Paternidad y cocodrilos

-Oscar Daniel Salomón | NARRATIVA

Tuve cuatro hijos y a tres se los comieron los cocodrilos, pero a quién no le han comido un hijo los cocodrilos. Todos conocen a esos reptiles con mandíbulas como palas, no soy tan ingenuo. Escribir algo más sobre ellos roza la soberbia, pero el fin de mis hijos, mi propio fin, necesita que los cocodrilos sean eternos.

Cuando en la calle veo avanzar a uno con su paso antediluviano interpongo una distancia prudencial entre los dos. Si usted llegó a la edad de leer esto, probablemente utiliza la misma estrategia, una forma algo denigrante de sobrevivir pero efectiva. No cuestiono a los cocodrilos, no hay forma que comprendan un cuestionamiento.

A mi primer hijo lo eduqué sin miedos. El mundo en que había nacido era el mejor, solo estaba esperándolo para gozar. El instante equivalía a la eternidad. Y creció como una sonrisa. Un día salió a la calle sin que yo lo advirtiese. De todas las puertas de la casa, solo esa puerta le había prohibido cruzar. Y se lo comieron los cocodrilos. Lo llamé desde la ventana, desde el interior de la casa, pero ya no me escuchaba. Caminó derecho hacia la boca de uno de ellos dispuesto a dar la mano a la garra. Para los blandos basta un mordisco, creo que se lo comieron sin hambre, en un bostezo.

A mi segundo hijo le enseñé que había nacido en el peor de los mundos. Debería vivir cada instante como el último. El camino dependía de su fuerza, solo ella podría salvarlo. Creció como una obsesión. Y el primer día que salió a la calle se fue corriendo hasta perderse del rectángulo de mundo que me permite la ventana. Volvió al mes, se había hecho jefe de una banda de cocodrilos. Debió ser más que hombre y fue más que reptil. Invadió la casa y lanzó los lagartos contra su madre y contra mí, no sé si por una venganza que me costaría esfuerzo intuir o porque aún teníamos existencia para él fuera de él. Sobrevivimos pues siempre he tomado distancia de los cocodrilos y al verlo avanzar nos refugiamos en el altillo, confiados en que los cocodrilos no pueden subir escaleras. Bajamos cuando me enteré que a mi segundo hijo se lo habían comido en una pelea entre dos pandillas de bestias.

A mi tercer hijo le enseñé que el mundo no era el mejor ni el peor de los mundos posibles, su voluntad podía transformarlo en uno u otro. Le hablé del Bien y del Mal, lo crié entre mayúsculas. El camino del mundo lo necesitaba. Cada instante era único y suyo. Era un Elegido. Creció como una promesa. Lo hice depositario de la Ley. El primer día que salió a la calle salió antes de tiempo y se lo comieron los cocodrilos. Se enfrentó con sus puños y sus mayúsculas a los collares de dientes cónicos. No insistí con terceros hijos, serán lo más apropiado, serán lo único capaz de devolvernos algo de dignidad pero no ayudan a sobrevivir, salen siempre antes o después del momento preciso. Los terceros hijos nunca viven en la época de los demás, los cocodrilos son inmutables porque ignoran el tiempo. Muchas veces los he visto comer desde mi ventana, arrancar trozos de carne con desgano, masticar como una obligación, pero con mi tercer hijo fue un asesinato. Si no fuesen animales pensaría que lo hicieron con rencor, será instinto.

Mi cuarto hijo sobrevive. Le enseñé que lo más importante es sobrevivir, que el mundo bueno o malo no le pertenece, nada puede hacer sino deslizarse sin ser visto. Si se logra estar vivo cada instante debe ser idéntico al anterior. Y mi cuarto hijo pronto aprendió sobre la longevidad de los cocodrilos. Creció como un miedo y salió a la calle. Camina en cuatro patas, mata pájaros y otras presas blandas, dormita al sol como una isla. Aún no lo aceptan como a uno de los suyos pero lo toleran. Con una prueba que les confirme su identidad quizás logre acercarse a una de sus hembras. Será una descendencia perdurable, denigrante también, pero si uno desistió de terceros hijos esta es la única descendencia posible. Los cocodrilos solo bostezan y miran mi puerta, por la ventana los he visto. Y mi hijo y yo hemos entendido qué exigen como prueba. El fin de mis primeros tres hijos, mi propio fin, necesitan que los cocodrilos sean eternos. Hace varios días que mi cuarto hijo viene rascando con sus uñas crecidas la puerta de calle desde afuera. La ventana ya carece de sentido. Sé que no es un cocodrilo, si no tomaría distancia, y los cocodrilos también saben que no es otro cocodrilo pero esperan reflejar en el cristal impasible de sus pupilas al hijo humano-reptil devorando a su padre humano. Es quizás el precio de sobrevivir y yo le enseñé que sobrevivir es lo más importante. Le daría a mis otros hijos si los tuviera conmigo, aun sin ellos me aproximo a la puerta. Vale la pena el intento.


Este texto fue seleccionado de entre los que participaron en la Convocatoria que la revista gAZeta abriera en febrero de 2020. La selección estuvo a cargo de Ana María Rodas, Andrea Cabarrús, Antonio Móbil, Carlos Gerardo, Diana Morales, Eynard Menéndez, Gustavo Bracamonte, Jaime Barrios, Leonardo Rossiello, Luis Eduardo Rivera, Manuel Rodas, Marco Valerio Reyes, Marcos Gutierrez, Marian Godínez, Monica Albizúrez, Roberto Cifuentes, Rómulo Mar, Ruth Vaides y Tania Hernández, a quienes agradecemos enormemente su apoyo y dedicación en este proyecto.

Oscar Daniel Salomón

(1956) ha publicado una novela corta Desencantar la tierra y dos libros de relatos Aquicito nomás y El otro animal. Participó en dieciocho antologías de cuentos, dos de poesía y cuatro de ensayo literario de Argentina, España, Panamá y Estados Unidos. Sus obras han recibido veintiséis premios y menciones, entre ellos: primer Premio Julio Cortázar, E. Bocco, y Atilo Betti, segundo Premio NITECUENTO, Constantí, y Victoria Ocampo 2002 y 2015, mención 1984 Derechos Humanos, finalista Juan Rulfo (RFI, París), y Constantí y Cosecha eñe 2016 (España).

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