Páginas olvidadas de la historia (XXXIII)

Antonio Móbil | Política y sociedad / LANZAS Y LETRAS

Decrétase que ningún sacerdote puede ser empleado público

1 de mayo 1838

Líbreme Dios de mostrar alegría porque a los próceres del año 38 se les antojó excomulgar de la actividad pública a los señores curas, dictando un acuerdo dirigido al objeto. Yo soy más liberal que los liberales del 38; a mí no me hacen la menor gracia los padres curas; pero si tienen capacidad para desempeñar un puesto público, no encuentro inconveniente para que entren en funciones. Creo sinceramente que no es el caso aislado de un cura metido en cuestiones públicas, el que pueda sesgar la norma impuesta; es el medio social el que marca los derroteros. Ya podía el señor cura de Capuchinas estar a la vez de director de licores, que si el puesto público lo desempeñaba bien, no había más de que hablar.

El año 1921 cuando se discutió la famosa Constitución –famosa por sus alcances libérrimos y valientes–, se suscitó la cuestión de los curas. Los diputados clericales, que los había a cara descubierta, pugnaron por que se hiciera un huequecito en el presupuesto a los sacerdotes del culto católico. Pero el resto de representantes, entre los que había liberales reformados, conservadores avanzados, unionistas, moderados y católicos vergonzantes, levantaron una barrera de argumentos y los curas no pasaron. Los legisladores decían: «Si los señores quieren gozar de las felicidades del ciudadano, que no se tonsuren, ni se vistan con faldas, como las mujeres». Y a propósito, ¡tampoco las mujeres deben aspirar a los empleos públicos!

Y eso que, como decía al lector, la Constituyente del año 1921, ha sido una Asamblea amplia, de vastas visiones y generosos propósitos. ¡Qué sería si hoy, con los diputados que tenemos a la parada, se quisiera hacer una Constitución! Dios sabe por qué moja el agua… Propiamente, en 1921, el problema clerical no era el mismo que en 1838. En aquellos días los elementos reaccionarios hacia la corona, los aristócratas, los conservadores de tradición, formaban un torzal con la gente de iglesia y monasterio. Las relaciones eran fuertes y extensas y los curas hacían política, descaradamente, en el púlpito, en el confesionario, en las conversaciones familiares y en la plaza pública. El cura de aquellos días deliberaba tanto como cualquier político de nuestros días.

Muchas veces los príncipes de la Iglesia fueron grandes privados de los soberanos democráticos de nuestra tierra. El señor Viteri, obispo de San Salvador, fue ministro de Rivera Paz y ministro general en el gobierno de Malespín; el doctor Juan José de Aycinena, obispo de Trajanópolis, fue ministro del gobierno del general Carrera; el padre Suárez fue coronel de Barrios, y el padre Arroyo, deán de la Catedral, ministro de Relaciones Exteriores de Barillas. Después los curas cayeron en desuso y ya no se ha visto que los padres curas lleguen a tan alto…

Había en la Asamblea del año 38 un diputado llamado José Quiñónez, cura y hablantín, muy metido en todo lo que significara reacción. Del otro lado estaban, compactados y como atalayas, el doctor Molina, don José Francisco Barrundia, don Mariano Padilla y don Nacho Gómez. Ellos estaban al quite de las pretensiones del cura José Quiñónez que, a su vez, era instrumento actuante de la curia. El cura José Quiñónez pidió que se decretara una amnistía general; que la calidad de la Asamblea, amplia en sus procedimientos, no dejaría pasar la oportunidad tan brillante de ratificar su calidad de liberal.

El prócer don Pedro Molina saltó inmediatamente para hacer el quite. Comprendió que lo que pretendía el diputado José Quiñónez era hacer volver al arzobispo, expulsado por Morazán y que regresaran todos los frailes y gente no muy santa que fuera despedida desde el año 29. Quinónez hacía lo que se sigue haciendo: tomar una medida de apariencia generosa, para un propósito político. La actuación del diputado Quiñónez del 38, es la de toda la vida. La política está sobre todas las cosas y los propósitos nobles se retuercen para perseguir fines sinuosos.

El pedimento del diputado José Quiñónez puso en un brete a sus colegas. Para lograr los propósitos, impetraba los sentimientos nobles de los diputados; si eran liberales, que lo probaran con hechos. El preopinante hablaba por los codos y don Pedro Molina se dijo: «Mucho habla éste para lograr lo que quiere: yo le saldré por delante». Y el ilustre prócer para sacudirse mosca tan molesta, escribió una moción, cuya parte final decía: «Ningún eclesiástico puede ser en el Estado, elector ni elegido, para ningún destino político».

¡La que se armó! Cada uno tiraba de su lado, y aun en la comisión bajo cuyo conocimiento pasara la moción, se dividió, a pesar de constar solamente de tres miembros. Entre los argumentos que presentó la mayoría de la comisión –dos miembros– estaban los siguientes:

Los ministros del culto han sido considerados como individuos del orden social, desde la más remota antigüedad; y han tenido, por tanto, intervención en los asuntos públicos. En Roma asistía al Senado el Pontífice. En España concurrían los obispos a las cortes primitivas; y en América ha habido una práctica constante de elegir eclesiásticos para representantes en los cuerpos legislativos; ¿por qué, pues, se quiere hacer ahora una innovación?, innovación que se desvía de los principios de la política, y que ofende los derechos individuales del eclesiástico.

La política de la Francia, de Norteamérica y de otros puntos, no puede ni debe ser la misma que la de esta república. En aquellos lugares han formado la costumbre de los pueblos, la eficacia de las leyes, los establecimientos de enseñanza, la actividad del comercio de todas las naciones y el constante influjo del honor y de la moral. En ellos la religión se considera secundariamente y sus ministros no influyen de una manera directa en las acciones del ciudadano. De aquí depende que los sacerdotes vivan independientes de los gobiernos y que éstos no hagan más que proteger la multitud de sectas que toleran.

Entre nosotros debe ser muy distinta la política. Debe auxiliarse el gobierno del imperio de la religión y del influjo del sacerdote en las conciencias de los súbditos. Los pueblos se hallan casi en el estado rudo de la naturaleza; no obedecen al freno de la ley; no tienen establecimientos de enseñanza; carecen de costumbres; ignoran las obligaciones sociales, y sólo respetan el misterioso idioma de los eclesiásticos.

En circunstancias tan extraordinarias no se pueden mover por otro resorte que el de la religión o el eco de su ministro. He aquí, pues, la necesidad de que el gobierno no pierda de vista el sistema religioso, y de tener al sacerdote como un auxiliar de la admiración civil. Debe valerse de su autoridad, de sus respetos y de su influencia oratoria, y no mirarlos con desprecio, ni alejarlos de la intervención social. Esta es sin duda la política más conveniente para nuestros pueblos. Si la proposición estuviese contraída a no darles una parte activa en la administración de los que tanto los cánones como las leyes civiles les prohíben la magistratura, el oficio de escribano, la administración de rentas y el mezclarse en los asuntos seculares. Pero querer que no tengan voz activa ni pasiva en las elecciones, no deja de parecer un ultraje a sus derechos; es denudarlos de la ciudadanía y reputarlos como extranjeros o que no pertenecen a la patria. Ellos son ciudadanos porque la Constitución los reputa como tales, y concurren, como todos, a las contribuciones, derechos e impuestos generales. ¿Qué motivos hay para negarles lo que se concede a todo hombre nacido en el Estado, o al extranjero avecinado entre nosotros? ¿No os acordáis que en la Constituyente Legislativa ha habido eclesiásticos respetables por su patriotismo y literatura? Nuestra Constitución nacional está firmada por los distinguidos doctor J. Matías Delgado, Fernando Dávila, José Antonio Alvarado y otros clérigos muy notables.

Hacer ahora una novedad de este tamaño, sería ofender al eclesiástico en sus más caros derechos; sería dar motivo para que los pueblos que no están al cabo de las razones de Estado, entendiesen que se les despreciaba tan sólo por eclesiásticos; que su desprecio era un indicio de irreligión, de herejía o de materialismo; y esto, a más de ser peligroso para los representantes, pudiera causar un trastorno público; pues es un principio que las leyes deben ir al paso de la ilustración de los pueblos y conforme a sus propias opiniones.

Sin embargo, la Asamblea dictó el siguiente decreto:

La Asamblea Legislativa del Estado de Guatemala, Considerando: Que la separación entre la Iglesia y el Gobierno y la incompatiblidad del ministerio eclesiástico con los empleos seculares se deduce de la esencia de las cosas, y es conveniente y aun necesaria para la libertad y paz pública y para los progresos de la moral religiosa: que tal separación establecida felizmente en países liberales, cultos y religiosos, donde asegura la felicidad nacional y la pureza de la fe, debe consignarse especialmente entre nosotros como necesaria en nuestras circunstancias para calmar el fanatismo y las preocupaciones, que tiende a fomentar la unión del prestigio sacerdotal al poder temporal imperando sobre las instituciones y los negocios civiles, y alarmando las conciencias y la ignorancia popular; y por último, que el precepto del evangelio y leyes canónicas y el espíritu de la Iglesia prohíben a los sacerdotes toda intervención en los asuntos públicos, como ajenos de su sagrado ministerio, se ha servido decretar y

DECRETA:

1º. –Los ministros del culto, de cualquier secta religiosa, no podrán ser elegidos ni designados para ningún destino político.

2º. –Se reforma en estos términos la Constitución del Estado.

Pase a la próxima Legislatura para su sanción,

Dado en Guatemala, a primero de mayo de mil ochocientos treinta y ocho.

El esfuerzo fue vano; a pesar de que la Asamblea dictara tal ley, la reacción se sobrevino, con Carrera a la cabeza, y todo lo hecho se cayó por los suelos. Es uno de tantos casos del destino de las cosas de Guatemala; hacen algo los liberales y lo borran los conservadores; y, a la inversa, hacen algo los conservadores y los tumban los liberales. De esta suerte, ¿a dónde iremos?


F. Hernández de León. El libro de las efemérides. Tomo VI. Páginas 199–205.

Antonio Móbil

Escritor, editor, poeta, diplomático, apasionado por la vida y la belleza, defensor de la justicia y la equidad en todas sus acepciones y contextos. Exiliado por su pensar y decir, ha descubierto en la reflexión sobre la plástica una de sus grandes pasiones.

Lanzas y letras

Un Commentario

Víctor Muñoz. 17/05/2019

Como siempre, lúcido Tono Móbil. Interesante y muy aleccionador su artículo.

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