-Marcelo Fagiano | NARRATIVA–
Estoy seguro, unos pocos me van a odiar, el resto, esa mayoría aborregada que camina bajo la sombra de los siglos, sentirá envidia cuando les cuente lo que hice con mi vida en esta tierra. De la boca para fuera todos elevarán críticas y, desde ahí hacia dentro, despertaré admiración. ¡Cuántos serán los que han padecido lo mismo y, en vez de actuar, se quedaron adormecidos ante la providencia! Antes que nada quiero aclararles algo: no actué de forma premeditada, solamente me dejé llevar por los hechos.
Había renunciado a mi trabajo una semana antes del incidente. Estuve más de quince años en la oficina de la calle Bolívar. Luego llegó aquel martes en el que decidí hacer los trámites en el centro: toda esa papelería inútil que siempre parece no tener sentido. Y los hice. ¿Por qué justo ese día y no otro? Tenía pendiente el asunto de la obra social y el seguro familiar; pedí los formularios y opté compulsivamente por los obligatorios y opcionales. Fue inevitable pasar por el banco… ¡debía cancelar ese maldito compromiso! La plata de la herencia cayó como una paloma de oro en nuestras manos. Ahora, de pronto, nos sobraba todo… Retiré los fondos necesarios para saldar la deuda y los acomodé en el maletín. ¡Nunca había visto tantos billetes así de cerca! Sentía como si algo fuera a pasar, no sé si era miedo, ¡cómo explicarlo! Nuestra familia, de aquí en más, sería otra. Tendríamos de nuevo un auto, la casa… ¡tantas cosas! De cualquier manera mi deseo era estar solo, ordenar las ideas, pasar en claro la vida y decidir, tomar conciencia de lo que estaba sucediendo. Llamé a casa y le dije a Marta: «querida, no me esperen para el almuerzo, estaré en la ciudad hasta la hora del pago». Suspiré profundo y empecé a caminar. Al llegar a la costanera comí un lomito y después me la pasé de aquí para allá, creo, sin pensar en nada. ¡Eso me hacía falta! No pensar en nada. Tener un día en blanco, exclusiva y puramente para mí.
La tarde comenzó a caer con tranquilidad junto con el ritmo de mi corazón. Pasé por el puerto nuevo y me dirigí, como era lógico, hacia el este. Saldar una vieja deuda genera extrañas sensaciones, una especie de gratificante angustia. Las luces de la avenida se encendieron y a la distancia pude ver el titilar errante de los buques. La claridad del cielo no tardó en disolverse: aún queda grabada en mi memoria esa imagen, la última visión agradable que tuve de aquel lugar. Más tarde ocurrió todo tan de golpe que casi se me borran los recuerdos. Primero un zumbido agudo, penetrante e hiriente y, un momento después, la explosión, el humo, el incendio, aquellos gritos, aquellas sirenas. Era imposible saber lo que pasaba. Las ambulancias y los carros de bomberos no tardaron en llegar. No podía creer lo que tenía frente a mis ojos: un boeing cortaba la avenida en dos trozos y, en su catastrófica caída, había aplastado lo que encontró a su paso. Me acerqué lo más que pude a ese caótico panorama: la gente corría de uno a otro lado ayudando a las víctimas y apagando el fuego que surgía entre la humareda en diferentes focos. Yo soy por naturaleza incapaz de ofrecer ayuda en esas circunstancias, así que me alejé, lo más rápido que pude, aferrado a mi maletín. En el primer bar que encontré me senté a tomar un café. Seguía aturdido. En la televisión continuaba el espectáculo. Varias veces intenté llamar a casa pero el teléfono… daba ocupado, ellos sabían que a esa hora, la del accidente, yo estaría a solo unas cuadras de ahí pagando la deuda. ¡Como si el usurero hubiera elegido el lugar para el encuentro! Los informativos continuaban transmitiendo en vivo la desesperación de la tragedia. Pasaban las horas. De pronto quedé paralizado. La televisión me mostraba en su brutal pantalla a mi esposa y mis hijos frente a una cámara: «él no ha llamado a casa», escuché, «a esa hora», dijo Marta, «él estaba en la zona del accidente. No ha llamado, no ha llamado», y lamentaba, se notaba, mi indudable destino. En ese instante supe qué hacer. Salí decidido: un taxi, la terminal más cercana y, al fin, la anhelada la frontera. Ahí los vi en otro informativo, por última vez, angustiados por mi desaparición.
Ahora soy otro… o tal vez nadie. Hacía tiempo que quería evaporarme sin dejar rastro.
Este texto fue seleccionado de entre los que participaron en la Convocatoria que la revista gAZeta abriera en febrero de 2020. La selección estuvo a cargo de Ana María Rodas, Andrea Cabarrús, Antonio Móbil, Carlos Gerardo, Diana Morales, Eynard Menéndez, Gustavo Bracamonte, Jaime Barrios, Leonardo Rossiello, Luis Eduardo Rivera, Manuel Rodas, Marco Valerio Reyes, Marcos Gutierrez, Marian Godínez, Monica Albizúrez, Roberto Cifuentes, Rómulo Mar, Ruth Vaides y Tania Hernández, a quienes agradecemos enormemente su apoyo y dedicación en este proyecto.
Marcelo Fagiano

(1959). Río Cuarto, Córdoba, Argentina. Integrante y fundador del grupo de poesía callejera Poetas del Aire (1991-2002). Dr. en Ciencias Geológicas y profesor universitario. Ha publicado libros de teatro, poesía y narrativa, sus obras forman parte de diversas antologías. Ha obtenido premios y menciones en concursos nacionales y provinciales en poesía, dramaturgia y narrativa.
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