Rodrigo Arenas-Carter | Arte/cultura / PERFORMÁTICA
Hablar de performatividad y de género es referirse a uno de los santos griales de los Performance Studies. Se ha analizado largamente esta relación, tanto a nivel teórico, como por medio del estudio de piezas de performance y de las ritualidades diarias que denotan aspectos de género.
En este contexto, la pensadora ineludible es la filósofa norteamericana Judith Butler. Con su trabajo El género en disputa» (1990), dejó definitivamente abierta la puerta a la discusión que antes iniciara la intelectual francesa Simone de Beauvoir, cuyo pensamiento encapsuló en una frase poderosa y certera: «No se nace mujer, se llega a serlo». Al respecto, lo que propone Butler se puede resumir, de manera muy sintetizada, en la idea que el género es una mera construcción social. Durante mucho tiempo se utilizaron argumentos biologicistas para establecer claramente una línea entre lo que es ser hombre y mujer. Sin embargo, y desde el análisis de lo femenino, Butler propone que el género no es nada más que otra estructura creada en cuya elaboración, por supuesto, han participado agentes con poder dentro de cada una de las sociedades, estableciendo mecanismos de control de los individuos.
Ahora bien, para corroborar esto, basta con salir un poco del mundo del pensamiento anglo-francés (que es ineludible, pero que al mismo tiempo, no olvidemos, muchas veces nos reduce a lo exótico) y dirigirnos hacia nuestras sociedades situadas y periféricas, tal como lo plantea el gran filósofo argentino José Pablo Feinmann. Por ejemplo, miramos las danzas de cortejo del pueblo Fula Wodaabe de Niger, África. En este rito, denominado Guerewol, nos encontramos con que la mujer es la que elije a su esposo. Por ende, los varones se preparan y bailan para distinguirse unos de otros y potenciar su atractivo: son ellos los que se maquillan, se acicalan y generan una performatividad que, desde un punto de vista occidental y conservador, puede calificarse de femenina. Los movimientos de los jóvenes son suaves, expresivos, «graciosos» (de gracia, no es que sean chistosos), sutiles y con abundancia de sonrisas. Curiosamente, en cierto momento de la historia, la nobleza heterosexual francesa invirtió vastos recursos en maquillaje y ropa para acicalar a sus hombres, aunque en este caso el fin no solo era seducir eróticamente, sino que también «performear» (y ejercer) el poder y el privilegio para aplastar aún más la autoestima de los no privilegiados (lo que será abordado en un artículo más adelante).
Un punto interesante en esta cuestión es cómo se construían los géneros en nuestra América precolombina. Bien es sabido que en muchas sociedades originarias se reconocían más que solo dos géneros, y en muchos casos la ambigüedad era bienvenida e incluso parecía ser requisito para poder oficiar el rol de chamán, o sea de conectar al grupo humano con la(s) divinidad(es) correspondientes. Por supuesto que la invasión europea de 1492 (además de invasiones posteriores en otros territorios, como Oceanía) se dedicó a arrasar con gran parte de ese conocimiento, cosa que es bien analizada en el texto capital de pensador uruguayo Ángel Rama: La ciudad letrada. Sin embargo, la figura del Machi en la cultura mapuche, la actitud del pueblo pigmeo respecto a las relaciones homosexuales, e incluso algunos ritos de iniciación de los pueblos de Papúa Nueva Guinea sobrevivieron a la devastación del conocimiento performativo de nuestros territorios, y además, confirman el punto de vista de Butler. Muchas culturas originarias nos hablan de lo plástico, moldeable e indeterminable que puede ser el género.
Por suerte, y pese a todas las presiones provenientes desde diversos puntos del planeta, pareciera ser que estamos en un punto en el cual dichos cuestionamientos se están incorporando de manera progresiva en la mente de nuestras sociedades. En parte, yo me sorprendí cuando National Geographic Magazine, revista que inicialmente se dedicó a exotizar sexualmente a muchos territorios periféricos (de ahí el apodo «National Pornographic») dedicó un número completo al tema del género, calificándolo de «revolución». Sin embargo, siempre existe el peligro de caer en la moda, en el trending topic, en algo pasajero que esté impulsado más por intereses financieros (como el capitalismo rosa) que por un real afán de pensamiento crítico, de educación y, sobre todo, de dotar al individuo de hoy de libertad y de opciones.
El asunto es complejo, así que continuaremos hablando sobre esto en nuestra próxima columna.
Imagen de Dan Lundberg, bajo la licencia Creative Commons Genérica de Atribución/Compartir-Igual 2.0.
Rodrigo Arenas-Carter

Centra su trabajo artístico en performance y Net Art, participando en festivales y exposiciones en diversos países. Ha obtenido becas y premios como Fondart del Gobierno de Chile (2019), Tercer Lugar en la Bienal de París en Guatemala (2017) y Experimenta/Sur 2016 (Colombia). Autor del libro La vital precariedad. Poesía y performance en América Latina y Chile (2018). Sus ensayos sobre performance han sido premiados en varios concursos. http://rodsands.weebly.com/
Correo: r_arenas@yahoo.com
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