-Rafael Cuevas Molina / AL PIE DEL CAÑÓN–
Para mí, la mujer es en primer lugar mi compañera y mis tres hijas. He vivido el universo femenino desde mi vida cotidiana y creo saber de lo que hablo.
Hace muchos años, puede ser que allá a finales de los años ochenta, viajamos a Montevideo, ciudad natal de mi esposa, para visitar a su familia. En la sede de la Unesco encontramos un afiche de una niña y una leyenda que decía: «Es una mujer del siglo XXI, no limites su educación». Lo compramos de inmediato porque resumía nuestra actitud para con ellas: una educación laica con todas las oportunidades formativas que nos permitiera nuestra condición, que reforzara su independencia, creatividad e iniciativa de seres humanos del siglo XXI tal como lo entendíamos nosotros en aquellos lejanos años: un siglo de mayor igualdad y justicia, seguramente socialista, en el que no habría discriminaciones de ningún tipo. Era nuestra utopía personal corporizada en nuestras hijas.
El afiche estuvo en su habitación toda la vida. La niña vestida con un overall de bluyín, sonriente y una batuta al final de su mano izquierda enhiesta las acompañó durante toda su infancia y adolescencia y hoy, al verlas hechas unas mujeres hechas y derechas, creo que logramos cumplir con su mensaje.
Pero, a pesar de todo nuestro esfuerzo, ahí está el mundo. Esas niñas que tuvieron no solo una educación preciosa -en donde se combinó la formación de las habilidades del raciocinio con las de la expresividad artística y del deporte-, sino también el soporte afectivo y emocional de sus padres, hoy son mujeres que superan en mucho a quienes no tuvieron las mismas oportunidades que las que nosotros pudimos brindarles, entran con desventaja en un universo en el que se vive naturalmente la superioridad del varón.
Seguramente no me habría dado cuenta si no las viera, con mi corazón amoroso, esplendorosas y brillantes batallando con desventaja muchas veces ante tartamudos e incompletos que, solo por ser varones, ya les llevan una cabeza de ventaja.
Acordes con su formación no se arredran, no se siente menos y comprenden las condiciones sociales en las que se mueven, pero les cuesta. Viéndolas pasar por algunas de las experiencias por las que nosotros, sus padres, pasamos, como la de la maternidad, por ejemplo, veo lo difícil que es, el recargo que tiene sobre ellas la crianza, el peso que ocupa en su vida cotidiana, aunque nosotros, los varones, hagamos lo que nos permite nuestra mentalidad por compartir.
Viéndolas me veo yo y mi relación con quien he compartido ya más de cuarenta años de vida, con quien procreamos a esas mujeres que hoy batallan frente a nuestros ojos. No es sino viendo a las hijas con los ojos del corazón que la veo a ella recargada de tareas en el pasado, y yo viviendo todo eso como natural sin quizás haberlo querido. Ahora la veo con más respeto y agradecimiento porque, siendo una mujer inteligente, mejor que yo en muchas cosas, priorizó lo que tal vez yo priorizaba desde la teoría pero no sabía –no tenía como saber- llevar totalmente a la práctica.
Esas oportunidades que yo pude aprovechar por el solo hecho de ser varón son las que me tienen hoy escribiendo este artículo: porque he tenido más tiempo para escribir y hacerme un espacio para «reflexionar», mientras ella aseguraba el delicado equilibrio financiero, afectivo y amoroso de la familia.
Así están las cosas. Hay que hacer todo lo posible por cambiarlas.
Rafael Cuevas Molina

Profesor-investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Costa Rica. Escritor y pintor.
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