-Mario Castañeda / EL ARCO, EL SELLO Y EL GRIMORIO–
La música en general es de interés para mí. Sin embargo, el rock y el metal han sido las dos vertientes que más han ocupado mi preferencia. Cuando decidí adentrarme de lleno en estas opciones, también me asaltaron ciertas dudas. Recuerdo que escuchaba lo que las radios de AM y FM transmitían. Solo había oportunidad de escuchar la música en casa a través de un tocadiscos. Sería hasta la década de 1980 cuando llegó a mis manos un pequeño reproductor de casete. Con él, no solo podía grabar la música que me gustaba sino escucharla cuantas veces se me antojara. Comenzó, entonces, la reproducción de estas cintas para explorar ese inmenso océano que el metal me ofrecía. Fue a finales de dicha década, con Revolución Rock, el programa conducido por Jorge Sierra en Metrostéreo, que tuve un espacio para mí, para disfrutar la obscuridad de los viernes por la noche con esa música que rompía con los parámetros que las estaciones comerciales ofrecían.
Con el tiempo vino la asistencia a «toques», el intercambio de discos de vinilo, casetes y la novedad del disco compacto. La globalización con sus avances tecnológicos alcanzaba mercados, hasta principios de la década de 1990, bastante distantes.
Fue en ese decenio cuando comencé a preguntarme varias cosas en torno a este fenómeno del cual era uno más. Si ya participaba en los conciertos, de los cuales los asistentes (hombres en su mayoría) nos enterábamos por el programa de Sierra, por afiches en las calles o la voz de la mara que se reunía en diferentes espacios (Plaza Vivar, parques o casas de amigos afines para escuchar música, beber y fumar), parecía que todo estaba puesto desde a saber cuánto tiempo y no nos importaba conocer de dónde surgió.
Entonces, ya como estudiante en la Universidad de San Carlos de Guatemala, y conociendo a personajes de ese entorno metalero que fueron importantes para mi conocimiento sobre esta música, como César Borrayo, me inquietaba entender de dónde venía ese sonido que nos provocaba cierta unificación, un espacio muy diferente al de la casa, el establecimiento educativo y los círculos sociales habituales. Pero, fundamentalmente, qué otras bandas estuvieron antes de estas que yo tenía el gusto de ver y escuchar.
Preguntando a personas mayores, padres, tíos o amigos de mis cuates fue como encontré que había un cúmulo de información oral que se transmitía entre nostalgia y emoción. Escuchar a varios rememorar lo que los grupos de las décadas de 1960 y 1970 interpretaban y las anécdotas de los repasos, la forma de vestir, el lenguaje, de cómo sobrevivían en el espacio urbano donde la violencia estatal buscaba «comunistas» por todos lados, de que los grupos creaban música con muchas desventajas en comparación con otras sociedades, escueto acceso a instrumentos, buscando casas disqueras que respetaran sus creaciones originales, el ambiente pleno de sexo, drogas y rock, la influencia del movimiento jipi y las historias de las grupis, entre otros, era parte de esa información novedosa para mí.
Pero ese conocimiento que se transmitía de generación en generación a través de un familiar era solo una forma de conservar esa memoria social. Entonces, comencé a buscar información escrita y no encontré más que algunos artículos, anuncios en periódicos sobre los eventos pero ningún libro que abordara este tópico.
Sería hasta el final del siglo XX que aparecerían testimonios novelados sobre estas experiencias. Si bien hay novelas estrechamente relacionadas con el rock, hay otras que su contenido no se centra en este género musical sino está implícito, como fantasma que merodea o habita una casa alejada, vieja, añejada por el polvo, donde mora lo casi invisible pero tangible. Y es que el rock y sus derivados, a pesar de su progresiva comercialización, ha sido gran parte de su historia y según el contexto, algo casi proscrito.
Recuerdo que apareció allá por 1996 Rockstalgia. La novela rock, de Jorge Godínez, autor que también escribió Rockfilia. Historias de rock (2007), la cual da continuidad a las vivencias de José Luis y las dimensiones temporales de un músico que viaja por el universo. La primera aborda la historia amorosa de José Luis, un músico rockero que tiene encuentros con músicos extraterrestres y todo el entorno que la vida rockera de la época amerita.
Maco Luna publicó Cuerpo y alma (1998); en ella relata las vivencias de la agrupación Cuerpo y Alma. Es una novela breve donde las anécdotas de la banda no solo describen la vida rockera sino las experiencias juveniles en una sociedad como la guatemalteca de los años 60 y 70. Eddy Roma presentó en el 2000, El cabezón de la banda, una novela autobiográfica de su época estudiantil que relata las vicisitudes por fundar una banda de rock. También encontramos novelas como Los demonios salvajes (1978), de Mario Roberto Morales, con la diferencia a las anteriores que se centra no en el rock como tal, sino que es una novela juvenil que está escrita con la atmósfera del rock de aquella época y que refleja las contradicciones entre juventudes de estratos sociales distintos en el contexto del surgimiento de la guerra en Guatemala. Igualmente, Byron Quiñonez, nos presentó en 2008 su novela corta titulada El perro en llamas, la cual, según explica Francisco Alejandro Méndez en el prólogo, tiene como ejes temáticos el asesinato, el satanismo y el mundo de la droga. En ella está inmerso el mundo del metal, como parte de las atmósferas lúgubres de la trama.
Aquí, deliberadamente, solo he mencionado algunos de los textos que se han publicado. No por eso menos importantes. Es por espacio que se han omitido. Afortunadamente, a partir de inicios del siglo XXI a la fecha ha aumentado el número de libros que transitan por los dos tipos anteriormente descritos. Y también hay otros escritos de finales del siglo XX que no he incluido pero que de alguna manera están relacionadas con la música en general y el rock en particular. Pero habrá que profundizar en lo que literariamente ofrecen estos trabajos recientes, pues una cosa es identificarse con los contenidos y otra es la cuestión de cómo están escritos, el tratamiento dado a la obra y lo que aporta como parte de la producción literaria del país.
Lo que es innegable, es que reflejan no solo las vivencias individuales y colectivas sobre el fenómeno rock, sea directa o indirectamente, sino que, si bien no constituyen un corpus que pueda identificar una tradición literaria como sucedió con la literatura de la onda en México, deja constancia de etapas importantes en el devenir social de Guatemala. Curioso es que entre las obras que he tenido oportunidad de leer, es escaso el número de las que se ubiquen durante la década de 1980. La respuesta que la intuición ofrece, a sabiendas del contexto político de la época, es que la cultura en distintas expresiones sufrió un gran golpe que mermó, incluso, la relación del rock con las letras. Habrá que explorar el porqué de ese vacío. Mientras, le invito a explorar esta literatura. A disfrutarla y a cuestionarla como parte de ese entorno urbano cultural que nos indica que necesitamos producir más conocimiento sobre lo que en este país se produce. Ahondar no solo en las razones de esas nostalgias que el pasado abre y nos obliga a dejar huella en blanco y negro de ello, sino los aportes que el rock y la literatura reflejan de nuestro hacer como sociedad.
Imagen principal tomada de Idealo Magazín.
Mario Castañeda

Profesor universitario con estudios en comunicación, historia y literatura. Le interesa compartir reflexiones en un espacio democrático sobre temáticas diversas dentro del marco cultural y contracultural.
Un Commentario
Interesante articulo mi querido maestro.
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