Rafael Cuevas Molina | Política y sociedad / AL PIE DEL CAÑÓN
Tuve mi primer acercamiento a la obra de Carlos Marx por una vía indirecta, a través de V. I. Lenin, cuando tenía 17 años. A mi padre, un amigo le prestó clandestinamente La revolución proletaria y el renegado Kautsky, y nos dimos a la tarea de empezar a leerlo un fin de semana en la casona de la finca de café de mi abuela en San Felipe de Jesús, en la periferia de la Antigua Guatemala.
Eran los años 70, y en el país vivíamos horas de gran represión. El general Carlos Arana Osorio había llegado al poder y la Universidad de San Carlos de Guatemala, de la cual mi papá era rector, se encontraba bajo asedio; profesores y estudiantes eran asesinados todos los días y ser marxista era equivalente a una sentencia de muerte.
Ese era el contexto en el que tuvimos por primera vez en las manos un libro marxista. Estaba forrado con un papel azul que ocultaba su portada y, al trasladarlo de la capital hasta la Antigua, en donde empezamos a leerlo, lo escondimos bajo un tablero que se levantaba en el baúl del carro, porque eran corrientes los retenes y los cateos.
Para nosotros, acercarnos a una obra de carácter marxista tenía un valor simbólico tremendo. Significaba la asunción de un compromiso radical que podía pagarse con la vida. Si Guatemala es, hoy en día, un país en el que mencionar a Marx es casi una herejía, imagínese el lector lo que sería allá por los ahora lejanos años setenta del siglo XX.
Ahora, desde el siglo XXI, nos veo a mi padre y a mí con ternura en aquella tarde que recuerdo gris. Abríamos el libro de Lenin con una mezcla de devoción y miedo, como entreabriendo una puerta hacia lo desconocido, seguramente cargados nosotros mismos de muchos de los prejuicios que nos rodeaban. No sabíamos entonces que apenas unos dos o tres años más tarde, en 1974, por esas vueltas del destino, conoceríamos Cuba, en donde nosotros, que veníamos de ese mundo cerrado y opresivo que era Guatemala, nos daríamos de bruces con un mundo que nos apabulló y definió el rumbo de nuestras vidas.
En mi caso, decidí estudiar a profundidad el pensamiento de Marx, y para ello escogí estudiar filosofía en un país socialista de aquellos tiempos, Rumania, a donde me trasladé y donde viví durante casi ocho años. Durante ese tiempo me dediqué con ahínco a estudiar textos similares al que, como anticipo, habíamos abierto temerosos con mi padre aquella tarde. A mí se me abrió un mundo de una riqueza que no había imaginado, y no haberlo tenido a él a mi lado compartiendo lo que iba descubriendo fue un sentimiento de dolor que persiste hasta hoy.
Cuando hablo de Carlos Marx y del marxismo, de mis años de largas permanencias en las bibliotecas silenciosas en las que por las ventanas solo se veía la nieve y las farolas mudas de la Transilvania rumana, necesariamente tengo que hablar de mi padre, de sus ansias casi infantiles por conocer lo que nos estaba vedado, y que intuíamos que podía darnos repuestas a las tantas preguntas que nos hacíamos entonces.
En aquellos años en los que no existía el internet y las cartas tardaban un mes en ir y otro en venir, yo le fui enviando largas disquisiciones de mis cursos sobre Hegel, la filosofía clásica alemana, el pensamiento del joven Marx (que en aquellos años empezaba a descubrirse), El capital y tantos otros que, de pronto, dejaron de tener interlocutor porque, en el exilio, lo atajó la muerte.
Claro que ya no soy aquel muchacho de 17 años que junto a su padre abrió por primera vez un libro marxista en un remoto pueblito centroamericano, pero la llama que se prendió ese día no se ha apagado. No se apagará nunca, como nunca se apagará el recuerdo de mi padre aquella tarde, con su suéter café, abriendo reverentemente el libro que nos abrió una puerta por donde pasamos los dos buscando la luz que nos permitiera entender.
Rafael Cuevas Molina

Profesor-investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Costa Rica. Escritor y pintor.
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