-Mario Alberto Carrera / DIARIOS DE ALBERTORIO–
El indio de América no existía antes del 12 de octubre de 1492. Colón lo llamó así por error. El almirante de la mar océano creyó haber llegado a las Indias Orientales. Buscaba un pasaje no convencional hacia el “mundo de la especiaría”. Imaginó haber recalado en la India –en las Indias Orientales– y llamó indios “por sentido común”, aunque no le funcionó tal sentido, a los hombres que entonces vio. La voz (signo) y el concepto (significado) se fueron llenando de nuevos matices o sentidos con el paso de la Conquista y de la Colonia. Severo Martínez, empleando la metodología del materialismo histórico, le da a la palabra una categoría socioeconómica que merece ser conocida y acaso revalorada. El indio, nos dice, no es otra cosa –actualmente– que la perduración de la clase servil colonial. Mi interpretación está más bien identificada con la lingüística y la etnología. Y con la investigación literaria.
Pero el indio de Guatemala (hoy se le ha rebautizado, eufemísticamente, con el término indígena) ¿es exclusivamente maya, como él mismo se ha motejado? ¿O ya es otro ente, más sincrético de lo que ellos –los llamados mayas– pretenden? ¿Y dónde categorizamos entonces y además –en la cartografía de nuestra identidad– al mestizo y al ladino, de cara a los “otros” guatemaltecos? Todo esto se discute acaloradamente aún hoy, por ejemplo, por la existencia –o no– del indígena xinca y su lengua y su cultura y el Convenio 169.
Me acuerdo, por lo que acabo de escribir arriba, de los apasionados debates en los encuentros –de los diversos colectivos– por la pacificación –para llegar a la firma de los Acuerdos de Paz– en los años noventa del siglo pasado, bajo la égida de otro almirante pero de la oligarquía pop y kitsch. En tales reuniones se planteó la existencia de los mayas. Pero no se ahondó demasiado en el asunto porque el interés no era científico sino eminentemente económico: a las dos partes polares (sin entrar a hablar de subdivisiones) las guiaba una meta económica. La extrema izquierda –beligerante o no, guerrillera o no– se dio cuenta de su inminente fracaso y por lo tanto de la urgencia de negociar para alcanzar algo de la novísima repartición. La derecha extrema, en cambio, vio aquello como la coronación de una victoria (pírrica, desde luego) y presionadísima y auspiciada ¡paradójicamente! por los Estados Unidos que ahora, y entonces, desean y ordenan un campo pacificado para la consumación de mejores business, en conchabado enlace con la alta burguesía guatemalteca, que cantaba victoria como un gloria in excelsis Deo. De suerte que, hacia 1996 –inicios del reinado arzuista, que trágicamente no acaba– la voz o palabra maya se usó como un despectivo trapo de hacer el aseo, en el sentido de irrespeto a las culturas mesoamericanas. Unos por ignorantes (la alta burguesía y los terratenientes) y los otros, los que Colón por necio llamó indios, quisieron coronarse, honrarse y lograr dignificación y se rebautizaron como “mayas”. Y aquí paz (con los acuerdos idem) y allá gloria.
Pero todo ello se matizaría de beligerancia –poco después– con el intento de llevar a la práctica el Convenio 169, sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes, que para su aplicación demanda claridad sobre el tema de quiénes son y cómo se llaman y titulan los indígenas u originarios o aborígenes de un territorio para la justa aplicación del Convenio 169, uno de cuyos capítulos más significativos, y de relieve, se refiere al derecho de decidir –de un colectivo indígena– sobre el presente y futuro del entorno geográfico, en el que tiene, o no, derechos ecológicos, ancestrales e históricos. Derechos en los que incluso entran al escenario de la discusión, las crónicas y textos literarios. Como el Memorial de Tecpán Atitlán o el Título de la Casa de Ixquín Nehaíb, Señora del Territorio de Otzoyá. Porque –en el fondo histórico– son alegatos por temas catastrales. Estos asuntos, aunque muy a la ligera, como he dicho, y con gran estulticia –y por necesidades al vapor o exprés– fueron tratados en la parte de los Acuerdos de Paz, referente a la identidad y derechos de los pueblos indígenas, con superficialidad. Antes habían sido flacamente incluidos en la Constitución, pero de manera aún más perversa, medio mal intencionada, por salir del paso. Pero, sobre todo, con desconocimiento de la historia patria, de la etnología, de la lingüística y de las subculturas e identidad de Guatemala y los guatemaltecos.
A mi juicio –a partir de los hallazgos de grandes antropólogos nacionales como Antonio Goubaud Carrera, fundador del Instituto Indigenista– el indio (de las Indias Occidentales) o indígena (que después de los Acuerdos de Paz se empeña en llamarse maya a secas, poniendo en peligro los argumentos defensivos que le ofrece el Convenio 169) debe pertenecer a las siguientes categorías:
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Usar diariamente el llamado traje típico, que no es maya, tampoco tolteca ni siquiera quiché o xinca. Según Severo Martínez era el uniforme de los campos de concentración llamados pueblos de indios.
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Hablar –sobre todo en el hogar o casa familiar– la lengua de la comunidad lingüística, con el mismo blindaje ejemplar de los catalanes de hoy. Como dije en mi anterior artículo para gAZeta, el maya, en rigor, dejó de hablarse hace mil años. Ni siquiera sabemos cómo se pudo haber pronunciado.
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El uso, idealmente, de un apellido indígena como Coy o Ixcot, aunque no absolutamente necesario.
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La práctica de las costumbres ancestrales, entre las que se cuenta el famoso derecho indígena, que incluye un catastro colonial, con propiedades comunales que entran en conflicto con las posesiones de los grandes terratenientes del país.
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(y el más discutible) Los rasgos indígenas que, como sabemos, son el color de pelo, muy lacio, piel y ojos. Estatura y morfología que tiende a ser pícnica. Y la mancha mongólica en los primeros meses o años.
Pero resulta que, todos estos rasgos (mezclados con el perfil de los esclavos africanos que llegaron a Guatemala a mediados del siglo XVI) los podemos catar en todos los estratos socioeconómicos del país. En la alta burguesía no todos son canches, de ojos azules y de más de 1.75 m. Y aquí es donde empieza la de Dios es Cristo. ¿Quién ofrece hoy los cinco rasgos del perfil?
No es fácil escribir y describir la cartografía de nuestra identidad. Y a este peliagudo territorio es al que me quiero acercar en estos breves ensayos para gAZeta.
Mario Alberto Carrera

Director de la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. Columnista de varios medios durante más de veinticinco años. Exdirector del Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades de la USAC y exembajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Premio Nacional de Literatura 1999.
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