Poesía y anonimato, cómo nos vamos borrando en la era del ciberespacio

-Giovany Emanuel Coxolcá Tohom-

Palabras desde el anonimato (I)

Este año los lectores anuncian, en Facebook y otros sitios virtuales, su regreso a las obras de Miguel Ángel Asturias y, en menor cantidad, a los versos de Otto René Castillo. A la par de estas publicaciones se cuentan miles disueltas a la velocidad del instante. Se está viviendo al compás del instante y el anonimato. La memoria se desintegra al ritmo impuesto por la tecnología. Un momento después de anunciar el regreso a Informe de una injustica o a Hombres de maíz se anuncia un concierto de reggaetón. El libro impreso es nostalgia a la par de los dispositivos electrónicos. Las fechas y los acontecimientos, si alguna vez fueron importantes, hoy se pulverizan en millones de cifras y códigos.

De los autores mencionados, el primero fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura y el segundo torturado hasta la muerte por la contrainsurgencia guatemalteca. Medio siglo después de estos acontecimientos es válido preguntarse si la voz del poeta mantiene vigencia. La pregunta habría que responderla no desde la postura de una minoría especializada, ni desde la postura de quienes presumen leer más de lo que leen y escribir, igualmente, más de lo que escriben. La pregunta debe responderse partiendo de la honestidad, tomando en cuenta a las generaciones que pasan por la secundaria e inician la universidad, más cercanas a la tecnología, ya distantes del libro, generaciones que han crecido con la televisión, el cine y, en la última década, el smartphone. La escritura y Gutenberg, aunque parezca inverosímil, están dejando de importar. Está bastando el instante para vivir, instante como una invención permanente del olvido.

Tanto Asturias como Otto René serán recordados, aunque dejen de ser leídos, Asturias para ser odiado y aclamado, Otto René para ser admirado por su lealtad a la poesía y a la vida, fatal heroísmo en las horas más sombrías de la historia guatemalteca: la segunda mitad del siglo XX.

Lo anotado en el párrafo anterior es válido únicamente para quienes creen en la cultura y la educación; inevitablemente tal creencia va disminuyendo en las nuevas generaciones.

Se parte de estos dos autores sin el ánimo de condenar a la invisibilidad a otros no menos importantes —la voz del poeta, en gran medida, es el fuego de la vida en un país con heridas y escombros por todas partes—. El poeta no recorre a tientas su tiempo, se percata de los distintos mecanismos de un Estado represor para hundir a la población con todos sus sueños en los pozos del analfabetismo y la violencia institucional. El analfabetismo crónico en el país contrasta con su obra, —obra y vida se vuelven una respuesta a la violencia— cincelada a lo largo de años de paciencia, penumbra, entrega y lucha. El poeta asume sus circunstancias, las cuestiona, las desafía, las reelabora; raras veces las evade y cuando intenta evadirlas termina como un versificador y formulador de roídas metáforas. El analfabetismo, paradójicamente, exige poesía no versos.

Otros autores no repetirán la gloria universal de Asturias, ni están dispuestos a ocupar el lugar de Otto René; sin embargo, ni el Premio Nobel ni la muerte en manos de la contrainsurgencia dignifican la obra. O se hace literatura o se muere en el intento. La obra hablará por sí misma. La palabra del poeta perdura no por las condecoraciones ni por la muerte, perdura por su fuerza para llegar al pulso primario de la humanidad. Al perdurar y llegar al pulso primario de la humanidad surge una pregunta tópica, ¿y la humanidad?, qué pasa con la humanidad cuando deliberadamente empieza a desconocer sus fibras primarias, dónde queda la palabra del poeta en un mundo ya con paso y medio en la realidad virtual, qué pasa cuando a la mayoría deja de importarle el fluir de la memoria.

La palabra del poeta (II)

La palabra del poeta es un conjuro para desafiarlo todo, para desbaratarlo y para revelar lo oculto de la historia, de la vida abrazada a la muerte. El poeta, en resumidas cuentas, resulta eso, alguien dispuesto al descubrimiento y a la invención: se aproxima a lo que va muriendo, a lo que se abre y descose como una herida o como la piel entera de la humanidad. Es búsqueda permanente, viaje, camino y viajero; invención de su propia palabra. Por la poesía, poeta y palabra a la vez, el acto cotidiano de abrir las páginas de un libro se vuelve una aproximación a las entrañas del tiempo. Quien lee un libro se acerca a los corredores de la infancia y a las canciones que han dejado de sonar porque todo se ha acabado y cuando todo se ha acabado vuelve a ocurrir. En este sentido la poesía perdura (en cualquier sentido, perdura, avanza). Si la palabra no naufragó con el analfabetismo de la segunda mitad del siglo XX, se puede aventurar su vigencia ante el vertiginoso anonimato desatado por la tecnología, haciendo del mundo entero una pantalla para el espectáculo.

Recordar la vida de autores, reescribir su obra, implica correr el riesgo de desatar un rosario de preguntas sin respuestas. Se puede quedar frente a la poesía, y terminar por descubrir que la palabra solo es eso, palabra para nombrar lo hermoso y lo macabro, pero no por ser nombrado será menos macabro lo nombrado o más hermoso. Y frente a la palabra, se insiste, ya muy pocos se quedan a descubrir el mundo, a inventarlo. Asturias y Otto René para muchos no son más que nombres ordinarios; a la par de la obra de cualquiera de los dos aparecerá anunciada la nueva canción de Maluma, Calle 13 o Chino y Nacho. La generación del smartphone está aprendiendo a prescindir de la dignidad y el coraje para conocerse.

Catedrales, muertes y prostíbulos (III)

Se puede estar frente a una catedral, puede ser una de las demolidas hace años o esa frente a la que todos los días palomas y seres humanos se mueven como hojas mustias. Y se puede presentir todo, la prostituta que no vuelve nunca a casa, el hombre de la canción que ha dejado de sonar. La palabra, entonces, vuelve a contenerlo todo para transcurrir al mismo tiempo. Alguien se encuentra con un pedazo de su infancia. El blues y la lluvia ocurren en la misma ciudad. La palabra es totalizadora cuando es poesía. Medio siglo, ¡qué importan los años, el premio y la muerte! Sin embargo, gracias a ellos, otros poetas siguen forjando camino en los despeñaderos del lenguaje. Cuando no es la fama o la muerte es la soledad, y ese exilio duele hasta los tuétanos. Quien piensa en la poesía asume la aridez de la tierra guatemalteca. Este hecho explica por qué el poeta paga con su vida su compromiso con la humanidad, con los grandes procesos sociales y, ante todo, con la poesía. Las tierras de esta tierra siguen siendo áridas para la poesía y para la vida. Por ello estos dos acontecimientos en el mismo año (1967) son el claroscuro de la conciencia del país. Siempre será la muerte, desnuda como el filo de un cuchillo o asomándose entre las sombras de la gloria.

A mediados de la década pasada aparecieron cadáveres de mujeres en distintos puntos de la ciudad de Guatemala, mujeres arrojadas al peligro y al desprecio de las calles. Nadie se pregunta si detrás de esas vidas apagadas hubo tristeza y hambre. Nadie tuvo el valor de detenerse a contemplar las generaciones desembocando en una sola mujer: ese grito lo desafió todo con tal de seguir viviendo. Nadie tuvo el valor para nada de eso, como tampoco nadie salió a auxiliarla cuando estuvo gritando y la ciudad entera se estremeció. La prensa negó los hechos; hubo, sí, una tormenta rompiendo el cielo con truenos y rayos, pero en estas tierras áridas, el cielo de los sueños siempre ha sido roto con truenos y rayos. En cincuenta años, las condiciones no han mejorado, salvo para quienes están siendo educados en el arte del olvido.

El grito de una mujer desde la noche irrumpe en la poesía, el poeta afila su palabra mientras muere o presiente los pasos de la muerte. Los asesinatos ocurren siempre, ayer, hace años, y hace siglos. En este punto la palabra se desangra, el poeta se desangra a la orilla del silencio, completamente solo. La muerte como la sombra del pasado, del presente: perpetua. Pero, aunque el poeta asuma la muerte con su palabra y con su vida, hay quienes no encuentran la diferencia entre una película de terror y las noticias macabras que llenan los medios digitales y los diarios de mayor circulación en el país. Aunque el poeta afile su palabra para afrontarla, para llegar a la raigambre de la vida, hay quienes se divierten con videojuegos de persecuciones y asesinatos, viendo bombardeos en alguna parte del mundo y se divierten al ver a una mujer descuartizada en el lugar que transitan todos los días. Ante estos hechos la muerte de un hombre hace cincuenta años ya no mueve la conciencia.

Nacer en tierra estéril (IV)

Los poetas siempre han sabido del horror, del puñado de tierra estéril en el pecho, como los escombros del hogar que habitan, escombros de utopías; sin embargo, esto pasa con cualquiera que habita esta tierra, tierra sobre tierra, tierra sobre huesos, huesos rotos sobre la tierra, polvo de huesos en los caminos esperando nuestras huellas.

El verso y la soledad (V)

Un solo verso es capaz de recordarle al individuo su soledad en el mundo; lo que queda de él luego de haber pasado junto a un cadáver o de haber amanecido a la par de una mujer que pudo recordarle viejas bondades del amor, sin sospechar que pronto ella sería asesinada. Un solo verso puede volverle parte de los gritos borrando todo rastro de vida, el número de alguien en una servilleta, el olor a perfume, alcohol y cigarrillo. Un verso le basta para descubrir en un charco de saliva y sangre la porción del universo que le corresponde. Oficio de genitalia es la geografía del erotismo, el dolor y la desesperación, el tránsito de los años de Asturias y Otto René a los años del océano virtual. La muerte como motivo de un like.

Esta boca es mía (VI)

Quien habla en tercera persona no se compromete. Sé de quiénes han hablado pestes de Asturias y han calificado sin reparo alguno a Otto René como verdadero pendejo, por haber subido a las montañas para morir (mientras la izquierda de fachada seguiría viajando por el mundo). A cincuenta años del Nobel y el crimen, estamos muy lejos de llegar a la temperatura estética y ética de la obra de estos autores. No hemos tenido la dignidad de afrontar y asumir nuestras carencias; pienso en esto mientras me desplazo en las calles sin tener a dónde ir, pienso en otros poetas que también han muerto (ese acto de ir perdiendo los huesos hasta volver al silencio y al polvo). He conocido por los libros, las dictaduras y su violencia (aunque la represión tocó a media noche a las puertas de mí casa y no ha dejado de tocar hasta derribar puertas y sueños). Los poetas han sabido llevarme de la mano como a un niño recorriendo pesadillas. No hay otro camino, esta es la tierra que me ha tocado habitar y reconstruir, sin el destino del poeta, desesperación y soledad. Al pensar en Asturias y Otto René justo es hablar de otros, alejados de la fama, de los bombos y platillos. Se debe reconocer a ciertos autores en otros que siguen en las arenas movedizas de la poesía. Rafael Gutiérrez, sin tener ningún interés en quedar bien o mal con él, sin importar lo que pueda pensar de lo que escribo de su obra, es, en gran medida, un heredero de la dignidad estética de los autores que cumplen cincuenta años de gloria y muerte. Una de sus obras, Oficio de genitalia, para ser exacto, me llevó a recorrer algunos pasadizos subterráneos de la sociedad y la era contemporánea (instante con la duración de años), tan subterráneos como cotidianos. Pasadizos en donde mueren sueños y prostitutas, pasadizos por donde transitan asesinos y hombres muertos en reivindicaciones estúpidas. En fin, reflejo del país en donde alguna vez aparecieron Informe de una injusticia, Hombres de maíz y Autoquiromancia. La pregunta es, ¿quién soy en todo esto?, ¿quiénes somos y quienes son ustedes?, ¿la bala?, ¿el cuchillo del asesino? Ante cada mujer que gime de dolor, ira y rabia ya solo reconocemos la voz de la lujuria. Con cuánta indiferencia vemos desplomarse las vidas como perros consumidos por la rabia. Las monedas caen a lo largo de los siglos, incendiando y hundiendo ciudades. Nos preguntamos qué queda de Asturias y de Otto René, si en Rafael Gutiérrez, de un modo lejano, perduran.

Esa vieja historia de que la poesía es un arma de dos filos también nos alcanza. O se asumen todas las caras de la vida o se queda entre las sombras de quienes cierran los ojos con tal de que todo siga igual. Oficio de genitalia es una obra desterrada de la promoción, la publicidad y la fama, tal vez el escritor comparta el mismo destino en un país en donde todo es inédito. Una obra inédita en un país inédito. Su lectura fue posterior a otros libros del mismo autor. Yo estaba parado frente a la catedral metropolitana, viendo a las palomas moverse de un lado para otro, como si se supieran de memoria el itinerario cotidiano de las personas. Repiqueteaba una campana (necedad permanente de la esclavitud) y yo miraba a una mujer desesperada. No me había fijado en su desesperación, mis ojos se colgaron de su falda, apretada y rota. Supe que ese hervidero es demasiado triste para mí al percatarme que en ambos se repetirían miles de muertes. Ella y yo podríamos aparecer en una habitación salpicada de sangre y lujuria, podríamos estar en cualquier época sin el derecho a cambiar nuestra historia. A ratos volvía a Oficio de genitalia. La vida es brutal en todas partes, por más que ella se desnude para perderse en la oscuridad de una habitación clandestina, por más que la guitarra intente sonar no tan triste, el mundo no dejará de ser una colcha podrida. La poesía le arrancó todas las máscaras a la agresiva cotidianidad, hasta llegar a la calavera, los ojos secos y la sangre. En gran medida, la lectura de Oficio… fue eso.

Crítica literaria (VII)

Se sabe de alguien (como decir nadie, un perfil más en las redes sociales) que publica constantemente comentarios acerca de la poesía, la tecnología ha generado tal posibilidad. En redes sociales se puede leer que la poesía es el camino para exorcizar demonios, espectros y toda clase de seres, producto de la esquizofrenia y la necesidad (¿necedad?) de adquirir popularidad. Todas esas publicaciones son inútiles, como inútil es pretender huirle al anonimato. Todo se disuelve en el océano virtual. La palabra se vuelve insignificante o se vuelve una tibia llamarada. La publicación pasa a ser parte de miles: anuncios de viajes, venta de relojes, fotografías de gatos contemplando la luna y de mujeres junto a gatos contemplando la luna. Así es como el anonimato lo consume todo y nosotros vamos dejando de ser. Todos buscan no ser tan invisibles, gritan arañan y se desnudan frente al ordenador: le lanzan pedradas a la policía, la mujer desdentada, la mujer que se lima las uñas, el hombre que afila el cuchillo. Todo como un instante.

Heridas sociales (VIII)

Muy de vez en cuando despertamos en distintos puntos del tiempo.

Haber despertado a la par de gente solo con la opción de la calle hizo verme en las caras rotas del ser humano. Conocí nuestra extraordinaria capacidad para sobrevivir. No importa que a nuestro lado haya alguien roncando de dolor, no importa que a la par nuestra duerma quien mañana salga a matar o a morir. Vemos en él a alguien que ha muerto, es decir nos reconocemos en una calle, desplomados. Seguimos durmiendo. Este es un sueño con heridas sobre la noche.

Poesía, infancia y analfabetismo (IX)

A la infancia se vuelve completo, sin importar nuestra condición forastera en ese tiempo; todo lo vivido, lo ya perdido, vuelve. Las poleas de la memoria ponen en movimiento al tiempo pasado. Así fue como retorné poco a poco a la poesía y mi corta vida volvió a transcurrir, mientras, inevitablemente, se derramaba en los callejones del presente. Digo retorno a la poesía, corriendo el riesgo de equivocarme y de nunca haberme ido o de nunca haber estado. Ha pasado mucho tiempo desde la lectura del primer poema. En ese entonces, luego de repetidas lecturas, recitaba con la mecánica disciplina de la memoria. Aun así, podía verme multiplicado en los demás, en los ojos de los compañeros, en los gestos de los profesores. Con el paso de los años, serían las brasas de los sueños cuando se vuelve a las palabras más antiguas de la existencia.

Mis saltos a la infancia no son frecuentes. Esto me obliga a reconocer mis deudas con uno de los libros de Rafael Gutiérrez. Me llevó a encontrarme con esa parte mía que sigue ardiendo (mucho antes de la lectura de Oficio…), aún en las noches del más duro invierno o en los días viéndome arrojado a las calles.

En la poesía, sin embargo, tengo el problema de encontrarme con muchas voces, las que he tenido, las que han permanecido en mí solo para señalar una piedra o una fecha, y las que hicieron un esbozo de las palabras que me identifican en el mundo.

Mi memoria registra su poesía, versos como relámpagos asistiéndome a ciertas horas de la noche, como queriendo romper la terquedad del olvido. Eso logra la poesía en muchos casos: sacudirme desde la profundidad del letargo al que suelo caer, perdurar en la soledad. Sus libros, lo comprendo en este momento, son una muestra de resistencia a lo largo de la historia. Ha de ser doloroso pasar del conflicto armado a la modernidad (o lo que vino después), el camino se acaba, luego de ver a una generación reducida a hueso mutilado. El poeta busca un símbolo que justifique su permanencia en una tierra incendiada cuando mis voces y yo empezábamos a deletrear el alfabeto. Y todo esto, el lenguaje, el silencio, los tiempos sin fechas rompiendo los diques de la realidad, como un solo instante.

De aquellos días perduran las mañanas de poesía. Corría de un lado para otro con el cuaderno sucio de sudor y tierra, con olor a dormido, con las huellas de mis dedos en todas partes. Me levantaba con el verso desprendiéndose del sueño, abriéndose con mis parpadeos. Así recuerdo mi primer contacto con la poesía. Es imposible hablar en singular, es imposible referirme solamente a una voz, olvidar a quienes escuchaban y trataban de apropiarse del contenido de cada verso. La memoria hace del pasado, de los hechos y trozos de recuerdos un instante en el que la voz se multiplica.

El largo poema a ratos se volvía un océano nunca visto. La memoria, por un instante prodigioso atarraya, no se lanzaba a sus aguas para capturar pequeños peces, se lanzaba para conocer su profundidad. Aún no reconocía la clara diferencia entre la o y la c; pero la palabra terminaba tomando forma, luego se combinaba con otras para formar el verso, las olas, las playas, los puertos. Después venía la búsqueda de la entonación adecuada, las pausas necesarias en cada estrofa. Con aquellos poemas se podía volar, navegar, astillar las reglas de la miseria, me volvía coyote, pájaro, tecolote, atarraya, pescador y pez.

Y todo esto en un escenario para millones inexistente. Frente a un escritorio pudriéndose, profesores tristes, padres de familia sumisos y taciturnos, huraños a la palabra. Esta es la verdad, ellos venían del trabajo a la escuela solo para vernos recitar un poema, un poema que no entendían o entendían hasta donde el terror lo permitía. Les bastaba con vernos frente a ellos, con los zapatos rotos. Les bastaba con no vernos llorar y saber que el peso del poema o del miedo no nos torcía las rodillas. Valientes entre harapos profanando el silencio y el terror. Los pantalones remendados, la camisa desteñida y la voz entrecortada de un niño, y todo esto en un escenario inexistente para millones; pero no importaba, estábamos tocando las aguas del océano más profundo: el lenguaje.

Esa parte colectiva ahora parece lejana y solo la nostalgia la vuelve a detonar. ¿Quién no ha vuelto a ser un niño mientras cierra los ojos, relampaguea la lluvia, crujen las ramas y las raíces de los árboles? Algo nos atrae al agua, inexorablemente.

Pero era necesario seguir avanzando, alejarnos de la infancia, ser hombre antes de tiempo, saber ocultarnos de los espectros infernales: cerrar la boca, respirar hacia abajo, olvidar que a nuestra edad no había preocupaciones. En el fondo solo rogábamos para que los espectros a lo largo de la noche no se detuvieran frente a las casas para destrancar las puertas a patadas y entrar somatando sus botas y hacerles cosas terribles a las madres y llevarse arrastrados a los padres. Los latidos del corazón se nos escapaban de los oídos. Los perros eran apaleados, aullaban de dolor y ladraban aterrorizados; sentíamos su impotencia: ladridos y gruñidos aplastados de un garrotazo. Al día siguiente los encontrábamos deshechos a la orilla de caminos que conducen a la noche. Nunca nos explicaban el origen de la sangre en los caminos, sin embargo, el olor se volvía un símbolo, una pequeña clave para ingresar al terreno de la poesía (con el correr de los años), tampoco nos explicaban de dónde provenían los largos gritos durante las noches, algo nos amarraba al silencio. Alguna vez la cólera se nos atragantó o sencillamente el aullido de los perros se nos apagaba en el pecho. Amanecíamos con el inconfundible sabor de la incertidumbre en la boca. La infancia entre crayones pintando bosques y calaveras, de montañas incendiadas, deletreando el alfabeto como queriendo nombrar al mundo entero. Nos fue dado el dolor, pero también la poesía. Aunque en este punto de la historia, aquella infancia importe casi nada.

La escuela se fue quedando, lo mejor de ella se fue transformando en la memoria. Lejos quedó la O confundiéndose con el 0. Vinieron los versos complicados, los tercetos simétricos, las metáforas desmadejando y tejiendo el corazón del universo y, de cuando en cuando, los hexámetros forjados en bronce.

A buena edad me encontré con Rafael Gutiérrez y su poesía. Es necesario reencontrarse con algo que se ha resistido a morir. Presiento a un niño en el pecho, asegurándome los pasos, aún en esta ciudad reducida a esquinas marcadas por la muerte: en todas estas ruinas aprendemos a levantarnos, tú, yo y quienes de la página de un libro llegan más lejos, y quienes vuelven la mirada a la poesía para reafirmar su existencia, para encontrar un poco de lo suyo, de lo que se les ha negado. Porque aquí a todos se nos ha negado algo.

Llegó a mis manos El árbol que vino del cielo y de la tierra. Al leerlo por vez primera volví a verme siendo un niño, recorriendo barrancos y mirando alargarse mi sombra con el sol del atardecer. Encontré algo mío, y lo será para siempre. Me he reconocido junto a los bichos que pasan debajo de la ceiba, he visto volar mis sueños junto a los pájaros entre sus ramas, he estado triste mientras un bosque entero es reducido a unos cuantos costales de aserrín. Siempre habrá un árbol proveniente del cielo y de la tierra, aún en las ciudades con un cementerio en cada esquina.

Poesía e historia (X)

Con la poesía la historia vuelve a suceder, para ser cuestionada y enderezada en la época en la que nos ha tocado habitar. No puede ser de otra manera. No se trata de un libro en una biblioteca, de un lector explicando la retórica. Es el lenguaje fluyendo por la vida, definiéndola. He visto más de una vez al poeta frente al mar y frente a un cataclismo, frente al amor y la muerte, frente a sí mismo, buscando reconocerse.

Hay un grito de este lado del mundo perforando los siglos, lo sé. Esa gente perseguida, reducida a la condición de animales de carga, sin derecho a figurar en ningún lado, ajena en su tierra, únicamente con la opción de entrar a la muerte sin haber vivido. Vendados de los ojos y del alma. La poesía encontrándose con ese grito, lo descubrí en uno de los libros de Gutiérrez (publicado hace más de un cuarto de siglo). Lo leí mucho después de mi encuentro con El árbol que vino del cielo y de la tierra. La poesía puede llegar a ser un latigazo para las falsedades de la historia. Sin ella la historia se reduce a un puñado de infamias.

¿Por qué es necesario insistir en la poesía? Habitamos una tierra en la que hemos sido calcinados cientos de veces. Fuimos calcinados mientras pasamos frente a una escuela abandonada. Profesores con la mirada muerta, niños con expresión de trapo viejo y húmedo. Pasamos sabiendo que aquel niño frente a otros niños pudimos ser nosotros; pero, no, nosotros somos quienes reescriben una esquina de la historia. Ese niño pudimos ser nosotros para recordarnos de él en estas líneas.

Hay atardeceres que se cargan de nubes desangradas, como queriendo desenterrar memorias. Lo sabe Rafael, lo sé yo, lo saben todos. Algunos cierran los ojos y pasan a un restaurante a ordenar una pizza, toman café, se limpian la corbata. Otros siguen caminando bajo la lluvia, descalzos, como hace siglos.

Horas más tarde empecé con la lectura de Memorias de Rusticatio Pérez o las peripecias de un poeta laureado. Habrá que recorrer todos los caminos posibles de este libro, habrá que volver a la infancia, a ciertas pesadillas, a la ingenuidad de quien huye de su sombra para evitar encontrarse con la noche.

Habrá que volver a pasar por donde se pasó hace miles de años.

Habrá que volverse plural, corriente eléctrica, para perforar la historia.

¿Dónde empieza la poesía? ¿Acaso a la orilla de ese barranco por el que tantas veces pasamos descalzos, sin la esperanza de un mañana? Poco a poco, mientras la tarde se derrumba a lo lejos, volvemos al silencio; otra vez al principio, un segundo, un siglo, ese instante que se vuelve pájaro antes de la creación, ese pájaro que se vuelve silencio y estalla ante nosotros. Y vemos la profundidad del barranco borrarse junto a la tarde, junto a nosotros.

Así volvemos a vernos de frente con lo que fuimos; la lenta agonía del presente se derrama en los ojos de quienes caminan hacia ninguna parte, guiados por una brújula oxidada.

Cuando traté de entenderme con la época que me está tocando vivir, lo mejor que me pasó fue haber encontrado el camino de regreso a la infancia. El presente es una fugacidad permanente. No importa que la gente salga a las calles a gritar en nombre de la libertad. En todos los rostros solo encuentro desesperación, abandono: un anonimato asesino. Con tanto gritón emputecido por la fama y el oportunismo no ha quedado espacio para los anhelos colectivos.

Ahora que mido la profundidad del presente comprendo que Oficio de genitalia es una porción nuestra de la que hemos tratado de escapar incontables veces. Sentimos una pedrada en la cara y todos los simulacros nos caen como cuchillos en el pecho. La vida se nos está volviendo un prostíbulo. La historia del cielo rompiéndose entre truenos y rayos es el dolor de todas las perseguidas y apuñaladas, la poesía sometida a la tortura, a los golpes del olvido. La mujer se desnudó en alguna habitación clandestina para llevarnos a sentir en la boca y en las ingles siglos de agonía. La canción de la vieja guitarra se ha vuelto un epitafio para alguien sin nombre. Nuestra porción de amor ha terminado.

Oficio de Genitalia es un pudridero, los sueños en una huesera.

¿Y la poesía qué es, entonces? ¿Un genuino acto de resistencia en una era en la que la tecnología nos ha sumido en el más horroroso pantano del anonimato?

Suena un blues en la calle. La ciudad que siempre ha estado vacía, ahora lo está un poco más. Se cumplen cincuenta años de la entrega del Premio Nobel de Literatura a Miguel Ángel Asturias y del asesinato de Otto René Castillo. En las redes sociales hay quienes anuncian volver a Informe de una injusticia y a Hombres de maíz. En lontananza suena, triste, una destartalada marimba. Las campanas siguen despertando a los mendigos, un país, invisible para el mundo, no ha dejado de ser una niña descalza bajo la lluvia.

Para que el pasado no se vuelva nostalgia y la nostalgia no nos llene de úlceras el alma debemos rescatarnos del océano virtual, de nuestras purulencias y putrefacciones, debemos, en suma, creer en la poesía, asumirla, sentir el pulso humano, aun en el anonimato de millones, volver al océano de la infancia, al inicio de la poesía, antes de la palabra.


El presente texto fue ganador en el I Concurso Nacional de Ensayo Literario “Francisco Albizúres Palma”, organizado por Instituto de Estudios de la Literatura Nacional -INESLIN- de la Facultad de Humanidades, USAC, y presentado como ponencia en el X Encuentro Nacional de Historiadores de Guatemala “Asturias: una mirada histórica”, organizado por la Escuela de Historia, USAC.

Giovany Emanuel Coxolcá Tohom

(Guatemala, 1986) De seleccionar piedras en los ríos para lanzarlas a los barrancos, pasó a seleccionar palabras, recuerdos y ficciones, o recuerdos y ficciones a través de la palabra, para asegurar las fibras de la cuerda sobre la que avanza. Antes de la literatura, su apuesta es por los procesos comunitarios y educativos.

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