Se hizo justicia…

-Marcelo Colussi | NARRATIVA

Bueno, en realidad yo no lo vi directamente sino que me lo contaron. Pero quien me lo contó, te lo aseguro, es alguien a quien le puedo creer totalmente, por eso ahora te lo cuento dándolo por cierto, aunque no lo haya visto. Me permito contártelo, además, porque somos colegas, y lo hago solo en el ámbito de la discreción profesional. Para ese entonces yo ya vivía en otro país; estaba en Suecia, en el exilio. ¡Fue duro!, ¡muy duro! Pero más aún debe haberlo sido para los que no pudieron salir.

Yo conocía a la muchacha, pero solo de vista. Ella estaba un año adelante mío en la carrera de medicina; le faltaba un año para terminar. Era hermosa; recuerdo que todos los varones estábamos embobados con ella. Era hermosa, y además muy inteligente. Directamente con ella nunca hablé –tengo que confesar que me daba cierta vergüenza; siempre pensé que yo hubiera sido demasiado poco para ella–. Pero mirá cómo es la vida, ¿no? Yo ahora soy el director del hospital donde ella fue a atenderse, y si bien no llevé su caso médico, me tocó conocerlo tangencialmente. Bueno, vamos al grano: para esa época arreció la represión. Los militares acababan de dar el golpe de Estado, en marzo del 76, y la cosa estaba muy difícil. De recordarlo, creéme, se me pone la piel de gallina. Todavía siento el miedo que daba todo aquello: los controles de la policía y del ejército, los autos sin patente… En la facultad estaba lleno de delatores, te lo juro. A Marta –así se llamaba ella– la delataron.

Con un grupo de amigos creo que, más o menos, sabemos quién fue; no estábamos seguros, si no, creéme que lo hacíamos cagar. Pero, bueno… ella fue una más de tantas, como tanta gente, como tanta juventud. ¿Qué hubiera sido si ganábamos? En fin… no quiero ni pensar en eso. Lo cierto es que no ganamos; yo tuve que rajar, y mirá esta mina cómo terminó.

Parece ser, según lo que me contaron, que cuando yo ya me había ido, a mediados de 1976, a ella la agarraron. Fue una noche; no sé bien cómo fueron los detalles. Ella estaba bien metida –era montonera, y con un cargo alto– y me imagino que tendría muy bien aceitados todos los mecanismos de seguridad. Pero la dictadura era terrible, se las sabían todas.

Bueno, la agarraron, y la desaparecieron. ¿Cómo? ¿Que dónde lo supe? En Suecia. Con los compañeros de la organización manteníamos contacto fluido, y todo se sabía rápidamente. Además, ahora, mucho de eso está en su anamnesis. Te repito: aunque yo no era su terapeuta por fuerza tuve que conocer algunos aspectos de su caso. En realidad Marta era su pseudónimo; su nombre real nunca lo supe, y la vez que podía leerlo en el Informe sobre la Tortura, años después, no me interesó. ¿Qué más da el nombre? Y en el hospital en Suecia creéme que ni siquiera quise buscarlo.

La agarraron, entonces, y la esfumaron. Fue en Rosario, la ciudad donde los dos estudiábamos y militábamos. Ninguno de los dos era de ahí, pero ahí nos habíamos instalado. Todavía me acuerdo –y me da un poco de risa, te lo aseguro– el Monumento a la Bandera. Según leí por ahí, es la única ciudad del mundo que tiene un monumento al pabellón nacional tan inmenso. Es una cosa de locos: ¡es más grande que la municipalidad, o que la casa de gobierno en Buenos Aires! Mide como dos cuadras de largo, y tiene casi 100 metros de alto. ¡Es increíble! Es tan grande como grande era nuestra esperanza… Bueno, me corrijo: como sigue siendo, che; porque la historia no ha terminado. Yo sigo teniendo esperanzas, y lo que perdimos fue solo una batalla.

Pero volvamos al relato: cuando te agarraban estos cabrones no se sabía qué iba a pasar. Seguro que nada bueno, por supuesto. Pero había varias posibilidades: si tenías suerte y eras legal, podías llegar a aparecer con vida –en general, previa tortura, claro–. Si no, olvidate… Eras un desaparecido más, y te podía pasar cualquier cosa: te mataban, te tiraban por ahí, te tiraban al mar, podías pasar por varias cárceles clandestinas. En fin, era una lotería. Lo que sí, siempre, siempre en todos los casos, había tortura. Yo zafé, ¿viste? A veces pienso, no sin cierto remordimiento, que fui un cobarde escapándome. Pero no había otra alternativa. ¿Qué hubiera hecho si me quedaba? ¿Resistir? No, eso es mentira. Nadie podía resistir. Hoy día, te lo juro, aunque a veces siento un cachito de culpa, creo que lo mejor fue poder escapar de ese infierno. Por lo menos no me torturaron, y eso ya es mucho.

A Marta sí la torturaron.

En general nunca se saben bien los detalles de esas cosas. Por las declaraciones que hacen los que sobrevivieron se ve que más o menos hay patrones comunes en todas las torturas. Después, haciendo ya una lectura más teórica del fenómeno, leyéndola en términos de investigación sociopolítica, te podés dar cuenta que la tortura que hubo en toda Latinoamérica fue similar, que se buscaba lo mismo, que los manuales con que se entrenaban los torturadores eran los mismos. Entonces podés llegar a la conclusión que eso era una táctica de guerra; no lo hacían locos perdidos. No, de ninguna manera. Algo escribió Eduardo Galeano por ahí, no recuerdo bien dónde, sobre los torturadores, que son empleados, simples empleados bien preparados que cumplen con sus ocho horas de trabajo. Ellos son los guardaespaldas, solo eso. El enemigo no son ellos, o no lo son directamente, aunque sean unos hijos de puta. ¿Para qué prepararon a los militares en Latinoamérica sino para eso? Eso es lo que te hace ver que nuestros ejércitos ni son nacionales, ni son ejércitos. Son guardaespaldas de los ricos. Y de los yankees.

Perdoname tanta disquisición, hermano: es que estos temas me apasionan, y no puedo dejar de decir todo lo que pienso cuando hablo de esto. Pero volviendo a Marta, por lo que supe ella estuvo en un chupadero en las afueras de Rosario, y después la pasaron a una base en Córdoba. Fue ahí donde más estuvo: como un año.

Mirá, no es necesario que te lo cuente, pero es bastante obvio: a todas las mujeres las violaban. También pasó con algunos varones, pero más raramente. Con las minas, a todas, sistemáticamente, las violaban. Incluso varias quedaron embarazadas, y los hijos que nacieron en cautiverio se los robaron. A Marta me imagino que también le tocó eso de la violación.

En Córdoba, en un lugar que ahora no recuerdo exactamente cómo se llamaba, fue donde ella conoció a este hijo de puta. El tipo era oficial del ejército. Era porteño. En general no había una única persona asignada para las torturas, pero a veces también se daba el caso que uno tenía un solo torturador «oficial», llamémoslo así. Y eso fue lo que sucedió con Marta y con este teniente, que se llamaba Marcelo Quiroga.

No vienen a cuento los detalles –¿para qué más morbo?–, pero por lo que pude saber este tal Quiroga era de los peores: desalmado, frío, totalmente convencido de lo que estaba haciendo. Esos son los peores: los que no dudan.

No es la primera vez que se escucha de algo así, que una mujer torturada termina en pareja con su agresor.

¿Que si conozco más casos? Claro, sí. Bueno, no directamente, como el de Marta; pero los hay, y están registrados. De hecho, aunque no soy psicólogo, sé que el fenómeno está bien estudiado. Son mecanismos de sobrevivencia, dicen los que saben de estos asuntos. O sea, formas con que uno trata de buscar adecuarse a las situaciones límites. Yo no sé qué haría en una situación así, creéme. Más aún si fuera mujer. Y con todo respeto lo digo: si hay gente que se quiebra en la tortura, que canta, que se pasa al bando contrario, lo entiendo. No lo aplaudo, por supuesto; pero lo entiendo en términos humanos. ¿Quién tiene el aguante sobrehumano de salir indemne de algo así?

No sé cómo habrá sido lo de Marta, pero después de un tiempo empezó a vivir con este tipo. Nunca tuvieron hijos; no te puedo decir si porque así lo decidieron, o porque simplemente no pudieron. De pronto a ella la jodieron con las torturas.

Vivieron varios años en Buenos Aires. Toda la dictadura, hasta después de la guerra de las Malvinas. Por las noticias que recibía yo en ese entonces, supe que el hijo de puta le daba mala vida: la golpeaba, la maltrataba. Y lo mismo está registrado en su historia clínica en Estocolmo. Mirá, no me preguntes por qué se quedó ella con él todo ese tiempo. No lo sé, no tengo la más pálida idea de por qué. Se podría pensar que ella se doblegó, que fue una traidora, no sé, lo que vos quieras. Pero por algo la historia terminó de la forma en que terminó.

¿Cómo? ¿Que no sabés cómo terminó? Bueno, escuchá.

Como te decía, el militarote este le daba muy malos tratos. Supe que, además de pegarle, la humillaba en público. Me imagino, por lo que escuché –insisto: me imagino yo, no sé si habrá sido efectivamente así– que este Quiroga siempre le debe haber estado recordando su pasado de militancia en un movimiento armado. Yo no sé si él habrá tenido que ver directamente con que no la mataran. Es probable. Por eso, tal vez, por esa deuda entre comillas es que vivieron todos esos años en esa relación patológica. Porque creo yo –y sin ser psicólogo, insisto, yo soy médico cirujano– que esa es una relación enferma, ¿no te parece? Hasta pienso –no sé, es una especulación mía– que todavía deben haber jugado a las escenas de tortura estando en pareja. ¿Te imaginás qué locura?

Pero bueno, para hacértele corta: años después, sin haber tenido hijos, ya para el retorno de la democracia –¡democracia!, bueno… mejor no toquemos ese tema–, años después, entonces, y sin que hubiera especiales motivos en ese momento, una noche la compañera Marta produjo su venganza histórica. Igual que años después hiciera en Estados Unidos la ecuatoriana Lorena Bobbit con su esposo –también un militar–, cuchillo en mano le cortó el pene mientras el cabrón dormía. Me imagino que se debe haber muerto desangrado; lo cierto es que Marta salió del país. No me preguntes los detalles, pero la cuestión es que llegó a Suecia. Fue ahí que recibió tratamiento psicológico en el hospital donde yo trabajo. Su caso no se hizo tan popular como el de la Bobbit, claro –en Estados Unidos todo es negocio, todo, hasta un pene cercenado–. ¿Supiste que después el infante de marina –que se llamaba John Wayne nada menos– fue sometido a una operación, y con pija nueva hasta filmó películas pornográficas? ¡Qué desastre estos yankees!

La cuestión es que Marta ya no volvió a la Argentina, ni creo que lo vaya a hacer. ¿Qué querés que te diga? A mi me produjo placer saber cómo terminó su historia de torturada. Será venganza, no lo dudo, pero acaso ¿no es la venganza el placer de los dioses, decían los griegos? Me hace reír cuando escucho por ahí hablar de reconciliación. ¿Cómo alguien que fue torturado, ultrajado, humillado, cómo alguien así va a perdonar a su verdugo? ¿Por qué habría de hacerlo? Dios, si es que existe, podrá perdonar. Los humanos no somos dioses. En vez de perdón, hermano, lo que hace falta es justicia, así de simple: ¡jus-ti-cia!


Texto tomado del libro Cuentos para olvidar (2012).

Marcelo Colussi

Psicólogo y Lic. en Filosofía. De origen argentino, hace más de 20 años que radica en Guatemala. Docente universitario, psicoanalista, analista político y escritor.

2 Commentarios

Julio Floresache 20/01/2019

Quise decir «esa realidad», sabiendo que es ficción, no «la realidad», que en estos días es contraria a esa justicia que soñamos.

Julio Floresache 20/01/2019

Excelente narración, y gran desenlace. Quisiera uno que la realidad fuera individualizada en cada víctima del Estado en este país de la eterna caciftadura.

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