Performance, performatividad y género (II): ocultar/manifestar

Rodrigo Arenas-Carter | Arte/cultura / PERFORMÁTICA

Continuando con la columna de la semana anterior, quisiera conectar la discusión con la marcha del orgullo que tendrá lugar en ciudad de Guatemala este sábado 20 de julio.

Muchas veces se critica a la diversidad sexual, como a otras minorías[1], respecto a que en este tipo de manifestaciones se da una especie de «exhibicionismo perverso»: torsos masculinos al descubierto, personas trans que se muestran tal como son, parejas del mismo sexo manifestando su afecto en público. Estas opiniones merecen un análisis en profundidad.

Las minorías en general, y en particular la comunidad LGBTQ, han sido históricamente invisibilizadas de los discursos públicos y culturales. Dicho fenómeno responde a un ejercicio de poder que pretende privilegiar ciertos valores, los que muchas veces van en contra del marco global básico que nos hemos impuesto al respecto: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esto se puede apreciar en el extravío de la memoria de la comunidad LGBTQ, en la escasez de políticas públicas orientadas a responder a sus necesidades más esenciales, en su minimización dentro del discurso público y privado, entre otros. Por otra parte, el no dejar espacio a la diversidad también se manifiesta en la condena social, la que puede ir desde la burla rutinaria, hasta los crímenes de odio. Por ejemplo, el expulsar de un restorán a una pareja del mismo sexo que manifiesta su cariño es un hecho discriminatorio que no solo contradice la Declaración, sino que incluso las leyes que protegen a los consumidores y la libertad económica del ciudadano. En este caso, la performatividad del afecto se transforma en destierro.

La condena social ha sido tan profunda que los mismos miembros de la diversidad generan una autorepresión performática en este aspecto. Por ejemplo, las parejas limitan sus expresiones de afecto, o minimizan ciertos gestos, etcétera. No saludan en la calle a personas con las que han tenido contacto en otras esferas, e incluso manejan su tono de voz de manera de hacerlo más agudo o grave, dependiendo de la situación. Lo anterior ha llevado a que en la comunidad surjan términos que solo se entienden dentro de ella, o incluso al desarrollo de un dialecto, el Polari, utilizado en la Inglaterra de fines del siglo XIX. Otra forma de defenderse de todo lo anterior es crear, adoptar o apropiarse de espacios que se constituyen en lugares seguros. Discotecas, bares, cantinas, etcétera permiten que las performatividades de la diversidad sexual se manifiesten, aunque sea durante unas horas, con casi absoluta libertad, convirtiéndose muchos de ellos en espacios en los que se transmite el conocimiento performático de la comunidad. Lamentablemente, muchas veces esto lleva a una ghettización de la comunidad LGBTQ, lo que también es un atentado contra su desarrollo y derechos.

Ante todo este panorama, muy resumido por lo demás, es difícil encontrar argumentos para cuestionar el derecho de una comunidad para contar, durante unas horas de un día al año, con un espacio público en el cual poder manifestarse tanto discursiva, como performáticamente, y de esta manera tener la oportunidad de experimentar la libertad a la que tiene acceso rutinario el mundo heternormativo. Si bien en el largo plazo, y tanto a nivel global como local, se ha ido avanzando en el acceso al ejercicio efectivo de los derechos de las minorías, aún el camino es complejo y no exento de dificultades. Nota aparte, yo no he sido testigo de manifestaciones de condena ante cualquier hombre heterosexual que pasea por algunas cuadras del centro de la ciudad con el torso descubierto.

Esa reivindicación de derechos, junto con la necesidad de contar con ese mínimo pedazo de espacio público de libertad, son los ejes que afirman la existencia de las marchas del orgullo. Mostrarnos tal como somos, no solo es un ejercicio de libertad, sino que es una afirmación política.

[1] ¿Podemos seguir hablando aún de la diversidad sexual como una minoría? Creo que, dadas las estadísticas actuales, ya no es posible. Sin embargo, este es un tema que da para una columna aparte.

Imagen principal libre de derechos de autor.

Rodrigo Arenas-Carter

Centra su trabajo artístico en performance y Net Art, participando en festivales y exposiciones en diversos países. Ha obtenido becas y premios como Fondart del Gobierno de Chile (2019), Tercer Lugar en la Bienal de París en Guatemala (2017) y Experimenta/Sur 2016 (Colombia). Autor del libro La vital precariedad. Poesía y performance en América Latina y Chile (2018). Sus ensayos sobre performance han sido premiados en varios concursos. http://rodsands.weebly.com/

Performática

Correo: r_arenas@yahoo.com

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