Antonio Móbil | Política y sociedad / LANZAS Y LETRAS
Carrera es proclamado presidente vitalicio
21 de octubre 1854
Estaban reunidas ya las actas originarias de todos los pueblos de la República, y en las que constaba que los ciudadanos pedían la presidencia vitalicia para su ídolo, el general Carrera, y sólo faltaba la función solemne en que se determinara de manera uniforme y congruente el deseo manifestado. El Consejo de Estado había hecho las citaciones del caso, para la sesión magna que debía verificarse el 21 de octubre de 1854, víspera del feliz natalicio del general Carrera y a quien se quería dar la cuelga de un nombramiento imperial. Carrera, como el Deo Optimo Máximo, reinaba, vivía e imperaba en el corazón de los dulcificados chapines.
El 21 de octubre de 1854 fue sábado. Sin embargo, por disposición del corregidor y demás autoridades del lugar se declaró que era domingo y se mandaron cerrar todos los establecimientos de comercio, exigiéndose que toda la gente se manifestara feliz, porque aquel día soprepujaría en la historia, el 15 de septiembre, según lo tenían ya determinado don Manuel Francisco Pavón, don Luis Batres y don José Nájera. Desde por la mañana del citado sábado, los vecinos de la capital y de los pueblos vecinos, empezaron a concurrir a la plaza mayor, en cuyos portales se notaba inusitada animación, mucho ir y venir de empleados y servidores. Un olor de pino y de plantas silvestres aromaba el ambiente.
A las once en punto de la mañana llegaron al palacio nacional los primeros invitados, metidos dentro de los casacones de vistosos uniformes, llenos de ceremonias y cortesías. Conforme ganaban la puerta principal, se dirigían a la sala mayor del Consejo, en donde estaban repartidos los asientos, con tarjetas que indicaban el nombre del que sería su ocupante. En el fondo se levantaba un dosel encarnado, bajo el cual se sentaría el príncipe de la iglesia. Una hora tardó en llenarse la sala: los ministros de Estado, los miembros del Consejo, los componentes del venerable Cabildo eclesiástico, los magistrados de la Corte de Justicia y todos los jueces de primera instancia, los generales y jefes del Ejército, los miembros de la Cámara de Representantes; muchos empleados públicos de alta jerarquía, los curas de todas las parroquias, las diputaciones municipales y algunos vecinos de pro… Una junta que no se viera ni parecida en los treinta y pico de años se llevaba Guatemala de ser entidad soberana.
A las doce en punto, estaba en pleno la reunión y entonces se comisionó un grupo de personas a que fuera Su Ilustrísima al palacio arzobispal. Metido en la carroza de honor, llegó el arzobispito, perdido entre un mundo de trapos chillones, con la cara risueña que le daba un aspecto de conejito de Indias. Todos se arremolinaban para ver aquellos alardes de color, de sedas, de brillantez, que sólo porque se miraban se creían. El arzobispito, con todas las ceremonias, se sentó bajo el dosel; su enguatada mano tomó una campanilla de plata, la agitó y declaró abierta la sesión. –Podéis hablar –dijo el ilustre prelado.
El señor Ministro don Pedro de Aycinena comprendió la finalidad de aquella junta; hizo ver que estaban revisadas las actas, en que los pueblos pedían que fuera declarada vitalicia la presidencia del general Carrera y que, de acuerdo con la resolución tomada por el Consejo de Estado, se celebraba aquella reunión, considerando que la Cámara de Representantes, por sí sola, no era capaz de declarar el magno nombramiento. Y que para el efecto, proponía que se nombrara una comisión redactora de una acta, que sería firmada por todos los presentes que ese sería además el documento suficiente para llegar al término propuesto.
Se nombró la comisión, se redactó el acta y todos, por aclamación, lo aceptaron. El punto sustancial del acta, dice así: «La Junta General de Autoridades Superiores, corporaciones y funcionarios públicos, reunida en este día, ha reconocido que la suprema autoridad que reside en la persona de Su Excelencia el GENERAL CARRERA (con mayúsculas) por favor de la Divina Providencia y voluntad de la Nación, no deba tener limitación de tiempo, aclamándose en consecuencia su perpetuidad; y que debe de modificarse el acta constitutiva por el orden establecido en ella misma, para que esté en armonía con este suceso. Que al expresar este unánime sentimiento, todos los concurrentes esperan que el Todopoderoso continuará con su protección a Guatemala y dará a Su Excelencia la fuerza necesaria para llenar los grandes deberes que le están encomendados y el acierto y prudencia necesarios para gobernar la República con bondad y justicia».
El acta, como digo, se aprobó por unanimidad y, en el momento en que Su Ilustrísima, el señor García Peláez, ponía su firma, la esquila de la Catedral dio el aviso a sus colegas de las demás iglesias, rompiéndose en un repique que comunicaba alegría aun a los más taciturnos y resmolidos. Los municipales, desde su palacio del Norte, echaron al aire tandas de cohetes de vara y de doble cámara; los fuertes de Matamoros y San José hacían sus descargas y las piezas de artillería, emplazadas en la plaza mayor, vomitaron sus estruendos; el ruido que se formó fue para asordar a los vecinos.
Los miembros de la junta, que llegaron al número de setenta y nueve, salieron en gloriosa procesión, con el arzobispo a la cabeza y se dirigieron a la casa del feliz mortal, en cuyo honor se celebraban todos aquellos actos. Su Excelencia vivía en la octava avenida norte y, como superhombre, dispuso indisponerse ese día, resolvió recibir una pequeña parte de los visitantes y apenas el arzobispo con los ministros, entraron en la cámara presidencial y pusieron en sus manos el original del acta. Carrera respondió un tanto displicente que les agradecía mucho lo que hacían por él y que le dieran muchos recuerdos a la familia.
Los comisionados salieron de la cámara radiantes, refiriendo que Su Excelencia se manifestaba muy agradecido y que por culpa de una molesta indisposición, no podía acompañarlos a la Catedral, en donde se celebraría el inevitable Te Deum. Todos los grandes dignatarios enfilaron, camino de la Catedral, y los cantos y la música rompieron estruendosos, bajo las arcadas del novísimo templo. Se miraban los unos a los otros; entre las nubes de incienso, se figuraban que bajaban la persona misma del Creador y que se dirigía a la octava avenida a visitar a su gran amigote y a darle la enhorabuena por la cumplida justicia que le hacían sus paisanos.
Tres días duraron los festejos, derivados de este suceso; 21, 22 y 23 fueron declarados de fiesta nacional, cerrado el comercio y las oficinas públicas suspendieron sus funciones. Por las noches los edificios principales y las casas de los próceres, se iluminaban con vasos de colores, amén de los faroles y farolas. En la casa del Ministro Nájera que vivía en la calle real, se sirvió un banquete de más de cien cubiertos y un sarao de los que hacen época. El Presidente, la Presidencia y los presidentillos estaban al dónde te pusiera, que el sol no te diera…
El Cuerpo Diplomático, al ser notificado del suceso, se aprestó a dar sus congratulaciones, siendo el primero el representante de México, y por su orden siguieron los de Inglaterra, de Francia y de las demás secciones de la América Central. El de México, en función solemne, entregó a Carrera la gran medalla de comendador de la orden de Guadalupe y las fiestas se prolongaron por muchos días más.
Aquí tiene el lector el asunto trascendental de la presidencia vitalicia. Carrera contaba sobre cuarenta años de edad y el porvenir parecía brillante. Sin embargo, a pesar de toda la protección que le dispensaba la Divina Providencia, a los diez años caía aquel robusto roble y el edificio de los treinta años, se derrumbaba a los golpes de la revolución de 1871.
F. Hernández de León. El libro de las efemérides. Tomo IV. Páginas 125-129.
Antonio Móbil

Escritor, editor, poeta, diplomático, apasionado por la vida y la belleza, defensor de la justicia y la equidad en todas sus acepciones y contextos. Exiliado por su pensar y decir, ha descubierto en la reflexión sobre la plástica una de sus grandes pasiones.
2 Commentarios
¡Que divertidos los guatemaltecos! Siempre buscando un cacique que se haga cargo de todo, y esperando que todo funcione bien. Ese cacique debería ser «el salvador de la patria». En ese sentido, no hemos evolucionado nada.
Excelente recordación. Gracias
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