-Jorge Mora Alfaro / PUERTAS ABIERTAS–
La sociedad costarricense de inicios del siglo XXI enfrenta hoy una serie de desafíos con los cuales en su pasado reciente no tropezó. La sólida institucionalidad democrática construida desde finales de la década de los cuarenta del siglo pasado, sirvió de sostén al logro de un conjunto de plausibles indicadores sociales y a un funcionamiento de la economía relativamente estable, a pesar de algunos vaivenes propios de una época de cambios sustanciales en los patrones de crecimiento reinantes en el orbe.
No apreciar estas realidades resultaría improcedente en el momento de avizorar algunos de los retos actuales, desde la perspectiva de quien esto escribe. El gran desafío de la Costa Rica actual es sustancialmente político, pero este no puede explicarse sin observar su enraizamiento en las modificaciones acontecidas en su estructura económica, en las interrelaciones entre los campos político y económico, y sin dejar de volver la vista al cercano pasado de los dos últimos decenios del siglo XX; recordando, en esta corta reflexión, las sabias palabras de Pierre Vilar, «(…) no pensar en lo actual por sí mismo, sino a partir del pasado, no interesarse por el pasado en sí mismo, sino porque pesa sobre el presente, constituye la única manera de apoderarse acertadamente de lo uno y de lo otro».
Algunos de los rasgos distintivos del camino seguido por el país, hasta la década de los años ochenta, fue su relevante integración y la cohesión social y política generada por la existencia de distintos mecanismos redistributivos, entre los que sobresalen los programas institucionales públicos, en campos básicos tales como la educación, la salud, la cultura, el ambiente y la reducción de la pobreza; así como, la robusta modernización económica en la que se incluyeron diferentes grupos de productores nacionales, sumando a pequeñas y medianas empresas agrícolas, industriales y comerciales. Esto contribuyó a reducir brechas sociales, a generar empleo y a propiciar el bienestar de numerosas familias que vivieron destacados procesos de movilidad social ascendente.
A partir de los años ochenta, siguiendo la misma ruta de la mayor parte de los estados, y alentada por la progresiva mundialización de la economía, la política y la cultura, y tironeada por la creciente apertura económica, la nación modifica la ruta por medio de la cual pretende alcanzar el crecimiento de su economía. La promoción de las exportaciones y la atracción de inversiones externas, ocupan el lugar preferente en la política económica adoptada desde entonces. Como lo indica el «manual», se avanza en la «desregulación» y la «liberalización de la economía» y la eliminación de buena parte de las medidas «proteccionistas» empleadas en el pasado.
Los ajustes posteriores reafirmaron la vía escogida por las coaliciones gobernantes, con una persistente oposición surgida desde la sociedad civil. Esta contuvo la plena aplicación de las reformas económicas y políticas, las cuales no alcanzaron nunca su entera culminación. Para los promotores de estos cambios, el ajuste económico siempre ha sido entendido como una «reforma inacabada».
Al contrario de lo ocurrido en otras sociedades latinoamericanas, en Costa Rica persistieron, en un mercado abierto, las empresas públicas de gran magnitud, como las productoras y prestatarias de servicios eléctricos y telefónicos, la banca pública (hoy enfrentado una clara amenaza por su supervivencia) y los seguros estatales que compiten con las aseguradoras privadas. La ampliación y el reforzamiento de un sistema mixto, público-privado, se extendió, asimismo, a la educación en todos sus niveles y a la salud. Estos últimos cambios, con un efecto muy significativo en la percepción de la población sobre la existencia de ciudadanos de primera y de segunda categoría. Una realidad palmaria que, como diría el recordado sociólogo Carlos Sojo, contribuye a romper con el enraizado mito de que los costarricenses somos «igualiticos».
El debilitamiento de buena parte de la numerosa y dispersa institucionalidad pública y, en particular, de las entidades estatales vinculadas con la «promoción del desarrollo» o la prestación de servicios esenciales a la población, vivido en la actualidad, no es generalizado. Es, en parte, el resultado de la colocación del acento en una institucionalidad asociada, de modo preponderante, con el camino tomado a partir de los ochenta y seguido hasta el presente.
Desde entonces, se origina un exitoso aumento de las exportaciones (acompañado de un considerable incremento de las importaciones) y de la inversión extranjera directa (IED), la diversificación de los tipos de bienes destinados al mercado exterior y una intensa atracción de empresas de servicios. En 2014, según un informe del Banco Central, de un total de 283 empresas que operaron bajo el denominado régimen especial (la mayoría ubicadas en las zonas francas), alrededor de 150 (53 %) desarrollaron actividades relacionadas con servicios (BCCR, 2017).
De acuerdo con el Banco Central, los principales servicios exportados son los siguientes: a) servicios administrativos y de apoyo de oficina y otras actividades de apoyo a las empresas; b) servicios de manufactura; c) servicios de consultoría en gestión financiera, recursos humanos, comercialización, oficinas principales y afines; d) servicios de información, programación y consultoría informática, excepto edición de programas informáticos y afines, e) otros servicios profesionales, científicos y técnicos. Según la información ofrecida por el Banco Central, en 2014 las exportaciones de servicios correspondieron a un significativo 13.1 % del PIB (BCCR, 2017).
El país se coloca en la primera posición en América Latina y el Caribe, en cuanto a la estratégica actividad de exportaciones de servicios de valor agregado. En 2015, estas constituyeron el 46.4 % del total de las exportaciones de servicios (BCCR, 2016).
Es de destacar el importante papel de estos sectores, manufactureros y de servicios, en la creación de empleo para técnicos y profesionales con la formación requerida por estas empresas. Sin embargo, no encuentran respuesta en estas actividades económicas numerosos grupos de personas excluidas en el pasado y en el presente del sistema educativo, con bajos niveles de educación y con serias limitaciones de acceso al mercado laboral, con todo lo que eso significa en términos de la seguridad social.
Las empresas de servicios instaladas en el país no logran compensar las opciones de empleo pérdidas como consecuencia de menoscabo sufrido por esos sectores productivos. El persistente 9,5 % de desempleo (cuarto trimestre del año 2016), el más alto de Centroamérica y por encima de la media de 8,1 % de América Latina y el Caribe (OIT/Banco Mundial) y un empleo informal que se ubicó en 44,7 %, para ese mismo trimestre de 2016, suman en sus filas de manera predominante a los jóvenes: «la tasa de desempleo abierto juvenil fue 24 %, cerca de 4 veces la de la población adulta» (INEC, 2015).
El desempleo golpea de manera elevada, asimismo, a los grupos de más bajos ingresos. Mientras que en el 2007 el desempleo abierto en el quintil I de la población era del 11.2 %, en 2017 el porcentaje llega al 21.9 % y en el quintil II al 10,4 % (INEC, 2017).
Los cambios estructurales introducidos en el funcionamiento de la sociedad modifican, en forma sustancial, varias de sus más notorias fortalezas. Colocar las energías de forma preferente en el sector exportador, sin dar la misma relevancia a otras actividades industriales y agropecuarias, acompañadas de un palpable deterioro en el apoyo estatal a este tipo de productores, tiene importantes consecuencias. Las dificultades para persistir en el mercado o la ausencia de instrumentos para competir en condiciones de apertura e integrarse plenamente en la economía, limita el desarrollo de los grupos de productores proveedores de bienes y servicios para el mercado local o restringe sus posibilidades de integrarse con éxito en la actividad exportadora.
Información divulgada en 2015 por instituciones públicas muestran que la promoción de emprendimientos, salvo algunos casos exitosos, no encuentran el desenvolvimiento esperado. El 80 % de los emprendimientos (mipymes), no alcanza al tercer año de vida; del 20 % sobreviviente, en los siguientes 10 años desaparece el 50 %.
El sentimiento de deterioro en sus condiciones de vida por parte de extensos grupos de la población, así como la percepción de que las instituciones no están dando respuesta a sus demandas y aspiraciones, unido al repudio a la mezcla evidente de negocios y política, puesta al descubierto en distintos momentos y por diversos medios (hoy por una Comisión Legislativa instalada en pleno proceso electoral alrededor de un caso particular que ha puesto al descubierto las extensas redes integradas por actores privados y públicos, extendida por todo el entramado institucional), sumado al incesante deterioro vivido por los partidos políticos y el enfado ciudadano con los políticos y la política, han enrarecido desde hace bastante tiempo el clima social, más allá de los momentos electorales y de las crispaciones que estos con frecuencia conllevan. Hay algo más de fondo en el desencanto de la ciudadanía, posiblemente sea el sentimiento de que algo se ha perdido y que las generaciones actuales encuentran muchas dificultades para alcanzar los mismos niveles de bienestar de los que gozaron sus padres y sus abuelos.
Componentes básicos del sistema institucional del país, tales como el Parlamento, el Poder Ejecutivo y en forma cada vez más reveladora el Poder Judicial han perdido, paulatinamente, su credibilidad y la confianza de la ciudadanía en ellas. La Costa Rica igualitaria, o percibida como tal, queda atrás y la actual se acerca, cada vez más, adonde no se hubiera querido llegar. La singularidad, admirada por muchos, de la cual conserva algunos rasgos relevantes, deja lugar a una sociedad con una ruta inexorablemente ligada al uniforme entorno internacional, en el que en algún momento pudo diferenciarse por su fuerte cohesión social, su capacidad de institucionalizar los conflictos, por su sólido sistema institucional y por propiciar la movilidad social ascendente de diversos sectores de la población.
El debilitamiento de su fragmentado sistema institucional, las incertidumbres o la exclusión vivida por muchos, unida al descontento de una ciudadanía que no encuentra respuestas a sus demandas y al extendido desapego político, en un país en el que crece y se moderniza la economía y los niveles de consumo de algunos grupos de la población se acrecientan en forma sorprendente, conduce a la polarización social y a la intolerancia.
La sociedad civil, por su parte, muestra un alto grado de dispersión y ausencia de una estrategia común, con movilizaciones esporádicas ante coyunturas determinadas, situación condicionante de su limitada capacidad de incidencia en la definición de las políticas públicas o la orientación del desenvolvimiento del país [1].
La pérdida de la integración y la cohesión social, producto de estas fuerzas desintegradoras, aumenta con el incremento de una imparable violencia social alentada por el aumento de la delincuencia y la penetración del narcotráfico. La sobresaliente presencia de organizaciones, partidos y movimientos conservadores o ultraconservadores en el escenario social, muchos de ellos cobijados en las mantas de la religiosidad, muestran un panorama poco alentador para retomar la ruta de la inclusión social.
Ante este cuadro no se otea en el horizonte una fuerza política y un liderazgo capaz de modificar el rumbo, de hacer los ajustes requeridos por un modelo que da muestras de tener límites precisos para generar bienestar y para crear la base material requerida para reemprender el camino de la integración y la cohesión social. Estas aspiraciones no aparecen en la agenda de unos actores que se regocijan con los resultados hasta ahora obtenidos y una ausencia notable de la perspicacia necesitada para entender que, a la larga, se crean las condiciones para que la situación desemboque en un camino no esperado o no deseado.
No se produce, tampoco, el surgimiento de liderazgos renovados, ante unos partidos y unos dirigentes políticos sumados al pensamiento y la estrategia reinante, salvo tímidos retoques dados en algún momento al «modelo», pero que reculan, casi de manera automática, ante los ataques originados en los medios de comunicación o provenientes de los poderes fácticos, opuestos a modificar ni un ápice en la ruta seguida, pese a las inestabilidades que esta genera. No es un tema presente en la agenda política del país la necesidad de elaborar políticas de industrialización o dirigidas a promover la producción nacional, con tanto ímpetu y recursos como se hace con la producción exportadora o en la atracción de inversiones, actividades en las que predominan las compañías transnacionales instaladas en el país. Son de igual modo imprescindibles la renovación y revitalización de los sistemas de protección social y del sistema público de salud, el cual enfrenta un franco proceso de deterioro.
Costa Rica se suma al conjunto de sociedades partidas, en las que la polarización social genera inestabilidades y desencantos, a los que no se harán frente con unas propuestas electorales alejadas de los problemas esenciales enfrentados por la sociedad y centradas en una coyuntura política marcada por un caso de aparente tráfico de influencias en el que se han visto envueltas autoridades gubernamentales, judiciales y legislativas, clara expresión de los frecuentes y generalizados vínculos entre política y negocios, propia de las sociedades mercadocéntricas. El desafío democrático enfrentado por la sociedad costarricense pasa por la necesidad de retomar el camino incluyente, reforzar el alicaído sistema institucional, fortalecer el sistema político y el sistema de protección social, sin renunciar a las fortalezas generadas a partir de la década de 1980. El principal reto de Costa Rica es un reto esencialmente político.
[1] Esto, desde luego, no significa la ausencia de logros puntuales de mucha relevancia. Uno de ellos, el más reciente, alcanzado por organizaciones de la sociedad civil en conjunto con autoridades gubernamentales, es la incidencia en la adopción por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de una opinión consultiva sobre identidad de género y no discriminación a parejas del mismo sexo, con la cual se abre el camino al matrimonio igualitario y el respeto a las decisiones personales en materia de la identidad de género, sin restricciones por parte del Estado.
Jorge Mora Alfaro

Sociólogo, investigador asociado de Flacso Costa Rica, unidad académica de la que fue su director de julio de 2008 a julio de 2016. Fue rector, vicerrector académico y secretario general de la Universidad Nacional (UNA) y director de la Maestría Centroamericana en Sociología de la Universidad de Costa Rica (UCR). Cuenta con numerosas publicaciones sobre el desarrollo social, político y territorial nacional y sobre la educación superior en los ámbitos nacional y regional.
Un Commentario
porque nos preocupa la identidad de genero…el presidente ruso se manifesto de porque hay cierto interes en ese particular…al cual ni ganamos y perdemos, pero ese interes es por reducir el numero de habitantes en la esfera tierra… no dan hijos, y esta gente de sexos iguales son improductivos, no hay comida para todos, por eso hay interes que se les tome en cuenta…
Dejar un comentario