Primero de noviembre: la comida, el fiambre

Mónica Albizúrez | Arte/cultura / INTERLINEADOS

Es indudable que nuestra memoria, multidimensional como es, se nutre también de la comida. Frecuentemente asociamos un olor en la cocina a una experiencia en la infancia, o simplemente convocamos a alguien que se quedó lejano en el tiempo y en el espacio cuando probamos un sabor en el que reconocemos una historia. Igualmente, hay imágenes de la comida que abren una grieta en los afectos. Pienso, por ejemplo, en el cuento de Ruth Piedrasanta, Preparado para gelatina, en donde la protagonista se vuelve masa nerviosa y líquida porque la consistencia de la gelatina es su miedo. La historia de la violencia doméstica y política se entrecruzan en ese cuento. Pero también un alimento puede ser una metáfora potente, como ocurre con el trabajo iconográfico de Moisés Barrios: las bananas que rememoran el modo de producción de los enclaves bananeros en el territorio centroamericano, basado en la apropiación y extracción de recursos. Ese amarillo con pintas negras arrastra los naufragios de unas sociedades locales tomadas por el poder de las bananeras. Léase, otras multinacionales.

Cuando se acerca el primero de noviembre, pienso en la mezcla. Los estudios culturales emplearían hibridez. Porque los guatemaltecos celebramos a los muertos con una comida donde se revuelven arbitrariamente verduras, conservas y embutidos. Allí van juntos zanahorias, ejotes, remolachas, espárragos, chile chamborote, chile pimiento, butifarras, lengua salitrada, chorizos extremeños, salchichones, salchichas, lomo curado, pollo, huevos, cebollitas curtidas, pimientos morrones, sardinas, aceitunas, espárragos, queso fresco, queso duro, rábanos y lechuga. La conjunción «y» aquí es ficcional: hay tantas variedades de fiambre que la lista de ingredientes es fácilmente ampliable. Sé además que hay fiambres morados y blancos. Y que en esta abundancia, el caldillo, dicen, es la clave del éxito o del fracaso del plato. El caldillo unifica, tiende relaciones líquidas.

Me gusta el fiambre no solamente porque me convoca muchas memorias de preparativos y risas comandadas por mi mamá, sino también porque en él reconozco mi gusto por la variedad y cierta incoherencia.

Lejos del lugar de origen, uno se vuelve más mezcla. Se aprenden nuevos sabores, se adhiere uno a nuevos ritos alrededor de la comida, se encuentran formas de reinventar la cultura culinaria. Personalmente, a la memoria del fiambre se superpone el pumpkin pie de mis años en Estados Unidos o el aroma a canela, manzanas y madera que me convoca Hamburgo. La mezcla o la mescolanza del tránsito.

En un tiempo cuando los signos políticos no son propicios y las fronteras se fortifican en el odio, el primero de noviembre se me presenta desde la apertura a lo diverso. En el fiambre, saboreo a los ausentes y agradezco a la vida por ser accidente, juntura arrebatada, conjunto de pequeñas pertenencias imborrables.


Fotografía principal por Mónica Albizúrez.

Mónica Albizúrez

Es doctora en Literatura y abogada. Se dedica a la enseñanza del español y de las literaturas latinoamericanas. Reside en Hamburgo. Vive entre Hamburgo y Guatemala. El movimiento entre territorios, lenguas y disciplinas ha sido una coordenada de su vida.

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2 Commentarios

Ruth Piedrasanta 09/11/2018

La cocina es la puerta de entrada a la memoria, a la historia personal y colectiva, a los ritos públicos o domésticos.
y ¿qué sería todo ello sin los sabores?.
El fiambre, al cual soy especialmente afecta, me recuerda a mi padre, quien lo disfrutó tanto en su vida, pero también creo que es un plato ecléctico, que se reinventa, se reacomoda, admite variaciones, las exige. Bien inventiva que una se vuelve en eso de cocinarlo.

Gracias por la mención.
Un abrazo

Marcela Valdeavellano 01/11/2018

Extraordinario artículo, maravilloso, felicitaciones Mónica Albizurez!!!

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