Restos de carmín

-Jordi Manau Trullàs | NARRATIVA

Norma se encerraba en el camerino dando dos vueltas a la cerradura, era su momento de regresión hacía tiempos felices, donde la fina pátina de inocencia impregnaba todas las intenciones justificando cualquier acto reprobable, cuando las manijas del reloj se deshacían al no tener prisa. Norma encendió un Gauloises y espero con deleite la supresión de los síntomas de abstinencia producidos por la falta de nicotina en el cerebro, la columna de humo ascendió entre los dedos juguetones. Fijó la mirada en el espejo de maquillaje, su rostro ya no era el de la joven con ganas de comerse el mundo que abandonó la fábrica Radio Plane para dedicarse al modelaje gracias a la foto casual de un busca talentos. Se sentía exhausta por defender sus decisiones antes los hombres de su vida, alejándose del camino marcado que ellos tenían planeado para ella, rehusando convertirse en la perfecta ama de casa presta a realizar los deseos de sus caprichosos maridos. Aceptó la soledad como premio y montones de contratos basura de la Columbia Pictures o de la Twentieth Century Fox dando vida a bailarinas, camareras o serviciales telefonistas, desde temprana edad sintió como la mirada de los directivos de las majors hollywoodenses escondían la lujuria tras la afabilidad mil veces estudiada, el engaño era evidente pero no quiso darse cuenta. Su larga melena platino luchaba enconadamente por superar en luminosidad a las regletas de color cromado brillo que resplandecían bordeando el espejo, buscaba con paciencia su mejor ángulo para reencontrar aquella sensación especial que siempre la acompañaba. Norma ladeaba la cabeza con lentitud hasta dar con el punto más álgido donde la belleza saturada de su rostro se volvía perturbadora, hostigando el recuerdo del hombre hasta convertirlo en dependiente. Confinada en aquella celda de barrotes de oro daba vueltas en círculos incapaz de encontrar el momento donde todo se torció, donde sin saberlo su sola presencia disparaba los resortes de la lascivia, desde aquel preciso instante su respuesta fue una pregunta.

Unos nudillos golpearon la puerta tres veces avisándola de que quedaban diez minutos para la actuación, aquello la rescató de su hondo penar, de las ganas de llorar que inevitablemente surgían cuando la añoranza gritaba en silencio, se encontraba inmóvil en el epicentro donde tan solo existía la posibilidad de dejarse llevar por el remolino de la mundanidad hasta evaporar el sueño pretendido. Norma rebuscó fuerzas en su interior para afrontar un día más, como siempre apareció el miedo parapetado tras la sensatez para seducirla con la idea de la huida, dejar aquellos hombres que habían pagado para verla cantar sin sus dosis diarias de inspiración donde agarrarse antes de caer en el abismo del onanismo humillante. Logró esquivar la desesperación refugiándose en la idea estúpida de un futuro mejor, donde todo se guardaría en el viejo baúl de los malos recuerdos hasta llenarlo y lanzarlo en medio del océano. Empezó a maquillarse mecánicamente, eliminó el exceso de grasa y pequeña suciedad del cutis con jabón neutro, intentaba no pensar, al tener la tez seca le vino bien aplicarse una loción hidratante extendiéndola con un algodón para acabar aclarándola con agua. La idea siempre presente del hombre la aterrorizaba, su prepotencia salvaje escondida bajo la seducción más envolvente la habían convertido en una melancólica que solo buscaba consuelo en la buena literatura de Poe pasando por Oscar Wilde hasta llegar a James Joyce. Con esfuerzo fijó una prebase rosada que ocultara su tono de piel lechosa, etiquetada como rubia ingenua, superficial y frívola aguantaba la nauseabunda confianza con la que agredían su último metro cuadrado de intimidad. Con sumo cuidado y evitando el corte brusco, la brocha bordeó el cuello hasta recalcar una base de maquillaje ligera, fluida y de larga duración, por su mente corrían escenas de maltrato en blanco y negro, no dejaban de solaparse hasta formar un collage que podría resumir su discurrir en los últimos años. Debía apremiarse con los correctores, utilizó el amarillo para disimular las zonas violetas de las orejas y un poco de marrón para dar profundidad al rostro, tuvo que centrarse para que desapareciera el espejismo de aquellos ojos de cristal bañados en bourbon que siempre la acusaron, puño en alto, de todos los males, escapar y escapar de la obsesiva mirada sin vida del hombre roto, exigiéndole con inquina que llenara su vasto vacío yermo de solución alquímica, la terrible angustia de no dar con la tecla adecuada para cada dilema irresoluble la convertía en víctima propiciatoria. Simplemente no pudo huir de las malas compañías a pesar de intentarlo, lentamente la imposición la esclavizó una y otra vez hasta someterla sin remedio a la esquizofrenia del matrimonio idílico, esa maldita rueda trituradora de ilusiones a la que Norma estaba cansada de pertenecer. Con el contouring afinó las facciones de su cara al crear sombras de distintos tonos, perfiló aún más su nariz y convirtió sus pómulos en más prominentes. Qué era lo que había quedado, tan solo un alma ruinosa con la desconfianza despuntando a cada paso, cada sonrisa, cada beso, cada cita era una premonición, el lobo vestido de caperucita no se atrevía a mostrarse abrumado por la picardía natural que Norma regulaba a golpe de emoción. Aplicaba con movimientos estudiados la brocha grande para fijar el maquillaje y reducir los brillos de la frente, los polvos traslúcidos se esparcían por el rostro de Norma mientras repasaba mentalmente el repertorio de la velada. Rebuscó entre varios lápices de cejas para dar con el color que más se parecía al de su pelo, tras rellenar los huecos y dar forma dejó completamente delineadas las cejas no sin antes utilizar un gel con cepillo para peinar los pequeños pelos hasta dejarlos fijos. Con paciencia aquel rostro angelical iba acercándose a la musa que todos esperaban ver, estarían sentados consumiéndose para contemplarla una vez más, obsequiarla con sus silencios libidinosos más allá de los reflectores de tungsteno, odiaba aquel mutismo grotesco que la ahogaba hasta considerarla un mero objeto de paranoias inconfesables. Norma metía los carrillos hacia dentro de su boca para marcar los pómulos y aplicar un colorete anaranjado suave en crema, su mano empezó a temblar, tuvo que detenerse hasta tragar un sorbo de agua, miró su pequeño bolso de noche que inmóvil la tentaba a buscar el consuelo fugaz una vez más, sin pensarlo sustrajo el pequeño pote blanco de barbitúricos y tragó dos pastillas sin responder a la conciencia quisquillosa que tras el quinto intento acusatorio desistió. Siguió impertérrita mientras el efecto sedante la ayudaba a dar con la combinación adecuada de colores para dar la sombra sobre el pliegue del párpado, con el pulso templado dejó caer una gota de iluminador sobre el lagrimal. Parpadeó observando la enorme lámpara de araña colgante con decenas de cristales, el anestésico creaba la extraña sensación de desidia donde ella podía permitirse levitar mientras se regocijaba de la complejidad de su mundo interior, nunca permitiría a ningún hombre pasear por su jardín de las delicias, el amor quedaría como una entelequia solo realizable en sueños oníricos alejados de cualquier contacto con la consciencia real, Norma se desdoblaba viajando fuera de su cuerpo en busca de las nueve musas para que le susurraran consuelo. Con suma pericia trazó una raya sobre la línea de las pestañas por el párpado superior del ojo, alargó con paciencia el trazado en dirección a la sien, sin inmutarse repitió la misma operación con el otro ojo, la simetría era exacta. Otra vez aquellas ganas locas de llorar, estúpidamente intentó convencerse con las mismas mentiras de siempre, pasaba el cepillo por cada una de las pestañas, con sumo cuidado recorrió desde el lagrimal hasta el otro extremo, no podía, no debía mostrar debilidad, si ocurría no podría detener a la bandada de lobos, debía mantener esa distancia imaginaria que solo respetaba la admiración por sus medidas corporales. Enmarcó la mirada utilizando una máscara de pestañas evitando crear grumos, como siempre los analgésicos lograron cambiar las tornas y un potente sentimiento de euforia afiló el atrevimiento de mujer. Tras hidratarse los labios con cacao tomó el cepillo de dientes y con energía exfolió toda la superficie, con el delineador marcó la forma y con un pincel aplicó un labial. Daría a aquellos salvajes lo que habían venido a buscar, su descaro, la desfachatez al contemplarles sin apartar la mirada, aplicaría su sonrisa sincera como respuesta a las veleidades de los beodos, actuaría de nuevo para ellos aunque aquello la hundiera cada vez más en la ofensa permanente, rehusaría con dulzura las insinuaciones del dueño del club, bebería champán con los potentados y diría que sí a los caprichos de su representante, para que la rueda de la autodestrucción no parara hasta convertirla en una yonqui de la adrenalina, eligió un color rojo fuego para tintar sus labios. Los nudillos volvieron a golpear la puerta para dar la señal de los cinco últimos minutos antes del show. Norma se dio prisa en vestirse, dentro del armario empotrado se encontraba su vestido satén en color rubí enfundado en la bolsa del tinte. Lo acarició con cariño, su prenda fetiche que le regalaba suerte, la protegía de aquel mundo hostil parapetado más allá de los focos, estaban allí, ocultos, mutando su mirada felina al verse descubiertos, desvistiéndola ilusoriamente entre orgías de rostros confusos, aplicándole alucinaciones estroboscópicas con sonido reverberante. Su falta de valor en asumir la derrota era descorazonadora, por eso la necesitaban para que su negación no les aplastara. Reía Norma mientras fijaba con elegancia los delgados tirantes y mangas estilo Bardot, dejando al descubierto unos hombros sencillamente perfectos en forma y uniformidad, por supuesto que era mejor que todos ellos, solo deseaba que se carcomieran en la levedad del vacío existencial mientras implosionaban perdiendo todo equilibro. Norma era la jueza que impartía indultos fugaces para los condenados al fuego eterno, comprobó que el vestido estaba bien anudado en el centro del pecho y abrazaba los muslos. Estaba dispuesta a ser lo que ellos quisieran que fuera, observaba en el espejo cómo la falda se ampliaba con un efecto asimétrico en cola de pez dejando descubierta buena parte de su pierna derecha, unos muslos torneados que conducían al dorado solo apto para los elegidos. Norma se sentía como una diosa a punto de sentarse en el trono, solo faltaba otra pequeña dosis de barbitúricos para sellar el autoengaño y dejar de pensar, la ceguera producida por los reflectores haría el resto.

Tras hora y cuarto Norma volvió al camerino muerta de cansancio, cerró la puerta y exigió no ser molestada, se desmoronó en la silla acolchada no sin antes encender un cigarrillo y dejar que se consumiera en el cenicero perfumando el aire. Con los músculos agarrotados y el sudor descomponiéndole el maquillaje respiró hondo hasta saberse a salvo. Por toda la habitación habían decenas de ramos de flores de diferentes colores y tamaños, siempre la misma liturgia impuesta por el relaciones públicas, debía seleccionar uno de ellos y besar la tarjeta de las flores elegidas. Posó el color gris oscuro de sus ojos en cada flor hasta que se inclinó por unas orquídeas mariposa, el color lila era uno de sus preferidos, rebuscó entre el tallo la tarjeta del admirador anónimo. Leyó en silencio aquellas palabras estudiadas por el pretendiente intentando descubrir entre líneas algo oculto que le despertara el más mínimo interés, la ordinariez era absoluta, una serie de retahílas banales que demostraban una absoluta falta de talento. Cerró los ojos mientras luchaba porque aquella lágrima no la avergonzara, besó la tarjeta embadurnada de un perfume insoportable entre tanto intentaba recordar dónde había dejado su frasco de barbitúricos. Fin de la función.


Este texto fue seleccionado de entre los que participaron en la Convocatoria que la revista gAZeta abriera en febrero de 2020. La selección estuvo a cargo de Ana María Rodas, Andrea Cabarrús, Antonio Móbil, Carlos Gerardo, Diana Morales, Eynard Menéndez, Gustavo Bracamonte, Jaime Barrios, Leonardo Rossiello, Luis Eduardo Rivera, Manuel Rodas, Marco Valerio Reyes, Marcos Gutierrez, Marian Godínez, Monica Albizúrez, Roberto Cifuentes, Rómulo Mar, Ruth Vaides y Tania Hernández, a quienes agradecemos enormemente su apoyo y dedicación en este proyecto.

Jordi Manau Trullàs

Economista de profesión, fotógrafo por afición y escritor por devoción. Ha participado en varios certámenes, recibiendo premios y menciones honoríficas. Además, ha publicado relatos en diversas revistas como: Tales (número 7), Narrativa (número 49), Sapos y culebras (número 2), Visor (número 14), Revista Hebra (abril 2019) y Revista Yzur (número 1. Revista norteamericana), Revista Caños Dorados (número 42-43). Colaborador habitual de la revista Antrópika. Otras publicaciones de relatos en diferentes revistas digitales como: Culturamas, Espacio Ulises, Margen cero, Penúltima y Kafcafé.

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