Larga ha sido la noche, y con ella un sinfín de candelas consumidas; historias de vidas ardiendo en el registro colectivo entre el éxtasis y la pena. En la ceremonia de los tiempos, nos fue heredada una lengua hija del latín, para que con ella fuese escrito el recuerdo en resistencia, hasta de aquello que el olvido busca callar.
El olvido se resiste a olvidarse, las generaciones siguen perpetuándose como extremidades o raíces, y los hijos y las hijas y las hijas y los hijos siguen arribando, y con ellos nuevas versiones de una historia que es mi historia, tu historia y nuestra historia; un relato que tiene tantas perspectivas como personas relatando, como un montón de candelitas alumbrando un vasto mar. Será la palabra escrita que, en conjunto con las demás artes, resguarden una trinchera capaz de amplificar la voz que nos habla, no de una versión, sino de las miles y millones de versiones (que tienen los sucesos de un pueblo); voces que se rehúsan a desaparecer tras el humo y la flama.
Los relatos aquí contenidos presentan un canasto lleno de espejitos, de microcosmos, de ecos y de barrios; en ellos se deletrea una conquista contemporánea, en medio de un romance de bar y una humarada en el vacío; la poetización de eventos cotidianos, tan próximos que pueden respirarse; un flechazo dulce para entretejer las más crudas historias, que desangrándose, exorcizan las vidas y nos hacen temblar desde adentro, porque la belleza escondida de ese sueño aparente, viste a un lobo arquetípico feroz y asustado, devorando la narrativa de este compendio de cuentos y relatos, esculpidos en papel.
Alguien dará una ojeada y dirá que la selección, incompleta en su orientación, merece una revisión; habrán mil revisiones como hay formas de leer y comprender. Sincrónicos son los eventos en la cuenta de los días; la pieza de arte se sostiene por sí misma, y los hijos y las hijas continuaran su procesión por el río del tiempo. El muerto, muerto está, mientras se debaten los fragmentos de un manto entre espinas.
La larga noche ha dado paso a los primeros rayos de luz: hay un robotito trasnochando, episodio tras episodio, la televisión y el próximo relato podría ser el tuyo.
Por Ishto Juevez
Lucía (Fragmento)
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Augusto Monterroso
Aruñando las llagas del destino, sus pies de polvo y olvido se esparcían por la galaxia, perdiendo el camino. En medio de un mar minado de cuerpos celestes, las ráfagas del tiempo componían dos estelas que unidas de ambos extremos, expandían su diámetro hasta conjugarse en la órbita elíptica donde lenta y suavemente se trasladaba rotativamente. Uno a uno, trazo a trazo y rasgo a rasgo (anticipadamente), desnudando su piel (en un movimiento curvo del derecho y del revés), las plumas de un caótico pincel hilaron cada punto cardinal de su ser. Instantáneamente el universo sonrió, abrió los labios, suspiró y un verso brotó inocentemente de aquellos labios dividíos (como un profundo abismo del que nace un suave líquido dulce y exquisito). Su piel descalza introdujo sus manos en un calor manso, hurgando cada detalle del mediterráneo. Arraigadas a un vestido verde y turquesa, frágilmente y enredándose entre sí, surgieron dos espigas sin añil. Olas de plata recorrieron sus cerros y montañas. Cada costilla se fundió al ras de sus caderas, como un diente de león plantando en medio de la acera. Titilando desde el fondo de su corazón, la luz se encendió impregnando de luna y de sol la división de sus pensamientos fraccionados y enlazados a un inconsciente colectivo que atado a la conciencia de sus pasos, afablemente acurrucaba al caos que dormía sobre una espalda levemente arqueada. Envuelto entre el luto de un perraje (tejido cuidadosamente), el caos dormía y un suave ronquido a gatas salía de aquellas lustrinas negras y blancas, que plegadas una encima de la otra, componían la tranquilidad de la tarde y del invierno de aquella tarde.
Cansada del trajín atmosférico de sus pensamientos, decidió apagar por un instante el murmullo continental de su subconsciente. En un rincón de su mente plasmó un pesebre, y en mitad de su esperanza desató el nudo llano que amarraba y condesaba el perraje de luto gris, que cargaba su espalda. Delicadamente trasladó al lado opuesto de su sombra al crío indefenso que reconstruyendo el arquetipo de su concepción, reposaba en posición fetal. Sin embargo, un intervalo de distracción irrumpió con un desalmado alarido el sosiego forjado. Furiosos truenos iniciaron con gritos de rabia y alevosía un acústico y frenético melodrama, haciendo retumbar de pavor y espanto la ciudad olvidada y encarnada en un rincón de su mente. Los sonidos se enfrentaban en el ambiente, que era su campo de batalla, un cúmulo de sentimientos, pasiones, emociones y rencores buscaban imponer su voluntad ante la flaqueza del más débil. Un cielo opaco y en luto, tejido con lustrinas negras y blancas se desangraba el Olimpo[1] y sus dioses, Xibalbá[2] y sus guerreros por fin se enfrentaban. Derrotados por la guerra, moribundos y mal heridos se encontraban en los suelos. Enemigos y cómplices de la muerte desafiaban las estrategias del caos. Dioses y guerreros codiciaban el infierno, porque sólo aquel que posee el pecado puede atormentar y controlar a quienes no estén de su lado.
Balam Say: nació en San Cristóbal Totonicapán, actualmente estudia en el Centro Universitario de Occidente
y trabaja en la formación de jóvenes en temas sociales, ciudadanos y políticos.
[1]Morada de los dioses en la mitología griega.
[2]Morada de los señores del inframundo en la mitología maya.
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