Matheus Kar | Literatura/cultura / BARTLEBY Y COMPAÑÍA
«Quis custodiet ipsos custodes?» es una locución latina del poeta romano Juvenal, en diversas ocasiones traducida como «¿Quién vigilará a los vigilantes?», «¿Quién guardará a los guardianes?» o «¿Quién vigilará a los propios vigilantes?».
La frase suele utilizarse para concientizar sobre el uso de la ley, ya sea para quienes la aplican como para quienes desean aplicarla o hacer un uso indebido de ella. O sea, corrupción política.
Sucede que el poder corrompe. No porque el poder en sí logre traspasar la barrera de la razón y estimule la sed de poder absoluto. No, el fenómeno se debe más bien a un componente más humano: la autoestima, si nos ponemos psicológicos. O el miedo a la finitud, si nos ponemos filosóficos. El hombre teme desaparecer, y en su afán por persistir en el tiempo y el espacio, muchas veces abusa de la porción de existencia que posee. Decimos que se trata de un problema de autoestima porque el individuo con poder es incapaz de poner límites a su persona y los objetos con los que ha elegido identificarse.
Platón, en su República, trataba el tema sobre «los vigilantes». Estos deben estar encargados de proteger a la ciudad. La respuesta de Platón a la pregunta en discusión es que ellos se cuidarán a sí mismos. Afirma que se les debe decir una mentira piadosa. Esta consistirá en hacerles creer que son mejores que aquellos a quienes prestan su servicio y que, por tanto, es su responsabilidad vigilar y proteger a los inferiores. Afirma que hay que inculcar en ellos una aversión por el poder o los privilegios, y ellos gobernarán porque creen que es justo que así sea, y no por ambición.
Sin embargo, esto es imposible, utópico. «Los vigilantes» no son centinelas de piedra, sienten y razonan. Su tarea de vigilancia (solitaria, por cierto) los llevará, tarde o temprano, a sopesar su situación y pedir algunos privilegios. Estos privilegios pueden ser económicos o vitales. Lo que nos lleva a dos caminos: el nihilismo o la corrupción.
La corrupción no hace falta describirla, basta con abrir las páginas de cualquier diario o tabloide. Nuestros vigilantes han evolucionado en ratas, ya sea por su autoestima o por el improrrogable horror a la muerte que la vida provoca.
Por otro lado, tenemos a los nihilistas. Hombres que se preguntan si es mejor defender la ley cuando una mujer roba para alimentar a sus hijos o es mejor luchar para descubrir a aquellos que, legalmente, le han causado la pobreza. Combatir el crimen, hoy en día, para algunos solo significa ser un títere de las clases dirigentes, para mantener sus negocios a salvo. ¿Por qué combatir los síntomas de una enfermedad que permanece intocable? Tanto la medicina como la psicología saben que ninguna enfermedad desaparece combatiendo sus síntomas. Como resultado tenemos unos vigilantes cansados, pesimistas y huraños.
Este es el espíritu que transmite Watchmen, la novela gráfica de Alan Moore. No es una historia sobre superhéroes y, sin embargo, es la mejor del género. No pretende ser un cómic más, sino uno esencial, lleno de preguntas, con el siempre podrido aliento que dejan las buenas obras literarias. Los héroes al caer, caen como cualquier hombre, porque al final eso son: hombres comunes y corrientes. No como Platón quería hacerles creer: que son mejores que aquellos a quienes prestan su servicio y que, por tanto, es su responsabilidad vigilar y proteger a los inferiores.
¿Pero dónde están los vigilantes? No son los policías ni las autoridades ni las instituciones. En tiempos donde los aparatos de seguridad están cooptados y la sociedad tiene que administrar su propia seguridad, los héroes brotan de las banquetas como hormigas en busca de comida. El debate sobre el respeto de la ley también sale a relucir, y hay quienes ya empiezan a hablar de desobediencia civil. Y la discusión acrecienta: ¿se debe respetar la ley o se debe luchar por aquello por lo que se supone que la ley fue creada?
El debate, como debe ser, estaría a cargo de los expertos correspondientes, hombres doctos en la materia: abogados, políticos, hombres de leyes, expertos en derecho y peritos fiscalizadores para garantizar el proceso. No obstante, la organización informal y la poca seriedad con que se apremia la situación hacen a la sociedad tomar los elementos que encuentra a la mano. Y es así como en Guatemala los debates sobre «lo que le conviene al país» cae en manos de la sociedad civil más «chispuda»: agitadores, bochincheros, exhibicionistas, pluralistas, oenegeros y, eventualmente, más de algún intelectual cuyo terreno no es la política sino la pintura, la literatura o la música. Es así como se legitima el pensamiento de bolsillo, basado en el prestigio del «experto» y no en las ideas de este.
¿Quién vigilará a estos nuevos vigilantes, claros candidatos a ser víctimas de su autoestima o del nihilismo? ¿Será que están allí porque poseen una visión del mundo en particular y son la «Cumbre de Innovación Social» que el país necesita, o están allí porque poseen el discurso conveniente para la élite que mantiene oprimida al país?
¿Estos vigilantes servirán para democratizar la política o para cuatro años más de lo mismo (o peor)?
Imagen principal tomada de Herocomplex.
Matheus Kar

(Guatemala, 1994). Promotor de la democracia y la memoria histórica. Estudió la Licenciatura en Psicología en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Entre los reconocimientos que ha recibido destacan el II Certamen Nacional de Narrativa y Poesía «Canto de Golondrinas» 2015, el Premio Luis Cardoza y Aragón (2016), el Premio Editorial Universitaria «Manuel José Arce» (2016), el Premio Nacional de Poesía “Luz Méndez de la Vega” y Accésit del Premio Ipso Facto 2017. Su trabajo se dispersa en antologías, revistas, fanzines y blogs de todo el radio. Ha publicado Asubhã (Editorial Universitaria, 2016).
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