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Los muertos, como los desaparecidos, quedan en la memoria y el recuerdo de sus deudos, amigos y de todos los que les conocieron o luego supieron de ellos, con el rostro y la edad de su deceso o desaparición.
Olvidados, se pierden, sus huellas y facciones hay que buscarlas en los recuerdos de pocos. Pero si, en cambio, son recordados, permanecen como fueron vistos y retratados en sus últimos días. Esto es lo que ha sucedido con Oliverio Castañeda de León y Antonio Ciani García, dirigentes estudiantiles que, asesinado en vía pública uno, y desaparecido en días posteriores el otro, al cumplirse en estos días cuarenta años de tales crímenes, sus rostros juveniles, alegres y sonrientes, se difunden y multiplican. En la memoria colectiva se quedaron tal cual eran para entonces, Oliverio con sus 23 años recién cumplidos, Antonio Ciani próximo a cumplir los 24.
Estudiantes universitarios ambos, sus intereses sociales y políticos habían encontrado en el movimiento estudiantil el mecanismo y la manera de expresarse. Ambos pretendían algún día ser profesionales, y estaban próximos a lograrlo. Imaginaban que podrían llegar a ejercer sus profesiones manteniendo sus convicciones y compromisos sociales. Ninguno de los dos podría ser catalogado como agitador fogoso o líder de fuerte presencia pública. Eran más bien cuidadosos, calmos, hasta posiblemente tímidos. Sus círculos de amigos eran reducidos, y ambos mantenían fuertes vínculos familiares.
El asesinato de Oliverio, aquel 20 de octubre de 1978, fue aparatoso, programado desde las altas esferas del poder militar. No fue un crimen fortuito u ocasional. Fue preparado con sumo y total cuidado, con la intensión clara de amedrentar y detener el desarrollo de un movimiento social y popular que crecía aceleradamente. Si ese día Castañeda de León no hubiese asistido al mitin, no hubiese tomado la palabra o se hubiera podido escabullir entre la muchedumbre, otro día cualquiera habría sucedido. En alguna marcha, en una manifestación, o camino a su casa. Estaba marcado para morir, porque la AEU había cobrado presencia activa dentro de la movilización social, porque a los corruptos solo les queda la opción del asesinado para intentar mantener a la sociedad amedrentada y alienada.
Oliverio era el dirigente de la máxima organización de los estudiantes universitarios y, en su persona y organización, se concentraba, en esa época, una manera de entender e impulsar la lucha social, el debate político. De manera firme, sin ambigüedades. Sin falsas promesas, sin triunfos a la vuelta de la esquina.
Posiciones que enervaban y desesperaban a los autoritarios que querían seguir usufructuando el poder con engaños, demagogias y, si necesario, con crímenes sanguinarios. Inmovilizar a los estudiantes comunes y corrientes era la intensión del crimen, así como obligar a los más comprometidos a radicalizarse y arrinconarlos en un desigual enfrentamiento armado. Acallar a la ciudad para arrasar en el campo.
Hacía apenas tres meses y veinte días que el gobierno de Lucas García se había establecido, pero las estructuras represivas databan de años anteriores y se movían con total autonomía e impunidad. El presidente y su grupo habían llegado a enriquecerse, y si en el camino los represores optaban por asesinar en plena vía pública, gozarían no solo con su beneplácito, sino de todo su apoyo.
La fecha escogida era emblemática, y todo hace suponer que, diseñado el operativo con la expectativa de su presencia, este se echó a andar en el mismo momento en que los represores confirmaron que estaba presente.
Planificado en el escritorio de una muy lujosa oficina gubernamental o empresarial, el crimen llenó de espanto a estudiantes, maestros y ciudadanos en general. Una ola expansiva de temor y rabia se extendió por toda la ciudad capital y áreas urbanas del país. Los hechores intelectuales posiblemente celebraron su acción con licores finos, pero no tuvieron el valor ni la capacidad de hacer pública su fechoría. Desde el poder público, obligado a garantizar la vida y libertad de los ciudadanos, el silencio fue la más clara muestra de su participación directa en el crimen.
El valor y la supuesta hombría de los asesinos quedaron de lado, como quedó también la de quienes, diecisiete días después, secuestrarían y, seguramente, torturarían hasta la muerte a Antonio Ciani. Su cobardía era total y es aún evidente, al grado que, pasados cuarenta años, buscan en el anonimato o la negación de su participación el perdón y olvido público de sus crímenes.
Oliverio era un joven rostro poco conocido por los amplios sectores de la población. Su asesinato lo hizo notorio, las madres con hijos de su edad lo sintieron suyo, los padres y hermanos sintieron que bien podría haber sido uno de ellos. Sin más antecedentes públicos que su pertenencia a un grupo estudiantil, los asesinos lo marcaron para agredir a toda la sociedad y, si bien lo consiguieron, su macabro comportamiento los hace merecedores, cuarenta años después, de la repulsión y rechazo popular.
Castañeda provenía de una familia de clase media acomodada. Estudiante brillante de uno de los mejores colegios del país. Ciani era hijo de madre soltera, con estudios en el Adolfo Hall central. Ambos estudiosos y, en el decir de entonces, aplicados. Sus históricos estudiantiles, de enseñanza media y universitaria así lo demuestran. Habían llegado a la universidad a estudiar, como muchos otros estudiantes, pero, al intentar entender el país, descubrieron el mar de injusticias y autoritarismo que limitaban la construcción de una sociedad más justa, y habían decidido aplicar todo su esfuerzo juvenil para que eso cambiara.
Si en las lujosas oficinas de gobierno y empresas donde se planificaron los crímenes se les acusaba de todo, en su autoritaria y personalista manera de entender el poder, no fueron capaces de encontrar procedimientos legales para silenciarles, por lo que optaron por el asesinato en vía pública y la desaparición forzada.
Cuatro décadas después, la sociedad los recuerda con respeto y congoja. Más a uno que al otro, aunque en su sacrificio están íntimamente ligados. Y en sus rostros se unifican todas las víctimas de los crímenes de lesa humanidad cometidos en esas horripilantes décadas de los años setenta y ochenta.
Honras universitarias les han sido hechas. A los 25 años de su asesinato le fue otorgado a Oliverio el Doctorado honoris causa, sin embargo, ninguna autoridad universitaria ha intentado, siquiera, constituirse en querellante contra sus posibles asesinos. Ningún esfuerzo serio para, al menos, encontrar los restos de los desaparecidos, temerosos todos de perder sus prebendas y beneficios.
Ni el expresidente Fuentes Soria, ni Cabrera Franco, ambos exrectores universitarios, han intentado desde su alta investidura presionar para aclarar estos y otros crímenes, estableciendo con los criminales de ayer un aún vigente pacto de silencio cómplice y deshonesto.
Fotografía principal, Oliverio Castañeda de León, por Mauro Calanchina, y Antonio Ciani García, por Edgar Ruano Najarro.
Por Virgilio Álvarez Aragón.
Fotografía principal, Oliverio Castañeda de León, por Mauro Calanchina, y Antonio Ciani García, por Edgar Ruano Najarro.
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