en El Salvador apenas comienza. Pero un buen punto de partida es aceptar que los salvadoreños, se mire por donde se mire, «semos» racistas.
Vanessa Núñez Handal

(El Salvador, 1973). Actualmente residente en Guatemala. Escritora y abogada, con estudios de posgrado en Ciencia Política (UCA, El Salvador), Literatura Hispanoamericana (URL, Guatemala) y de Género (UNAM, México). Ponente invitada en distintas universidades y ferias del libro.
0 Commentarios
Dejar un comentario