Carlos Gerardo | Arte/cultura / RESIDENCIA CON LLUVIA
En el mismo momento en que estos políticos organizan el olvido de los muertos, que a su vez es el olvido de sus esperanzas que hoy tampoco se están cumpliendo, declaran que pronto todo será mejor y que todas nuestras fuerzas deben ser orientadas hacia adelante, para cuando venga el momento (si viene) estar preparados, y en un solo acto, superar todo lo anterior.
Stefan Gandler
Tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si este vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer.
Walter Benjamin.
El Estado de Guatemala se empeña en ser un Estado fundado sobre el olvido. Se empeña en inventar un país nuevo conforme inventa nuevas ofensas. Sus gobernantes, sus leyes y la mayoría de sus instituciones están edificadas sobre la base de una amnesia colectiva que justifican con la paz y la armonía entre los pobladores. También la justifican con una futurología absurda basada en la idea del progreso y del desarrollo como pueblo. «Los buenos guatemaltecos ven hacia delante», dicen. ¿Quiénes son los buenos guatemaltecos? «Los buenos chapines», responden, y evitan ver que son quienes más se parecen a ellos. Al cargar el gentilicio con un juicio de valor tan relativo como la bondad, ponen un pequeño ladrillo en la construcción de un lugar discursivo caracterizado por el autoritarismo y la violencia. Una violencia que se manifiesta con la intolerancia con que condenan y violentan otros discursos que no converjan con su idea de bondad (conservadora, cristiana y patriarcal), ni con su idea de guatemalidad (ladina, racista). Desde ahí, ven con desaprobación cualquier forma de ser diferente a la suya. Ser buenos chapines les confiere la autoridad moral para condenar, para desacreditar, para ofender, para invisibilizar y para pedir a gritos la muerte.
Ahora la polarización se enraíza en esa caracterización del buen chapín para alinear a su favor el fundamentalismo religioso. Al parecer el invento les salió bien y lo quieren manipular ahora a su antojo. Sin embargo, en las manifestaciones populares de la plaza, leo un descontento con ese invento que se ha construido durante siglos. Leo, al menos, un escepticismo generalizado contra ese mito que solo ha sido una fuente de desengaños y miserias. Las manifestaciones se han diversificado y han acuerpado a más sectores populares. Han generado un «momento de peligro», como decía Walter Benjamin. Un momento capaz de cuestionarnos y cuestionar al sistema que lo ha fundado.
El pasado relumbra en los instantes de peligro; y conocer verdaderamente el pasado significa apoderarse de un recuerdo (Benjamin, tesis VI).
Por eso, la irritación, el descontento popular no debería deberse únicamente a la no renovación del mandato de la Cicig o a la expulsión de Iván Velásquez. Estos eventos están propiciando las coyunturas adecuadas para que la irritación popular encuentre motivos más poderosos. Deberíamos voltear, por ejemplo, a la historia que define nuestro presente. A ese pasado que encontramos en el rostro de los mendigos en las calles o en los rostros nerviosos de quienes nos asaltan en la noche sobre una motocicleta vieja; pero también en el rostro cínico de los oligarcas, de los políticos y de los militares, con sus tacuches y sus corbatas de seda. Es hora de que encontremos la mayor fuerza renovadora en el pasado al cual este presente se debe. Un pasado terrorífico por su sufrimiento, pero que también nos ha dado momentos de esperanza.
Hoy estamos invitados a pensar en esos recuerdos poderosos, esos recuerdos que de alguna manera nos empoderan. Pero también estamos invitados a pensar en los recuerdos que consuman nuestros duelos, que durante tantos siglos hemos postergado y que tanto nos duelen como sociedad. Es momento de lamentar de nuevo los asesinatos, las masacres, las tragedias. Ese recuerdo nos grita desde el rostro mismo del tirano, o más bien, desde la máscara falsa y risible detrás de la cual se oculta una tiranía que se muestra hoy con más descaro.
La lucha contra la corrupción, que es la oferta flagrante de la Cicig, representa un cambio en el presente. Un cambio que está vinculado a la forma en que se ha configurado el sistema democrático. Entonces, la lucha actual es por la democracia, porque el sistema democrático ha funcionado a base de clientelismos, patrocinios y financiamiento electoral ilícito. Pero lo que más fuerza debería darle a esa lucha es la infamia con que se ha construido nuestra historia. Cobrará más vigor cuando comencemos a entender y a escuchar entre las ranuras de la historiografía positiva y neoliberal los murmullos o los gritos de quienes han sufrido los atropellos del progreso. Hasta entonces, las clases medias urbanas tendrán la fuerza y la conciencia necesaria para apoyar un cambio estructural que lleva siglos de reprimirse. Entonces, ni siquiera la Cicig encontrará un lugar que ocupar entre nosotros. No habremos de necesitarla.
Estoy de acuerdo con pedir la renuncia de James Morales. Pero también estoy consciente de que esa sería una salida demasiado fácil. Su renuncia y su condena, que son necesarias y que deben ser implacables, son solo una mínima parte de las reivindicaciones que deberían ir en las consignas. Las verdaderas energías deben ser revolucionarias y concentrarse contra la historia que ha permitido que un tipo como él presida el Gobierno. También deberían dirigirse contra las estructuras de pensamiento que han permeado en el imaginario popular y que le permitieron obtener más de dos millones de votos en las elecciones pasadas. Incluso, debemos ser cautelosos y buscar y deconstruir esas estructuras en nuestras propias subjetividades. Por último, también pienso que las energías revolucionarias deberían dirigirse contra el sistema democrático, que se ha construido sobre un guion diseñado para que pierdan quienes han perdido siempre. Los sectores oprimidos perdían a costa de la dominación, la reducción, el genocidio y la esclavitud. Hoy pierden por la democracia, como una construcción ficticia que provee de una falsa idea de soberanía. Idea con la que hoy defienden sus pugnas más inquinas. El problema es que es difícil ponerle un rostro al sistema y es difícil pelear contra lo que no tiene rostro.
Ojalá en estos ciclos de manifestaciones populares y diversas sepamos encontrar ese momento de peligro y que funcione además como un espejo en el que descubramos que es el pasado quien nos cuestiona y nos convoca. O más bien, que sepamos encontrar en el rostro de nuestros amigos y amigas en las manifestaciones, el rostro de los siglos de opresión que nos preceden. Cada instante de la historia, decía Benjamin, es revolucionario. Todos los momentos tienen el potencial para que estalle en ellos la estrella de la esperanza. Una esperanza que hoy descubrimos en las caras de miles de jóvenes y miles de campesinos y campesinas en las plazas. Frente a las políticas negacionistas del Estado, estos sectores han sabido articularse para encontrar los momentos precisos de la historia que los cuestiona. Han sabido buscar en el pasado el momento de la infamia que los refleja, y han salido a las calles indignados. Ojalá que la renuncia del presidente de juguete sea acaso la menor y más inmediata de sus peticiones.
Excurso: el historiador y el juez
Mientras escribía esta columna escuchaba la lectura de la sentencia absolutoria por genocidio en contra del pueblo ixil. Por segunda vez, un tribunal ha juzgado un crimen contra miles de personas, perpetrado por el Ejército de Guatemala, y por segunda vez ha revelado el rostro del culpable.
A pesar de que se absolvió a Mauricio Rodríguez Sánchez por el delito de genocidio, que se le acusaba, la reacción popular fue bastante optimista. Le daban a la historia la categoría de jueza y celebraban la constatación de la existencia del delito por un tribunal (replicando el fenómeno de 2013, en el que se condenó a Efraín Ríos-Montt). Recordé un texto de Paul Ricoeur que releí en ese momento, en el que equiparaba el papel del historiador con el del juez. Ricoeur se cuestionaba cómo la historia y la jurisprudencia aspiraban a un ámbito de imparcialidad que, al combinarse, deben cumplir. Es decir, la problematización parte de que la comparación del historiador con el juez [1] es un locus clásico que aspira a la idea de imparcialidad positiva de la modernidad. Ricoeur sale de esta aporía apelando a la ética, y a la contemplación del siglo XX como un espacio en el que surgieron para la historia «dramas de una violencia, de una crueldad y de una injusticia extremas» (2010, p. 10) . Hay un carácter ético que sale de quicio y que no se justifica con las condiciones, y debe primar por encima de la singularidad histórica. No hay condiciones históricas que justifiquen la muerte de un ser humano, porque la vida de todos los seres humanos es igual de importante.
En el mismo texto, decía Ricoeur que no le pertenece a la conciencia humana definir qué puede olvidar y qué materia compondrá sus recuerdos. Por eso es tan perversa la pretensión de organizar el olvido con fines políticos, como muchos sectores pretenden hacerlo. La historia ha condenado hoy a los culpables, y ha desenmascarado una de las muchas infamias con las que se ha construido. La misma historia condenará mañana a quienes hoy nos gobiernan: los políticos, los militares y el sector empresarial que se empeña en respaldarlos y en tratar de organizar el olvido a favor suyo. Quiero pensar que es imposible organizar el olvido. Pienso en el genocidio contra el pueblo ixil, y quiero pensar que es desde esos duelos de donde surge la memoria. Porque el trabajo de duelo para una sociedad es su memoria histórica. Y porque es desde la memoria fuerte y constantemente fortalecida desde donde surge la esperanza. Quiero pensar que es desde esa memoria desde donde podemos apoderarnos del pasado para que veamos que es ese pasado lo que somos, y para que emerja entonces un presente con cambios verdaderos. A lo mejor, entonces, podamos ver hacia delante; pero no veremos ciegamente, como pretenden hoy que veamos. Solo podremos ver hacia delante con la conciencia del pasado que acontece todos los días en nosotros y nosotras. Lo pienso, lo creo, así será. Porque nadie puede organizar el olvido.
Referencias
1. Benjamin, W. (2008). Sobre el concepto de historia. En W. Benjamin, Obras I (págs. 303-318). Madrid: Abada.
2. Gandler, S. (2009). Fragmentos de Frankfurt. Ciudad de México: Siglo XXI.
3. Ricoeur, P. (2010). La memoria. La historia. El olvido (2a. ed.). (A. Neira, Trad.) Madrid: Trotta.
Carlos Gerardo

Mi nombre completo es Carlos Gerardo González Orellana. Nací en El Jícaro en 1987 y migré a la ciudad de Guatemala a los doce años. Me gradué como ingeniero químico en 2010 de la Landívar, pero dejé de ejercer mi profesión formalmente a inicios de 2016, con el fin de dedicarle más tiempo a mi carrera humanística. También estudié Literatura en la Universidad de San Carlos de Guatemala y Filosofía a nivel de maestría en la Landívar, de nuevo. Trato de ser consecuente con la decisión que tomé y le dedico a la escritura y a la lectura todo el tiempo que puedo. Me gusta mucho la poesía, leerla sobre todo, pero también escribirla, y estos ejercicios han sido constantes en mi vida. Escribir y leer representan un signo de identidad para mí. Estoy seguro de que la literatura es algo muy importante y de que no es algo que se pueda tomar a la ligera. Además de eso me gustan el vino, el cine y las conversaciones.
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