Páginas olvidadas de la Historia (II)

-Antonio Móbil / LANZAS Y LETRAS

Enrique Gómez Carrillo

La Escuela de Periodismo

Dentro de algunos años tendremos, tal vez, licenciados en periodismo, doctores en periodismo, hasta catedráticos de periodismo… Y, naturalmente, cuando alguien se presente con un artículo ante el director de un diario, comenzará por exhibir sus títulos para hacer ver que tiene un derecho oficialmente reconocido á escribir para el público. «Se acabó la ignorancia de los que recurren á la Prensa como á un refugio —dicen los partidarios del nuevo método—; se acabaron las improvisaciones; se acabó el empirismo.» Muy bien, señores… Pero con todo eso, yo no noto, de un modo claro, lo que el lector, que al fin y al cabo es el más interesado en el asunto, saldrá ganando. Lo que sí veo con inquietud son las dificultades que van á crearse para los jefes de las redacciones. Porque, naturalmente, lo primero que los nuevos universitarios pedirán, con justicia, es que el Estado, después de darles un pergamino, establezca en favor de ellos un monopolio igual al que gozan los médicos, los abogados, los ingenieros. Y así un escritor sin diploma, por mucho talento que tenga, no podrá colaborar en ningún periódico, por la misma causa obscura que un sabio que no sale de una Facultad no tiene derecho á dar una receta.

Afortunadamente, aun falta mucho tiempo para que veamos los frutos que la escuela periodística nos promete, y que, según algunos, ha de transformar la faz de la Prensa. Por ahora de lo único que se trata es del problema de la nueva enseñanza en lo que tiene de teórico.

¿Qué es, en suma, lo que se proyecta? ¿Es un aula experimental, positiva, alejada de toda pedantería facultativa? Entonces, no hay necesidad de innovar, puesto que todas las redacciones son viveros de aprendices y criaderos de profesionales.

Mas seguramente no es así, por la sencilla razón de que eso no entra en el carácter de la enseñanza oficial. La Facultad de Periodismo será como la de Derecho, como la de Filosofía y Letras, un plantel clásico, con sus cátedras bien determinadas, con sus cursos bien graduados, con sus exámenes bien establecidos y con sus libros de texto bien escogidos… Los autores del proyecto deben, naturalmente, de tener ya una idea exacta de todo ello. Yo, por mi parte, tratando ahora de figurarme lo que me pasaría si se me encargase de organizar en Madrid ó en Guatemala un instituto de mí oficio, me siento tan perplejo que no acierto ni á establecer sus bases elementales.

—Vamos á ver, me digo; tú que has sido director de un gran periódico, tú que has trabajado en los más grandes diarios parisienses, tú que llevas veinte años escribiendo en La Nación, ¿cuál es el texto que le darías á un principiante? ó mejor aún, ¿cuál es el libro que querrías saber de memoria para ejercer tu oficio?…

Y después de meditar largo rato, después de combinar la historia, que es útil, con la psicología, que es indispensable, y la retórica, que es de buen tono, con la geografía, que es necesaria, llego á notar que realmente, con saber un libro, uno solo, me bastaría para creerme digno de merecer el diploma de doctor en Periodismo. Pero ¡ay! ese libro tiene diez y siete volúmenes de tres mil páginas cada uno y se titula el Diccionario universal, de Pierre Larousse. «La Prensa—dice Emerson— es la universidad del pueblo.» Para profesar en esta Universidad, día por día, hora por hora, improvisando siempre, cambiando á cada instante de asunto, pasando de lo digno á lo grave y de lo trágico á lo cómico, no hemos tenido hasta ahora necesidad de conocimientos especiales. Pero ya que algunos creen que nuestras prácticas son indignas de un porvenir regenerado por los libros, tenemos que convenir en que, puestos á estudiar, no es una ciencia lo que necesitamos conocer, sino todas las ciencias, sin olvidar, naturalmente, aquella en que Balzac fué doctor, la de Conocimiento del alma humana, ni aquella otra que Montaigne llamó en sus últimos años Teología de la experiencia…

Los partidarios de la futura enseñanza suelen decir, cuando se les habla de la imposibilidad de encontrar un texto de periodismo:

—Una redacción se compone de muchos individuos y cada uno de ellos no tiene, en general, á su cargo, sino una sección determinada.

Muy bien, aunque no sea del todo exacto. Pero en ese caso, nos encontramos con que el instituto de periodistas tendrá que ser un plantel de especialidades tan variadas, que sus cursos resultarían más numerosos que los de todos los demás colegios juntos.

Para el cronista de Tribunales, en efecto, el estudio del Derecho es indispensable; para el crítico teatral, la literatura dramática, el arte del decorado, la teoría de la declamación; para el redactor político, la historia, la sociología, la diplomacia… y así hasta llegar al encargado de reseñar las carreras de caballos ó los asaltos de esgrima… Y nuestros compañeros de mañana serán muy sabios en sus especialidades, serán verdaderos doctores en una rama del saber, serán maestros infalibles en lo relativo á sus rubriques… Pero ¿serán periodistas?… Yo conozco a muchos hombres ilustres, entre los cuales se hallan nada menos que lord Nortcliffe, Jean Sapene y Miguel Moya, que contestarían sin vacilar:

—No.

Porque los directores de grandes diarios quieren, con razón, que fuera de dos ó tres personas que tienen á su cargo empleos determinados, los demás miembros de sus redacciones puedan servir para cualquier trabajo, que sean enciclopédicos hasta donde es posible serlo, ó, por lo menos, que sepan ponerse pronto al corriente de las necesidades que van surgiendo en el curso variable de sus carreras. A este propósito, me acuerdo de una historia parisiense que podría titularse La Faillite des specialités y que ofrezco á los partidarios de la escuela de periodismo. Un escritor francés fundó hace diez años un diario titulado La Grande France y dividió su redacción en servicios definidos. Para cada servicio escogió á un especialista, ordenándole que no se metiera en nada qué no fuese lo suyo. «Gracias á este sistema —dijo—, mis lectores no tendrán que quejarse de las inexactitudes que se notan en los artículos de las demás publicaciones donde el mismo que había un día de política se ocupa al día siguiente de teatros.» Al cabo de un mes, uno de sus compañeros fué á visitarlo y le preguntó cómo le iba con su método científico.

—Muy mal —contestóle—, muy mal. Yo, que no sé nada, nada, tengo que hacerlo todo.

—Pero, ¿y esos especialistas?

—Saben mucho, no hay duda… En su ramo, cada uno es una lumbrera… Sólo que poco á poco me he convencido de que, fuera de unos pocos asuntos, lo demás de la actualidad no corresponde á ningún estudio determinado… Así, como el único que aquí no es doctor en algo soy yo, á mí me toca hacerlo todo…

Aquel hombre tenía razón. La ciencia que se requiere en las redacciones, está, generalmente, en una estantería, encuadernada en tela: «Todos mis conocimientos —decía Sarcey— los tengo guardados en la Grande Encyclopédie, y así estoy más seguro de encontrarlos cuando los necesito, que si los llevara en la memoria. » Los periodistas que no son más que periodistas, los que no ejercen apostolados ni ponen cátedras, los que no hacen más que glosar la vida y reflejar la vida, pueden contentarse, si poseen el don de su oficio, con una cultura general variada y clara que les sirva para ilustrar y animar la realidad.

Ser un animador, he ahí lo principal para quien se consagra á escribir, día por día, en hojas que duran exactamente lo que las rosas. En el libro y sin la revista, puede que otras cualidades sean más necesarias. En el periodismo nada es compararable al don de dar nociones rápidas y exactas de la vida que pasa, con todo lo que tiene de exterior y de íntimo, de patético y de profundo; con lo que es en ella espectáculo, problema, idea, misterio, drama, farsa; con su formidable palpitación multiforme y con su serena evolución invariable; con lo que enseña y con lo que inquieta; con lo que sonríe y con lo que llora; con lo que es fugaz, en fin, y con lo que es eterno.

Y esto ¿en qué aula puede aprenderse?… ¿Qué libro puede enseñarlo?… La misma escuela práctica de las redacciones no ha logrado aún hacer un periodista de quien no ha nacido con las virtudes del oficio. Porque no vayáis á creer que todos los que viven de la Prensa son periodistas. Una tolerancia universal deja dentro de las colmenas, donde unos cuantos saben extraer la miel de la actualidad, á muchos que estarían mejor ejerciendo profesiones más doctas y menos difíciles.

—Lo único que les exijo á mis colaboradores —decía Villemessant— es que tengan una idea por día… nada más que una…

Sin ir tan lejos, bien puede asegurarse que aquel que no encuentra cada mañana en su camino un asunto no es digno de llamarse periodista.

Me acuerdo de que, durante mis primeros meses de aprendizaje en El Liberal, se me ocurrió un día preguntarle á mi maestro y director Miguel Moya:

—¿Qué quiere usted que escriba hoy?

—Si lo supiera —contestóme—, ya lo habría escrito yo mismo.

Escribir, en efecto, no es todo. Lo importante es no carecer nunca de lo que Villemessant llamaba ideas, de lo que yo llamo asuntos. En donde uno no ve nada, otro descubre un drama. Y con ese mismo drama, uno hace, en largos meses de labor, tres actos, y otro, en media hora, media columna. El periodista es éste.

Me dirán los partidarios de la futura escuela que, aun aquellos que mejor dotados nacen para ejercer nuestra profesión, pueden ganar mucho haciendo estadios especiales. Puede que sí. Pero yo confieso que no participo de tal opinión. El famoso saber que, según el proverbio, no ocupa nunca lugar, llega, muy á menudo, á desviar las vocaciones, estrechando el campo de la actividad individual. Que nuestros compañeros se convenzan de que un hombre no puede conocer de manera perfecta sino una rama de su profesión, y nos expondremos á que la Prensa, hoy todavía reflejo vivo de la existencia, se convierta en un trabajo mecánico. ¿No ha pasado eso con los antiguos métiers…? En otro tiempo, hasta los toneleros, que trabajaban cantando, se sentían artistas y se llamaban maestros. ¡Y qué decir de los orfebres que acariciaban sus creaciones con amor! ¡Qué, de los armeros orgullosos de sus espadas cual si las destinaran á manejarlas en soberbios combates!… Ahora ¡ay! uno fabrica la empuñadura, otro la hoja, otro la vaina… Y así ya nadie habla del alma de un arma blanca.

Hacer del periodismo un doctorado podría muy bien exponer á los periódicos á perder también su alma.


Se publica de manera íntegra este texto de Enrique Gómez Carrillo, el cual fuera publicado por primera vez en la Revista Cosmópolis en 1919, páginas 112 a 117.

Antonio Móbil

Escritor, editor, poeta, diplomático, apasionado por la vida y la belleza, defensor de la justicia y la equidad en todas sus acepciones y contextos. Exiliado por su pensar y decir, ha descubierto en la reflexión sobre la plástica una de sus grandes pasiones.

Lanzas y letras

Un Commentario

Luis Pedro 09/02/2018

Que histórico y lúcido texto de EGC. Felcitaciones a GAzeta!

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