Precariedad laboral

Marcelo Colussi | Política y sociedad / ALGUNAS PREGUNTAS…

A mediados del siglo XIX surgen y se afianzan los sindicatos, logrando conquistas que hoy son patrimonio del avance civilizatorio mundial: jornadas de trabajo de ocho horas diarias, salario mínimo, vacaciones pagas, cajas jubilatorias, seguros de salud, regímenes de pensiones, seguros de desempleo, derecho de huelga. Todo ello fue impulsado por el ideario anarquista y socialista, siempre en la búsqueda de transformaciones sociales.

Hacia las últimas décadas del pasado siglo, esos derechos podían ser tomados como puntos de no retorno en el avance humano, tanto como cualquiera de los inventos del mundo moderno: el automóvil, el televisor o el teléfono. Pero las cosas cambiaron drásticamente.

Con la caída del bloque soviético y el auge impetuoso de las políticas neoliberales de achicamiento de los Estados y conculcación de los derechos laborales obtenidos en largos años de históricas luchas, el gran capital se sintió triunfador. En realidad no terminaron ni la historia ni las ideologías, como se pretendió afirmar: ganaron las fuerzas del capital sobre las de los trabajadores, lo cual no es lo mismo. Ganaron, y a partir de ese triunfo –la caída del muro de Berlín, vendido luego en fragmentos, es su patética expresión simbólica– comenzaron a establecer las nuevas reglas de juego. Reglas, por lo demás, que significan un enorme retroceso en avances sociales. Los ganadores del histórico y estructural conflicto –las luchas de clases no han desaparecido, aunque no esté de moda hablar de ellas– imponen hoy las condiciones, las cuales se establecen en términos de mayor explotación, así de simple (o de trágico). Ese reacomodo del mundo que significaron los planteos liberales con la entronización absoluta del dios-mercado y el retroceso de todas las luchas en el campo popular, tiene como manifestación más evidente de esta nueva dinámica la precariedad laboral en que actualmente vivimos.

Todos los trabajadores del mundo, desde una obrera de maquila latinoamericana o un jornalero africano, hasta un consultor de Naciones Unidas, graduados universitarios con maestrías y doctorados o personal doméstico semianalfabeto, todos y todas atravesamos hoy el calvario de la precariedad laboral.

Aumento imparable de contratos-basura (contrataciones por períodos limitados, sin beneficios sociales ni amparos legales, arbitrariedad sin límites de parte de las patronales), incremento de empresas de trabajo temporal, abaratamiento del despido, crecimiento de la siniestralidad laboral, sobreexplotación de la mano de obra, reducción real de la inversión en fuerza de trabajo, son algunas de las consecuencias más visibles de la derrota sufrida en el campo popular. El fantasma de la desocupación campea continuamente; la consigna de hoy, distinto a las luchas obreras y campesinas de décadas pasadas cuando se hablaba abiertamente de socialismo y de revolución, es «conservar el puesto de trabajo». Las políticas neoliberales que se han impuesto desde principios de los años 70 del pasado siglo han tornado al mundo infinitamente más conservador.

A tal grado de retroceso hemos llegado que tener un trabajo, aunque sea en estas infames condiciones precarias, es vivido ya como ganancia. Y, por supuesto, ante la precariedad, hay interminables filas de desocupados a la espera de la migaja que sea, dispuestos a aceptar cualquier cosa, en las condiciones más desventajosas. ¿Progresa el mundo? Aunque tengamos centros comerciales atiborrados de productos –cosa que la industria de la desinformación presenta como un triunfo sobre el socialismo, siempre desabastecido–, las poblaciones cada vez vivimos con más penuria, como el poder adquisitivo real no sube.

Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), alrededor de un cuarto de la población planetaria vive con menos de un dólar diario, y un tercio de ella sobrevive bajo el umbral de la pobreza. Hay cerca de 200 millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en pleno siglo XXI) o la explotación infantil continúan siendo algo frecuente. El derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas, sufren más aún por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente desvalorizadas. Definitivamente: si eso es el progreso, a la población global no le sirve.

En Guatemala, todo esto es una descarnada realidad. El 60 % de la población vive bajo el límite de la pobreza, y las condiciones de sobrevivencia se tornan cada vez más dificultosas. Más allá de maquilladas cifras oficiales, la subocupación y la desocupación abierta son espeluznantes. Todo ello fuerza a que más de 200 personas por día abandonen el territorio nacional en búsqueda de mejores horizontes, en general camino al supuesto paraíso de Estados Unidos.

¿Qué hacer ante todo esto? Resignarnos, callarnos la boca y conservar mansamente el puesto de trabajo que tenemos, o pensar que la lucha por la justicia es infinita y es un imperativo ético no bajar los brazos. Si optamos por lo segundo, ¡hagámoslo!

Si es cierto –siguiendo el análisis hegeliano– que «el trabajo es la esencia probatoria del ser humano», hoy, dadas las actuales condiciones en que vivimos, ello no parece muy convincente. De nosotros, de nuestra lucha y nuestro compromiso, depende hacer realidad la consigna que «el trabajo hace libre».


Imagen principal tomada de No gracias.

Marcelo Colussi

Psicólogo y Lic. en Filosofía. De origen argentino, hace más de 20 años que radica en Guatemala. Docente universitario, psicoanalista, analista político y escritor.

Algunas preguntas…

Correo: mmcolussi@gmail.com

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