No hay edad para el placer

Ju Fagundes | Para no extinguirnos / SIN SOSTÉN

La encontré en el banco de la plaza, la misma a donde, cuando niña, me llevaba a jugar cuando mi madre no se lo pedía. Recién viuda, creí encontrarla triste y desolada. Esperaba ver su mirada perdida, buscando a ese hombre que por años la había acompañado las 24 horas del día. Me preparé para su semblante triste, dispuesta a decirle que la vida hay que disfrutarla cada día y que los que desaparecieron, son parte imborrable de nuestros recuerdos, como nosotros lo seremos para quienes nos sobrevivan.

Recorrí con nostalgia cada rincón de la plaza, y organicé mis lejanos pero alegres recuerdos para hacerla reír y así superar esos minutos que pasaríamos juntas hablando del ser que había perdido. Corté en el jardín las flores que ella siempre me entregaba antes de partir, e hice equilibrios en los bordes del jardín para sentir, de nuevo, su cálida mano sosteniéndome.

Pero la encontré viva, con esa mirada entre pícara y dulce que siempre me ofreció cuando, ya adolescente, veíamos pasar un apuesto muchacho por el que se nos iban los ojos. Me recibió de pie y con un abrazo cálido, con el que me confesó su calma y seguridad.

Con el semblante seguro y el hablar pausado pero animado, fue ella la que de inmediato rompió todos los hielos. No tuve necesidad de pedirle que enjugara sus lágrimas, porque su sonrisa nos acompañó en todo momento.

Fue llegando que tomó mis manos y, cual adolescente, me comentó, mirándome a los ojos «que había encontrado al hombre de su nueva vida, que de nuevo sentía cosquillas en el estómago cuando lo miraba, y que contaba desesperada las horas del día para poder tenderse en el sofá o en la cama, y sentir sus cálidas caricias».

«Llegamos al matrimonio con los pechos erguidos y salimos con ellos marchitos y agotados», me dijo, para agregar de inmediato, «pero yo no tengo ahora por qué levantarlos, aún son sensibles y me encanta que los muerda».

Me habló que el erotismo a su edad tiene otras formas, otros instantes. Que ya no hay furor, prisa, deseo desesperado, como cuando en el quicio de la puerta se entregaba al ahora fallecido. Hoy es todo más lento, mas no por ello recatado. Que, como antes, sus lenguas se recorren con infinito placer, aunque ahora no le produzcan el deseo desesperado por sentir la rigidez de su sexo de inmediato. Hoy son besos largos, lenguas que se entretienen en lentos recorridos, manos que estrechan con cuidado, sin presión.

«Sé», me dijo, «que mis nalgas ya no están firmes ni redondas, pero aun así esperan con alegría sus manos y sus besos», que le encanta enredar sus piernas en las de él y sentir sus dedos acariciando con cuidado y suavidad su sexo.

No ha tenido por qué tirar por la ventana las cremas lubricantes que hace ya muchos años compró para hacer posibles las escasas entregas que con el ahora bajo tierra se prodigaron. Con él había existido fuego, pasión y ansias, pero, me dijo, clavando sus ojos en los míos, «el tiempo todo lo agota, y la rutina te apaga». Por eso ahora vive de otra manera esos placeres. Ya no es el desesperado deseo por unir su piel a la suya, por apretar sus glúteos y sentir su erección inmediata entre sus piernas. «Él también está flácido y lento», me dijo con una sonrisa que de tímida no tenía nada.

Me habló del cambio rotundo en la ropa interior que guardaba en su gaveta, y me comprometí a acompañarla a la tiende de lencería para encontrar algo adecuado a sus años, pero sensual y coqueto.

No tuvimos tiempo para hablar de achaques y dolores, los que en esa edad, me dijo, son ya cotidianos y hay que vivir con ellos. Me confesó, en cambio, con gestos traviesos y pícaros guiños, que le fascina acariciarlo lenta, suavemente, sin presiones ni ansiedad, sin violencia, pero con constancia, hasta sentir que sus hormonas fluyen y le yerguen el sexo, aunque después no consiga concluir triunfante la eyaculación.

El sexo entre mayores, aclaró, «no es cosa de rapidez, mucho menos de explosiones inesperadas, es cuestión de paz y paciencia», porque, agregó, «el placer está en la mente, y no simplemente en las hormonas».

Me despedí sonriente, feliz de saber que a sus años ha recobrado la energía y el gusto y que, el que ahora yace bajo tierra estará más que contento de saberla entretenida y satisfecha.


Imagen principal tomada de Mundidiario.

Ju Fagundes

Estudiante universitaria, con carreras sin concluir. Aprendiz permanente. Viajera curiosa. Dueña de mi vida y mi cuerpo. Amante del sol, la playa, el cine y la poesía.

Sin sostén

Correo: ju90pererecaquente@yahoo.com

Un Commentario

Edgar Castro 02/09/2020

Excelente artículo. Cada vez que entro busco nuevos y espero que publique algo en septiembre.

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