Sacra erótica

-Brenda Lara Markus-

El viento soplaba fuerte, un abrigo no era suficiente y el carro estaba a varias cuadras. Una pequeña puerta, luz y el inconfundible olor a alcohol con limón, rancio y asfixiante. Tal vez era momento de un buen trago, total no llevaba prisa.

Entró, acomodó su bolsa, con cuidado de no llamar mucho la atención, la cámara del periódico era nueva y sería una lástima ser asaltada, ya era suficiente con el golpe del carro, era tan pequeño que el trailer no lo vio y siguió de largo, era una suerte estar viva y haber llegado. La entrevista había sido realizada con éxito, claro, no a la persona indicada, sino a su hijo. El excombatiente había fallecido hacía cinco años. Lamentable travesía para nada, el productor no tuvo la delicadeza de confirmar el segundo apellido.

Había frío, una noche de noviembre, un pequeño pueblo desolado, solo aquella pequeña cantina daba alguna señal de vida.

Se sentó cerca del baño, del que salía un tímido charco de orín y la fetidez abundaba a ratos, cuando entraba un poco de viento, recorría el pequeño cuarto, daba la vuelta y se dirigía a su mesa. La sensación de náusea era la misma que recordaba cuando asistía a sus clases de piano, aquel maestro tenía fiesta cada viernes y al día siguiente a las siete en punto nunca estaba listo para recibirla, botellas y colillas de cigarro sobre el piano, que la niña de siete años debía limpiar primero para poder abrir e iniciar la práctica, era toda una autodidacta y su padre no le creía nada.

Hizo alguna seña para que la chica le atendiera. La indígena estaba atareada con dos borrachos, poniéndolos de vuelta en su banco a cada uno, de un solo pencazo. Era fornida y se miraba cabrona, posiblemente ningún hombre se atreviera a tocarla, además era también la dueña del bar, con el que alimentaba a dos hijos que dormían en la parte de arriba mientras ella trabajaba.

– Dame dos octavos blancos con cuatro limones partidos en dos.
– ¿Querés coca?
– No, el octavo puro.
– ¿Tampoco querés hielo?
– No, traelo solo así y prestame un trapo, esta banca esta toda guaquiada.
– Va.

La chica se alejó y le hizo señas a la otra, una indígena de «menor rango», su empleada, una patoja, quien asintió y se dirigió a la bodega.

Al fondo del bar, junto a la rockola, había un hombre solo y no tenía los mismos rasgos que los demás borrachos. Vestía camisa azul, pantalón negro, zapatos negros también y un sombrero café. Se miraba interesante y hasta guapo, a pesar de hacer notar que posiblemente llevaba varios días en esas andadas. Un poco descuidado y resignado. De repente levantó la cabeza y apartó la silla donde posaba su pierna izquierda, se levantó y se dirigió al baño.

Al pasar no notó a Amaria y ella fingió no verlo.

La empleada se acercó y puso los octavos sobre la mesa, un vaso y un plato con dos limones partidos en cuatro. Se dio la vuelta y caminó de regreso.

– ¡Pst! Vos, me trajiste dos limones partidos en cuatro y pedí cuatro limones partidos en dos, dijo Amaria con fastidio.
– Perdoná, orita te los cambio.

Amaria destapó uno de los octavos, se lo empinó. Cuando iba por la mitad, se abrió la puerta, casi guaquea de nuevo la banca con el nauseabundo tufo que salió de allí junto al hombre interesante. Se retiró el octavo de la boca y se la tapó junto con la nariz, para contener lo que se le regresó, problablemente con un poco de los tacos de parque que se zampó en el almuerzo, antes de la fallida visita a don Eusebio Sosa, que en paz ya descansaba.

El hombre notó su reacción y pronto cerró la puerta, la vio y levantó la ceja.

– ¿Está mejor?
– Si, gracias, con los ojos llorosos y cortante.

Regresó la patoja con cuatro limones partidos en dos, de mal modo los tiró sobre la mesa. Sin comentarios, Amaria, tomó dos y los destripó en el octavo, no usaba vasos, le daban asco.

Mientras lo hacía, vio las huellas del hombre interesante que salían del baño, miados, agua y tierra, huellas de lodo, largas huellas de lodo. El hombre calzaba «bien». Recordó a Lucía «¡Mija, si el tipo tiene pie grande, yayayyyy! Ya sabes, ¿vaa?».

Seis meses de soltería, auque de abstinencia era ya casi un año, empezaban a surtir efecto en su avispada imaginación. Total, después de tres octavos, un pueblo lejano y un cuarto de hotel pagado, no eran tan mal panorama, algo abajo palpitó junto a un suspiro, de repente el pantalón estaba muy apretado. Se lo acomodó disimuladamente y se tragó la segunda mitad del primer octavo.

La sensación de disfrutar un buen trago en libertad, valía más que cualquier matrimonio fallido, por fin podía respirar y ser. Haber aceptado firmar un compromiso nupcial con un empresario conservador y toda aquella jauría de viejas fodongas y juzgonas, todas esposas de acaudalados dueños de bancos, había sido una pesadilla, sobre todo cuando descubrió que el cuarentón codiciado era homosexual y necesitaba una pantalla. Cada vez que lo recordaba se sentía más estúpida «cómo fuiste de mula, Amaria. Te las llevabas de cabrona y no pudiste darte cuenta, ¡claro! Con razón le gustaba solo por el culo, menos mal solo fueron dos veces». Una razón más para asquearse aquella noche y para empinarse el segundo octavo, lo preparó.

Lo único que su complejo de monja no le prohibía era ponerse un par de buenos toques de liviandad para olvidar que estaba prácticamente en la calle, pues de aquel divorcio no había aceptado ni un centavo, y el empleo en el periódico no era precisamente el mejor pagado y ahora menos, tendría que pagar el golpe del carro.

Tan ida estaba en sus desgracias maritales, que no notó que el hombre interesante la observaba fijamente. Era alto, delgado, el cabello ya crecido y un poco enredado, casi blanco, muy atractivo, ojos negros. Después de la primera mitad del segundo octavo, lo miró fijamente a los ojos. Sostuvieron esa mirada por más de un minuto. Dijeron tanto en ella que, sin desprenderla, ambos se empinaron sus respectivos tragos hasta la última gota, ella se limpió la boca de manera tal, que el hombre interesante volvió a levantar la ceja. Ella notó que eso la había seducido desde la primera vez y dejó asomar levemente una sonrisa. La mirada de aquel hombre no era normal, a pesar del abandono visible, había cierta luz, cierta paz. Sacó un billete de viente pesos de la bolsa de atrás del pantalón y lo puso sobre la mesa. Tomó su bolsa y se acomodó el abrigo. Caminó hacia la puerta, se asomó. Él doblaba a la izquierda en la esquina, contra el viento y la llovizna. Ella lo siguió.

A lo lejos escuchó que alguien dijo:

– ¡Ya se va la canchita, ve! Y no va a pagar ajaaaaaa…
– ¡Vos callate bolo pisado, que ya la patoja recogió el billete, pagá vos mejor, no te hagás el loco!

Fueron dos cuadras, el piso de piedra y el chipi chipi hizo complicado el recorrido, el viento calaba hasta los huesos, las botas hasta las rodillas medio lograban evitar que dejara de sentir los pies.

Llegaron a un callejón con la pared de laja de un lado, una pared alta, oscuro, no se distinguía mucho. En medio de una enredadera había una puerta baja y estrecha, que si se caminaba aún de día por ahí, tampoco sería muy visible. En lo que el hombre abría ella lo alcanzó a unos pasos. Él entró y dejó abierto, sabía que ella entraría. Amaria tenía más curiosidad que la misma Alicia frente al conejo, quería saber más del hombre, sobre todo, cómo le había hecho para hacerla palpitar y hasta mojarse con tan solo una mirada y una ceja levantada. Al fin y al cabo ya no era ninguna niña, después de los treinta y cinco, la sociedad ya considera a una mujer «madura» y en plena capacidad de asumir sus actos y voluntades, sus mojasones.

Amaria entró, olía a humedad, pero estaba seco y no corría el viento. Cerró la puerta y vio que al final del pasillo se encendía una luz, parecía luz de fuego. Caminó, sus pasos se escuchaban, era lo único que sonaba y conforme se acercaba al final, también escuchó el fuego de la pequeña chimenea.

El hombre estaba parado frente a la luz, dando la espalda.

– Puede quitarse el abrigo, ¿un octavo?
– Gracias, sí.

Mientras ella se sentaba en un viejo sillón y él sacaba el octavo de un mueble, revisó el cuarto. Los muebles eran de madera café oscuro, sentía ese tan particular olor a madera de banca de iglesia. El piso de barro, una modesta cama. Todo muy ordenado, limpio, totalmente limpio.

Se acercó y mientras ella se ponía de pie para recibirle, él fijó sumirada en el botón que a su blusa le faltaba, ella lo notó y no hizo nada. Volvió a dejar salir esa sonrisa entre tímida y fogosa, los ojos empezaron a ponérsele chinitos. Mientras más cerca él estaba, más su cuerpo reaccionaba, ya no sentía frío ni calor, la respiración no era uniforme, ella intentaba apaciguarla, pero cada vez era más visible su agitado aire a través de ese botón faltante, la blusa se movía al son de sus latidos. Imposible disimular.

Extendió su mano, temblaba. Él no apartó su vista de ella ni un segundo, alejó el octavo, lentamente como pensando que ya no hacía falta, lo puso sobre la mesa de noche y, al agacharse, topó sus labios con los dedos de Amaria. Los besó lentamente. Ella no pudo moverse, dejó que pasara. Mientras él avanzaba en la exploración por el brazo, beso a beso, con su mano izquierda desabotonaba cada uno de los restantes límites que podrían impedir una desenfrenada experiencia. Llegó al cuello, ella inmóvil, dejando que todo su cuerpo escurriera libremente cualquier fluido, dejar correr y no impedir nada, por una vez en su vida, era lo que pasaba por su mente mientras sentía la fuerte respiración del hombre interesante.

En segundos, no había ya nada entre los dos, ni ropa ni escrúpulos, ni siquiera pensamientos, solo cuerpos mojados, tanto sudor, tanto líquido que goteaba desde la entrada a un mundo capaz de dar vuelta a cualquier dimensión sacra y egoísta, capaz de contradecir cualquier dogma que convierte un deseo genuino en el peor de los demonios y tentaciones, capaz de hacer entender que un hombre y una mujer se castigan a sí mismos cuando deciden no dejar que sus cuerpos fluyan como seres divinos, porque en esa puerta también está la divinidad. La puerta fue traspasada y lo interesante se convirtió en amante.

Todo fluía, todo se mojaba, fuera y dentro de las paredes, todo era natural y sin final, porque esa noche nunca terminaría, aún cuando la misma muerte se lo propusiera, esa noche estaba siendo escrita en el mismo cielo y por el mismo Dios con la luz que sobrepasa a cualquier humano.

El sol comenzaba a salir, cada uno en su lado, ella se volteó y sintió que él besó su espalda con ternura, tomó su mano, la acarició y la besó también. A lo lejos se escucharon las campanas de una iglesia. Él se levantó y ella volvió al mundo de los sueños por unos minutos.

Momentos después despertó y notó que él ya no estaba, eran las ocho cuarenta y cinco, según el reloj que sostenía un rosario azul con plateado, junto a un crucifijo. No quiso pensar, se levantó y se vistió. No había espejos ni retratos, las paredes eran blancas, así que se pasó los dedos por el cabello, tomó su bolsa y buscó el pasillo para salir. Vio una puerta en el otro extremo de la habitación, pero prefirió salir por la misma por la que entró.

Salió a la calle, el sol alumbraba ya fuerte, tuvo que taparse los ojos por un instante y parecía que con la luz se lograba ver un cargo de conciencia, la culpa soplaba con el viento y desordenaba aún más su cabello. La lucha de pensamientos entre la libertad y la satisfacción y esa castidad adquirida en los meses pasados, en su vida completa tratando de dejar atrás cualquier peso que le pudiera evitar caminar en paz. Recordó las campanas y pensó que tal vez si pedía perdón con la comunión, todo podría desvanecerse. Aceleró el paso y preguntó por la iglesia. La guiaron y por fin llegó justo cuando iniciaba el acto de contrición.

Había mucha gente, al parecer era la única misa en toda la semana, pues el ejército había limitado los horarios, según le dijo un aldeano, las fuerzas armadas empezaban a limitar ciertas poblaciones, pues corrían rumores de un rearme de la guerrilla. El pueblo entero estaba allí, dando gracias, pidiendo, sudando la resaca, rogando.

Ella observó a la gente, muchos niños, muchos abuelos y abuelas. El paisaje era fascinante, ponía atención a la voz que dictaba la ceremonia, pero al no lograr ver hacia adelante por el gentío, se sentó en una esquina y siguió el ritual, como de costumbre cada domingo. La fila para la eucaristía parecía interminable, caminaba viendo hacia el suelo, masticando su arrepentimiento y no a la vez, parecía que la culpa la llevaba sobre la cabeza, pues no la elevaba. Al legar a la patena, levantó la mirada

– El cuerpo de Cristo, dijo el hombre interesante, el amante.


Imagen tomada de Pinimg.

Brenda Lara Markus

Mujer y madre guatemalteca. Estudiante de Filosofía, actriz y locutora.

2 Commentarios

Manuel 19/12/2017

Me gustó. Especialmente me ha gustado la frase de «…la culpa soplaba con el viento y desordenaba aún más su cabello.» Sí. Transmite naisli la idea de que -como todo- la culpa está siempre en movimiento.

Luis Pedro 15/12/2017

Me encantó!

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