Páginas olvidadas de la historia (XX)

Antonio Móbil | Política y sociedad / LANZAS Y LETRAS

1 de enero 1849

Es electo presidente de la República Mariano Paredes

Cuatro meses y medio tenían los liberales de mangonear en la cosa pública, después de la caída de Carrera, a mediados de agosto del 48 y, en esos cuatro meses y medio, los liberales eligieron cuatro presidentes. ¡A presidente por mes! Tal como en los días de Gálvez, en que el partido liberal se dividiera en dos fracciones, en el año citado de 48 también se dividió la Asamblea Liberal en dos grupos, que se tiraron con bala rasa, en tanto que los conservadores se reían de ellos atisbando el momento propicio para darles el papirotazo. Y el momento llegó, y las efemérides de hoy tienen su miga.

El primer día del año 49 fue electo el coronel don Mariano Paredes para la Presidencia de la República; subió en calidad de liberal –lo subieron los liberales–, y se creyó que su gobierno sería liberal… ¡Buen pegón se llevaron! A los pocos meses de estar en la Presidencia, cambió súbitamente de rumbo; hizo volver a Carrera al país; le dio la comandancia general de las armas, y los liberales que habían creado y endiosado a Paredes, salieron del país, que casi no tocaban tierra.

Paredes fue un traidor; pero los liberales se la merecían por faltos de cordura. Andaban a la greña, entre ellos mismos, como si se tratase de destruir y no de salvar a la patria. Los liberales se creían que el poder era una especie de cucaña: estorbaban el ascenso y, cuando uno de los de ellos estaba arriba, le tiraban de los pies, para que se resbalara. ¡Así, subió don Juan Antonio Martínez y le bajaron; subió don José Bernardo Escobar, airosa figura del liberalismo, y le tiraron de los pies; subió don Lico Tejada, o mejor dicho, lo subieron, y él se dejó caer, por miedo a que le dieran el batacazo! Por último, Paredes llegó al puesto y, más cauto o menos escrupuloso, se rió de sus embobadas correligionarios.

Por cierto que la elección de don Lico Tejada fue algo regocijante. Los Cruz –Serapio y Vicente– andaban por el oriente y el occidente de la República, en un levantamiento de pueblos contra el gobierno del licenciado Escobar, no porque el señor Escobar fuera del bando contrario, sino porque la Presidencia la querían para ellos. Eran en aquellos momentos unos despechados, sobre todo Vicente, que se había creído el indispensable y a quien la Asamblea le hizo un duro desaire. El señor Escobar no tenía ni dineros ni gente para sostener y desbaratar las guerrillas de los Cruz y, entonces, presentó su renuncia por segunda vez. Los términos de este documento eran terminantes.

Y la Asamblea resolvió admitir la renuncia, en la sesión del 30 de diciembre. Inmediatamente se procedió a la votación, para designarle sustituto: y se citaron los nombres de Mariano Paredes, de don José Antonio Azmitia, de don José María Urruela y de Lico Tejada, que obtuvo diez y nueve votos, cifra que encerraba la mayoría de los diputados. Diputado era don Lico y, cuando oyó leer los guarismos del escrutinio, pegó un salto en su asiento, como si le hubiesen metido un alfiler en el ídem. Al hombre se le alargó la cara, se le extraviaron los ojos, sacudiósele el cuerpo con sacudidas de epiléptico y, con voz vacilante, pidió la palabra.

–¡No, señores, no! –exclamó con acento profético–. En mis manos se hundiría la patria. No, mil veces no. Yo no acepto tan alto cargo; la situación es la más difícil que se puede presentar a un pueblo y yo el hombre más torpe que pudiera designarse para resolver tan complicado problema. ¡Creedme, señores; yo lo imploro de vosotros! Nombrad a otro, no me déis ese cargo, que la patria se hundiría…

Y ya no pudo terminar. Colocó las dos manos sobre la baranda que tenía delante, y, graciosamente, dio un salto; luego, se dirigió con pasos menudos a la puerta y ganó la salida, llegando a su casa sin sombrero y como si un toro bravo le siguiera de cerca: se encerró en su cuarto y atrancó la puerta. ¡No quería la Presidencia! Prefería la muerte.

¡Oh, san Lico Tejada! Si hubieras podido matusalenizar tu vida y alcanzaras los tiempos luengos y cómo verías que lo que tú despreciabas y repudiabas, había de ser más tarde el punto codiciado, hasta llegar a las traiciones, a las apostasías, al quebranto de los afectos, a la muerte de los ideales. Tú, Lico Tejada, no sabías que fuera tajada lo que te presentaban, para que pudieras hartarte y gozar con las sabrosuras del privilegio de ser magnate. Te conformaste con ser diputadillo y, cuando te llamaron a la mesa sabrosa y regalada, te hiciste el remolón y te marchaste como un pobre can, con una lata a la cola…

La salida de don Lico, asaz extravagante, dejó perplejos a los diputados. No había otra cosa qué hacer. Don José Bernardo Escobar ya no era presidente, sino don Lico Tejada y, la noche del 30 al 31 de diciembre, la República de Guatemala tuvo en la Presidencia a la flor de un día. El 31 se reunió de nuevo la Asamblea; don Lico mandó su renuncia por escrito y ratificaba las medias palabras que habían pronunciado la noche anterior. La Asamblea rogó al señor Escobar que continuara en el puesto y que al día siguiente se determinaría la cuestión. Don José Bernardo, siempre noble, aceptó resignado.

Al día siguiente era año nuevo: 1º de enero de 1849. Los diputados tornaron a reunirse. Celebraban entonces sus sesiones en el salón oriente del edificio en que hoy está la Escuela de Derecho. Los liberales no solamente estaban divididos, sino subdivididos. Llegó el momento de la votación. Las galerías, abarrotadas de gentes que se interesaban por los destinos de la República y muchos curiosos que entretenían su murria con el espectáculo legislativo. Se hizo el escrutinio. Y obtuvieron votos don Mariano Trabanino, don Mariano Paredes, don José María Urruela, don Manuel María Bolaños y don José Mariano Rodríguez. No había mayoría de votos: lo que había era mayoría de Marianos. Se procedió a una nueva elección y el resultado fue idéntico. ¡Cómo andaban los liberales, en una Asamblea en la que privaban sus elementos, y no podían ponerse de acuerdo para designar al presidente de la República, presentando tal multiplicidad de candidatos!

Se suspendió la sesión para llegar a un acuerdo; entre cigarrillos de tusa y polvos de rapé, aquellos padres de la patria pretendían establecer un entendido, sin lograrlo a las cabales. Se reanudó la sesión. Los conservadores se abstuvieron de votar; votaron los liberales y la mayoría la logró, al cabo, Mariano Paredes. Un aplauso cerrado terminó la sesión.

Un amigo de Paredes, que estaba en la barra, salió disparado con dirección a la casa del agraciado, a poner en su conocimiento el honor que se le discernía. Al enterarse Paredes de aquella nueva, se fue a la caballeriza, ensilló una buena mula y, poniéndose a lomos de la bestia, salió violentamente, con dirección de la Parroquia. Antes de ganar la puerta, dijo al amigo: –Dígales a los diputados que nombren de presidente a cualquiera de sus distinguidas abuelas: que yo no estoy para que me jeringuen. Y partió como exhalación.

Cuando los diputados se llegaron a la casa de Paredes a notificarle la nueva, se enteraron de que había salido. Aquello era un contratiempo. Averiguado el rumbo seguido, varios diputados se enjinetaron sobre nerviosos caballos y salieron en persecución del fugitivo. A galope tendido, pudieron darle alcance más allá de «Rodriguitos» y le hicieron alto. Paredes se resistía a regresar, y más aún a aceptar la ganga que se le ofrecía. El hombre prefería irse a la costa norte y esperar un barco que le llevara al África, antes que sentarse en la silla presidencial. Pero las razones empleadas por los amigos eran catapultas, y no hubo más remedio que volver bridas y marchar directamente a recibir el bastón de mando, de manos del señor Escobar.

Y aquel primero de enero, el coronel Mariano Paredes, producto del partido liberal, subía a la Presidencia. A los dos meses suprimía la libertad de la prensa; a los tres restringía todas las libertades; a los seis, iba al encuentro de Carrera y a los siete meses no se encontraba en Guatemala un liberal ni para remedio. Solo el viejo don José Francisco Barrundia, achacoso y valetudinario, permanecía en el amado solar, viendo al final de sus años, cómo su partido era enterrado y él mismo asistía a sus exequias…


F. Hernández de León. El libro de las efemérides. Tomo I. Páginas 3-8.

Antonio Móbil

Escritor, editor, poeta, diplomático, apasionado por la vida y la belleza, defensor de la justicia y la equidad en todas sus acepciones y contextos. Exiliado por su pensar y decir, ha descubierto en la reflexión sobre la plástica una de sus grandes pasiones.

Lanzas y letras

0 Commentarios

Dejar un comentario